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La Iglesia domesticada: cuando se confunde Fe con buena educación

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Una Iglesia que ha perdido su Fuego, su fuerza evangélica

Durante siglos, la Iglesia fue reconocida como conciencia crítica de la historia, voz incómoda para los poderosos, refugio para los débiles y trompeta que anunciaba tanto la esperanza como el juicio. Sin embargo, en muchos lugares de nuestra realidad actual, lo que se observa es una Iglesia domesticada, reducida a buenas costumbres, cordialidad social y discursos amables que no hieren a nadie. Una Iglesia que parece haber sustituido la fe ardiente del Evangelio por una versión tibia de buena educación.

¿Cómo se domestica una Iglesia?

La domesticación no ocurre de un día para otro. Es un proceso lento, casi imperceptible, que comienza cuando se deja de llamar al pecado por su nombre y se reemplaza la claridad profética por un lenguaje políticamente correcto. La Iglesia domesticada ya no incomoda, no escandaliza, no hiere con la espada de la Palabra. Prefiere ser aceptada a ser fiel.

Un sacerdote me confesaba hace poco: “Si predico sobre el infierno, algunos feligreses me reclaman que soy medieval. Si hablo del pecado, me acusan de intolerante. Entonces mejor hablo de la familia, de la importancia de sonreír, y nadie se enoja”. Eso es domesticación. Una renuncia tácita a la misión profética para convertirse en un proveedor de motivación espiritual ligera.

Fe no es lo mismo que cordialidad

La confusión es profunda: muchos creen que ser buen cristiano equivale a ser buena persona. Pero el Evangelio nunca redujo la fe a modales o educación. Jesús no vino a enseñarnos urbanidad: vino a ofrecernos salvación a precio de sangre. Su mensaje no fue “sean amables”, sino “arrepiéntanse y crean en la Buena Noticia”.

La domesticación reemplaza la cruz por la sonrisa, la radicalidad por la neutralidad, la misión por la diplomacia. Y así, poco a poco, lo que fue fermento profético se convierte en institución funcional al statu quo.

Una Iglesia que ya no incomoda

El Papa Francisco solía advertir que prefiere una Iglesia accidentada y herida por salir a las calles antes que una Iglesia enferma por encerrarse en la comodidad. Sin embargo, en gran parte del mundo católico, la dinámica es la contraria: parroquias convertidas en clubes de amigos, movimientos que giran sobre sí mismos, pastores que prefieren no arriesgar su popularidad.

La Iglesia domesticada evita hablar de aborto, eutanasia, corrupción, injusticia. Prefiere callar. O, en el mejor de los casos, hablar en un tono tan diplomático que nadie se siente interpelado. El resultado es un cristianismo decorativo, incapaz de generar corriente de opinión ni de provocar conversiones verdaderas.

El Evangelio que quema o no sirve

Cuando uno lee a los profetas bíblicos —Isaías, Jeremías, Amós— se encuentra con un lenguaje incendiario, apasionado, cargado de imágenes fuertes. No eran oradores motivacionales: eran hombres de fuego. La domesticación eclesial ocurre cuando olvidamos que el Evangelio no es un manual de urbanidad, sino un grito que sacude conciencias.

San Pablo decía: “¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!”. Hoy deberíamos repetir: “¡Ay de nosotros si lo anunciamos de modo tibio!”. Una Iglesia domesticada es irrelevante. Y la irrelevancia es la antesala de la apostasía silenciosa.

Señales de una Fe domesticada

  • Homilías que nunca mencionan el pecado, el infierno ni la conversión.
  • Parroquias que se limitan a organizar eventos sociales y kermeses, pero no evangelizan.
  • Obispos que opinan de economía o ecología, pero callan frente a la confusión doctrinal.
  • Pastores más preocupados por las estadísticas de asistencia que por la santidad de su pueblo.
  • Movimientos eclesiales que viven de la nostalgia y no de la misión.

El riesgo es que una Fe así ya no sea sal de la tierra, sino azúcar que endulza y se disuelve sin dejar huella.

Domesticación y poder

Otro factor de domesticación es la tentación de pactar con los poderes de turno. Una Iglesia domesticada es la que prefiere el aplauso de los gobernantes antes que la fidelidad al Evangelio. El precio es alto: la profecía se silencia, y la institución queda reducida a ONG filantrópica que bendice cualquier política mientras no se la persiga.

Jesús fue perseguido porque no se calló. Los apóstoles fueron martirizados por anunciar un Reino que incomodaba al Imperio. Hoy, en cambio, muchos líderes eclesiales prefieren ser diplomáticos antes que profetas. Esa es la raíz de la domesticación: el miedo a perder privilegios.

El precio de no incomodar

El costo de esta renuncia no es solo institucional: es espiritual. Los fieles, al no encontrar en la Iglesia una voz clara, buscan en otros lugares lo que debería ser pan de vida. Se multiplican los gurúes de autoayuda, los coaches espirituales, las terapias alternativas. Porque cuando la Iglesia se domestica, el pueblo busca fuego donde sea. Y no siempre lo encuentra en la verdad.

Una Iglesia domesticada no genera mártires ni santos. Genera burócratas de lo sagrado. Personas religiosas, sí, pero incapaces de arriesgar la vida por Cristo.

La salida: volver a la profecía

No basta con diagnosticar: urge proponer. La salida de la domesticación es un retorno a la profecía. Eso significa:

  • Predicar sin miedo al qué dirán.
  • Anunciar el Evangelio entero, sin mutilar sus exigencias.
  • Recuperar la centralidad de la adoración y la vida sacramental.
  • Formar comunidades que vivan con radicalidad el seguimiento de Cristo.
  • Elegir siempre la fidelidad antes que la popularidad.

La Iglesia que incomoda es la Iglesia fiel. La Iglesia que calla es la Iglesia infiel. El cristiano que prefiere no hablar para no perder amigos ya ha perdido a Cristo.

El desafío para hoy

En un mundo fragmentado, hiperconectado y superficial, la tentación de la domesticación es fuerte. Pero el Espíritu Santo sigue soplando donde quiere. Hoy más que nunca necesitamos cristianos que no teman hablar de pecado, de gracia, de salvación, de infierno y de cielo. Cristianos que recuerden que la fe no es urbanidad, sino combate.

Ser profeta hoy es pagar un precio: la incomodidad, la soledad, a veces la persecución. Pero también es recuperar la frescura de un Evangelio que arde y que salva.

Conclusión: mejor perseguidos que domesticados

Una Iglesia que no molesta a nadie es una Iglesia que ya no sirve a su Señor. Mejor ser criticados, perseguidos y hasta ridiculizados, pero fieles al Evangelio, que vivir cómodamente bendiciendo las modas del mundo.

La domesticación es la forma más elegante de la apostasía. Y el único antídoto es la valentía profética de quienes se atreven a anunciar que Cristo no vino a mejorar nuestras costumbres, sino a transformar nuestros corazones. No vino a enseñarnos buenos modales, sino a darnos vida eterna.

En definitiva, la pregunta es simple: ¿queremos ser una Iglesia de salón, cordial y respetuosa, o una Iglesia profética, capaz de incendiar el mundo con el fuego del Espíritu? La respuesta marcará no solo nuestro presente, sino también nuestro destino eterno.

©Catolic

Héctor Zordán Diócesis de Gualeguaychú Obispo Zordán
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