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“Del Abismo a la Llama: Cuando Dios Se Inclina sobre el Alma Angustiada”

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“Hubo un día en que no podía levantarme. No sabía si era tristeza, miedo o un muro invisible. Sólo sabía que no podía.”

Sanación

La angustia es un grito sin palabras. Una presión muda en el pecho. Una opresión en el alma que no se deja explicar con diagnósticos ni con moralismos. Hay personas que están vivas por fuera pero muertas por dentro. Asisten a misa, trabajan, sonríen en la foto, pero se descomponen en el silencio de su interior.

Muchos en la Iglesia no saben cómo nombrarlo. Peor aún: muchos lo juzgan. “Es falta de Fe”, “Es flojera espiritual”, “Es ego”. Pero la depresión no es un capricho. La angustia no es debilidad. Es una herida profunda del alma que ha perdido contacto con su eje, con su sentido, con su descanso. ¡Y cuántos católicos caminan hoy en ese abismo, sin que nadie los vea!

El sistema nervioso, cuando se hiperactiva, nos arrastra a un estado de alerta constante. Vivimos como si el león estuviera siempre por entrar. Respiramos rápido, dormimos mal, nos pesa la vida. La angustia no es sólo emocional: es también fisiológica, espiritual, social, histórica. Es la manifestación de un mundo roto, de una infancia sin abrazo, de una religión sin rostro humano.

Pero en el fondo de ese abismo, hay una Llama. Una luz que no se extingue. Y esa luz es Cristo.

No el Cristo de los moralistas. No el que se limita a decir “reza más” o “ofrece el sufrimiento” como si el alma fuera un envase. Sino el Cristo que llora, que suda sangre en Getsemaní, que cae bajo el peso de la cruz y grita: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”

La angustia es el Getsemaní del alma. Y muchos están ahí. A veces sin saberlo. A veces sin que nadie los nombre. Pero el primer paso hacia la sanación es este: reconocer que la herida existe. Que no estás loco. Que no sos malo. Que no sos menos católico por sentir lo que sentís.

El segundo paso es recuperar el cuerpo. Porque Dios se hizo carne. Porque el alma no se sana si el cuerpo está tenso, herido, extenuado. Respirar. Caminar. Dormir. Alimentarse. Tomarse el pulso. Pedir ayuda. Reconocer el desequilibrio del sistema simpático y dejar que el parasimpático -el sistema de la paz- vuelva a activarse.

El tercer paso es invocar. Pero no desde el miedo ni desde la repetición. Sino desde la verdad. Decirle a Dios: “No puedo más, pero sí quiero. Estoy roto, pero no quiero morirme así. Ven. Lávame. Desátame. Quédate.”

Dios no se ofende con tus lágrimas. No se escandaliza con tu angustia. No te exige la sonrisa cuando no podés. Él baja. Baja al pozo. Baja al infierno interior. Y desde allí te levanta. No como un mago. Sino como un amigo que no te deja solo.

La Iglesia necesita hablar más de esto. Urgentemente. ¡Cuánta gente se suicida sin que sus comunidades los hayan visto! ¡Cuánta gente toma psicofármacos a escondidas, porque siente vergüenza! ¡Cuántos confunden la santidad con anestesia emocional! ¡Basta!

La santidad no es ausencia de heridas: es presencia de Luz en la herida. Y la depresión puede ser también un camino hacia una fe más real, menos fingida, menos de cartón.

Hay salida. Pero no es mágica. Es lenta. Es corporal. Es comunitaria. Es orante. Y sobre todo, es verdadera. Empieza cuando dejás de esconderte. Cuando aceptás tu noche y dejás que otro la atraviese con vos.

Vos que leés esto y llorás en silencio, o pensás que nadie te entiende: no sos un caso perdido. Sos tierra santa. Sos un Cristo oculto. Sos alma en trabajo de parto. Y Dios no te suelta. No lo va a hacer ahora.

Esta nota no es para viralizar una moda. Es para abrir una trinchera de Verdad. Para que los que callan, hablen. Para que los que se sienten rotos, respiren. Para que la Iglesia deje de tapar con incienso lo que necesita ser iluminado con humanidad.

La angustia no se elimina con frases bonitas. Se transfigura con comunidad, con compasión, con medicina y con fe. Con sacramentos vivos, no ritualismos vacíos. Con sacerdotes que escuchen, no que reciten.

Y sobre todo, con la certeza de que Dios no es un tirano: es un Padre que te busca incluso cuando vos ya no querés buscarlo.

©Catolic

Héctor Zordán Diócesis de Gualeguaychú Obispo Zordán
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