Inicio Espiritualidad De rodillas o de pie: ¿importa cómo recibimos a Dios?

De rodillas o de pie: ¿importa cómo recibimos a Dios?

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La Eucaristía, corazón del cristianismo, se convierte hoy en campo de batalla entre posturas litúrgicas y obsesiones ideológicas. Pero el Pan Vivo no se entrega para dividir, sino para sanar.

El rito se debate entre formas, mientras el Misterio nos llama al fondo.

En un mundo saturado de debates ideológicos y polarizaciones, también la fe se ve tentada a convertirse en campo de trincheras. Y la Eucaristía, el Sacramento por excelencia de la unidad, no escapa a esa lógica. ¿De rodillas o de pie? ¿En la mano o en la boca? Preguntas legítimas que, sin embargo, corren el riesgo de perder de vista lo esencial: no cómo se recibe, sino a Quién se recibe. En medio de esa tensión, surge un clamor: volver al corazón del Misterio, al silencio reverente, al asombro adorante. No desde la nostalgia ritualista ni el relativismo litúrgico, sino desde el fuego vivo del Evangelio.

Una disputa que revela más de lo que parece

En la superficie, el debate sobre la forma de comulgar parecería ser un asunto menor, casi anecdótico. Pero lo cierto es que en él laten preguntas teológicas, eclesiológicas y espirituales profundas. La manera de recibir la Comunión refleja una concepción del hombre, de Dios y de la Iglesia. No es, por tanto, irrelevante. Pero tampoco puede absolutizarse. Cuando la forma eclipsa al contenido, cuando el gesto se convierte en dogma, el sacramento corre el riesgo de vaciarse de su potencia transformadora.

En Argentina, como en la mayoría de los países del mundo, la Iglesia ha permitido desde 1996 la posibilidad de comulgar en la mano. Es una opción pastoral que se suma a la tradicional comunión en la boca, de pie o de rodillas. Ambas son formas legítimas, reconocidas por la Instrucción General del Misal Romano y la Instrucción Redemptionis Sacramentum. Pero en la práctica, muchos fieles viven esta libertad con confusión o culpa. Algunos se sienten juzgados por elegir la reverencia del suelo. Otros, empujados a adoptar una práctica que no refleja su piedad personal.

El cuerpo habla, pero el alma elige

La Iglesia no es indiferente al lenguaje del cuerpo. San Juan Pablo II, en su teología del cuerpo, enseñó que el gesto humano es sacramental, que expresa lo invisible. Por eso, arrodillarse puede ser un signo fuerte de adoración. Pero también lo es recibir al Señor con las manos abiertas como un trono. El punto no es qué postura tiene “más puntos devocionales”, sino si el alma está verdaderamente despierta a la Presencia. Porque se puede estar de rodillas con el corazón lejos, o de pie con el alma postrada.

El papa Benedicto XVI, en su libro El Espíritu de la Liturgia, señalaba: “La actitud corporal es expresión de la actitud interior. La postura de rodillas es una forma clásica de adoración, pero nunca una obligación legalista. Lo importante es que haya una actitud de adoración”. Este equilibrio es clave. El gesto externo debe nacer del interior, no imponerse como un uniforme.

Y sin embargo, ¿no nos hemos vuelto insensibles al Misterio? ¿No banalizamos la liturgia al convertirla en algo meramente funcional, rápido, sin alma? Quizás el debate sobre cómo comulgar sea una oportunidad para preguntarnos cómo estamos viviendo la Misa.

El sacramento del exceso: una “transfusión de divinidad”

La Eucaristía es escándalo. Lo dijo bien Flannery O’Connor: “Si no es el Cuerpo y la Sangre de Cristo, entonces al diablo con ella”. No es un símbolo piadoso, ni un gesto fraterno, ni un rito de pertenencia. Es una realidad brutal: Dios se hace comestible. Es locura y verdad. “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna” (Jn 6, 54). Esa afirmación de Cristo no admite suavizantes. O es un delirio, o es la puerta de la eternidad.

El teólogo Brant Pitre lo llama “la nueva Pascua”, el cumplimiento definitivo del Éxodo: “No se trata de una metáfora, sino de una transfusión real. Cristo entra en nosotros, como vida que vence la muerte, como medicina de inmortalidad”. Esta imagen recuerda también a San Ignacio de Antioquía, quien llamaba a la Eucaristía “el remedio contra la muerte”.

Scott Hahn, por su parte, la define como “la Cuarta Persona de la Trinidad en nuestras manos”. Es una frase arriesgada, sí, pero apunta al centro: la presencia real de Jesús no es disminuida por el signo. Todo Cristo está ahí, en cada Hostia. Es el mismo que curó ciegos, que lloró por Lázaro, que gritó en la Cruz.

¿Y si el problema no es la forma, sino la tibieza?

En vez de preguntarnos de qué manera comulgar, ¿no deberíamos cuestionarnos con qué fe, con qué hambre, con qué fuego? Hay quien recibe al Señor en la boca y sale de Misa sin haber mirado al hermano. Hay quien se arrodilla por protocolo, pero no perdona. Hay quien comulga todos los días y trata a su prójimo como un trapo. ¿De qué sirve recibir a Cristo si no se le deja transformar?

