Inicio Voces que iluminan ¿Quién le pone el título a la Fe? La crisis de idoneidad...

¿Quién le pone el título a la Fe? La crisis de idoneidad y el “nombramiento a dedo” en los colegios católicos

0
Docentes elegidos en forma discrecional

Idoneidad docente

La Iglesia ha sido, por dos milenios, una madre y maestra. Su historia está tejida con el hilo de la educación, desde las escuelas monacales de la Edad Media hasta las grandes universidades que sentaron las bases del pensamiento occidental.

Pensemos en San José de Calasanz, que fundó las Escuelas Pías para educar a los más pobres, o en San Juan Bosco, con su sistema preventivo para los jóvenes desamparados.

Estos hombres no solo transmitían saberes, sino que formaban almas. Eran, en su tiempo, sinónimo de excelencia pedagógica y santidad. Pero algo se ha resquebrajado en el camino.

Hoy, en Argentina, los colegios católicos son una pieza clave del sistema educativo.

Reciben subvenciones estatales, forman a una porción significativa de la matrícula y gozan de un prestigio que, en muchos casos, es histórico.

Sin embargo, bajo la superficie de los uniformes impecables y los actos protocolares, subyace una crisis silenciosa y corrosiva: la de la idoneidad docente y la transparencia en los nombramientos.

El “secreto a voces” del nombramiento a dedo

La frase resuena en las salas de profesores y en las conversaciones de pasillo: “En tal colegio, entran a dedo”. Lo que para la opinión pública puede sonar a un chiste o a una generalización, para el sistema es una herida abierta.

El nombramiento a dedo es la designación de personal por lazos de afinidad, pertenencia parroquial, amistad o familiar, por encima de los antecedentes académicos y los concursos de méritos. Es un atajo que, en lugar de servir al alumno, sirve a la comodidad de la institución o al compromiso social del momento.

No se trata de una denuncia aislada, sino de una práctica que, aunque no sea generalizada en todos los establecimientos, es lo suficientemente común como para poner en cuestión la credibilidad del conjunto.

Mientras que la normativa provincial y nacional establece la necesidad de títulos habilitantes y, en muchos casos, la prioridad por concurso de antecedentes para los cargos, la autonomía de las Juntas de Educación Católica permite una discrecionalidad que, mal utilizada, se convierte en opacidad.

Esta discrecionalidad no es, per se, un mal. La Iglesia tiene el derecho y la obligación de buscar docentes que, además de ser competentes, adhieran a su misión evangelizadora. Pero la adhesión a la fe no es, ni puede ser, un reemplazo del título. La Fe no es un título habilitante.

La piedad de un catequista de parroquia, por más grande que sea, no lo hace automáticamente idóneo para dar clases de historia o biología. Y el compromiso de un padre de familia con la escuela no lo califica para ser preceptor.

El gran pecado no es que busquemos la Fe en el docente, sino que, a veces, la usemos como excusa para pasar por alto la excelencia profesional.

Cuando la comodidad desplaza la misión

¿Por qué ocurre esto? Las razones son variadas, pero apuntan a una matriz común: la claudicación ante la comodidad.

  • El miedo a la profesionalización: Algunos directivos y representantes legales, presionados por la falta de postulantes en materias específicas o por la complejidad de un proceso de selección transparente, optan por la solución más rápida. Contratan a un conocido, a un familiar de otro docente, a alguien que “está cerca” de la institución, aunque no cumpla con todos los requisitos formales.
  • La ilusión del “ser de la casa”: Existe la creencia de que un docente que es parte de la comunidad parroquial o del movimiento eclesial será, por definición, un mejor educador católico. Esta lógica, aunque bien intencionada, es engañosa. El carisma no reemplaza a la pedagogía. El fervor no suple la formación didáctica. El docente de un colegio católico debe tener, por un lado, una fe robusta y coherente, y por el otro, la idoneidad profesional que lo sitúe a la altura de cualquier educador laico.
  • La falta de transparencia como “solución” a la escasez: En ciertas zonas o para ciertas materias (matemáticas, física, o química), conseguir docentes con título es una odisea. La falta de postulantes, en lugar de incentivar políticas de formación o de concurso atractivo, lleva a la práctica de contratar profesionales (ingenieros, químicos, psicólogos) sin título docente habilitante. Si bien la normativa permite, bajo ciertas circunstancias, estas excepciones, el problema es cuando la excepción se convierte en la regla o no se exige a ese profesional la capacitación pedagógica complementaria.

Un problema de honestidad, de caridad y de profecía

Este no es un problema menor. Es, en el fondo, un problema de honestidad. Si la Iglesia pide a sus fieles que sean luz en medio de las tinieblas, que vivan con transparencia en su vida pública y privada, ¿cómo puede permitirse la opacidad en sus propias casas de estudio? ¿Qué mensaje damos a los jóvenes cuando el mérito es un criterio secundario frente al “ser del círculo”?

Más aún, es una falta de caridad. Es robarle a un estudiante el derecho a la mejor educación posible. Es privarlo de un docente preparado no solo para transmitir conocimientos, sino para acompañarlo en su proceso de crecimiento, con las herramientas pedagógicas y psicológicas necesarias.

Una escuela que privilegia el amiguismo por sobre la idoneidad no es una escuela que ame al alumno. Es una escuela que se ama a sí misma.

Y, finalmente, es una falta de profecía. La misión profética de la Iglesia no es solo denunciar las injusticias del mundo, sino ser un modelo de vida. Si queremos que la sociedad valore el mérito, la transparencia y la excelencia, debemos ser los primeros en practicarlo.

Un colegio católico que no exige la máxima idoneidad a su personal traiciona su propia historia y su propia misión. Desperdicia la oportunidad de ser un faro en un sistema educativo que, a menudo, se ahoga en la burocracia y la ineficiencia.

No podemos seguir pensando que “ser católico” es una licencia para la mediocridad. La fe, bien entendida, es una exigencia de excelencia. San Agustín decía: “Ama y haz lo que quieras”, y a menudo nos olvidamos de la segunda parte: la acción.

Amar a los alumnos significa darles los mejores docentes.

Amar a la verdad significa ser transparentes.

Amar a la Iglesia significa dignificar su misión educativa con la máxima calidad humana y profesional.

El drama no es solo la falta de títulos en algunos docentes, sino la falta de fuego en el corazón de muchos educadores y directivos que ya no creen en la audacia de la excelencia.

A la Iglesia se le pide, hoy más que nunca, que sea faro en la noche. Y un faro no puede brillar con una luz tenue. La misión de educar es demasiado sagrada para dejarla en manos de la mediocridad.


Anuncio y Denuncia

  • Anuncio: La Iglesia debe volver a ser un modelo de excelencia y transparencia. Su misión educativa, centrada en Cristo, exige una gestión de personal que honre la idoneidad profesional y el testimonio de la santidad, sin concesiones a la discrecionalidad ni al amiguismo.
  • Denuncia: La práctica del “nombramiento a dedo” y la contratación de personal sin los títulos habilitantes necesarios en algunos colegios católicos es una falta de testimonio y un acto que traiciona la tradición de excelencia de la Iglesia y el derecho de los alumnos a una educación de calidad.

©Catolic

Héctor Zordán Diócesis de Gualeguaychú Obispo Zordán
catolic.ar liderazgo católico en Argentina sitio católico profético noticias Iglesia Argentina referente católico contemporáneo periodismo católico comprometido voz profética de la Iglesia comunicación cristiana del siglo XXI evangelización digital católica sitio de pensamiento católico argentino

SIN COMENTARIOS

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Exit mobile version