Carlos Caso Rosendi escribió: “La Eucaristía es un acto de revolución interior. Si no nos vuelve locos de amor, nos vuelve ciegos por costumbre”. La frase impacta. Porque revela que, tal vez, el drama actual no es la irreverencia externa, sino la indiferencia interna. Celebramos el sacrificio de Dios con bostezos. Nos arrodillamos sin temblor. Recibimos al Cordero inmolado con la prisa de quien toma un boleto.

La Iglesia que se arrodilla y la Iglesia que camina

En esta tensión entre las posturas tradicionales y las adaptaciones pastorales, la Iglesia camina buscando equilibrio. Francisco, en Evangelii Gaudium, pide una liturgia que “despierte el asombro”, que “no sea un refugio de nostalgia”, pero tampoco un show. Pide una “Iglesia en salida”, pero no una Iglesia que salga sin raíces.

Y el Papa León XIV, en sus primeras homilías como sucesor de Pedro, ha vuelto a insistir en que “la liturgia debe ser la escuela del alma, no una guerra de opiniones”. Con estas palabras, parece querer cortar de raíz el clericalismo de un lado y el espiritualismo tibio del otro.

En Fratelli Tutti, Francisco advierte contra las ideologías que “secuestran los símbolos” y los convierten en herramientas de exclusión. El cuerpo, las posturas, los signos, pueden ser ventanas hacia el misterio o muros de orgullo. La verdadera reforma litúrgica comienza por dentro.

Testimonios: entre el asombro y la batalla

En una parroquia de Buenos Aires, una joven catequista relata: “Me arrodillo para comulgar porque siento que el suelo es el único lugar donde puedo estar frente a Dios. Pero no juzgo a los que no lo hacen. Lo importante es que sepamos a Quién recibimos”. Su testimonio contrasta con el de un sacristán de otra diócesis: “Aquí, si alguien quiere arrodillarse, lo miran raro. Hay como una vergüenza de mostrar devoción. Y eso duele”.

En redes sociales, algunos fieles piden “recuperar la reverencia”. Otros exigen “modernizar los gestos”. Pero ambos extremos parecen olvidar que el verdadero combate no es por una postura, sino por un corazón que arda.

Según datos de una encuesta internacional realizada por Pew Research Center en 2019, solo el 31% de los católicos en Estados Unidos cree en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. En América Latina, si bien la devoción es mayor, la formación catequética sigue siendo débil. ¿Qué importa entonces si el cuerpo se arrodilla, si el alma no cree?

El milagro cotidiano que no vemos

Vittorio Messori definía la Eucaristía como “el milagro que ocurre incluso cuando no lo vemos, incluso cuando no lo creemos”. Su Fe razonada lo llevó a contemplar con asombro este signo que desafía toda lógica. No es magia, es Encarnación. Y cada Misa renueva ese milagro. El Verbo se hace pan. Y se deja triturar por nosotros.

María Vallejo-Nágera lo expresa así: “Cada Comunión es una transfusión de Gracia. Una corriente viva que arrastra lo viejo y siembra lo eterno”. No es poesía. Es verdad teológica con potencia de fuego. Cada Comunión es una resurrección en miniatura.

¿Qué Iglesia queremos ser?

Quizás este debate sobre cómo comulgar sea una oportunidad providencial para repensarnos como Iglesia. No para juzgarnos, sino para purificarnos. ¿Queremos una Iglesia de formas sin fondo, o una Iglesia que adore con el cuerpo y el alma? ¿Queremos una liturgia que sea decoración estética, o una hoguera de presencia viva?

La Eucaristía no es un premio para los puros, ni un teatro de gestos. Es el Pan de los débiles, el consuelo de los heridos, el abrazo del Dios que se rebaja hasta el suelo. Jesús no dijo: “Comulguen todos igual”, sino: “Tomen y coman, esto es mi Cuerpo”.

La Iglesia que se arrodilla no es menos profética que la que camina. Pero ambas deben hacerlo hacia el mismo punto: el altar donde el Cielo toca la Tierra.

Cierre: “Señor, no soy digno…”

En cada Misa, antes de comulgar, pronunciamos esas palabras: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa…”. No decimos “porque estoy de pie” o “porque me arrodillé”. Decimos “no soy digno”, a secas. Y sin embargo, Él entra. Viene. Se deja recibir.

No importa si nuestras manos tiemblan o si nuestras rodillas crujen. Lo que importa es si nuestro corazón tiembla de amor. Porque Él viene. Siempre. Y viene a transformarnos. A levantarnos del polvo. A hacernos uno con Él.

Que cada Comunión sea un grito silencioso: “¡Ven, Señor Jesús!”. Que nos encuentre de rodillas por dentro, aunque estemos de pie. Porque el que recibe con Fe, ya ha comenzado a resucitar.

“El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.”
Juan 6,54

Héctor Zordán Diócesis de Gualeguaychú Obispo Zordán
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