El país despide al Padre Mamerto Menapace, un benedictino que sembró Evangelio en el alma rural de la Argentina. Su muerte no silencia su palabra: la tierra sigue hablando.
La vida que germina en silencio
A los 83 años, en el recogimiento del monasterio de Los Toldos donde vivió la mayor parte de su existencia, falleció el Padre Mamerto Menapace. Su partida enluta a la Iglesia, a la literatura espiritual y a miles de corazones que encontraron en sus cuentos rurales y enseñanzas monásticas una luz para la vida diaria. No fue un sacerdote mediático ni buscó los focos del poder, pero su palabra caló profundo porque brotaba del Evangelio y de la tierra, como un manantial manso y constante. Hoy lo lloran creyentes y no creyentes, porque su voz era de esas que despiertan lo humano, lo esencial, lo eterno.
Por Néstor Ojeda
Una raíz benedictina en suelo argentino
Nacido el 24 de enero de 1942, Mamerto Menapace eligió el silencio del claustro cuando el país comenzaba a entrar en décadas convulsas. En 1963 ingresó al Monasterio Benedictino Santa María de Los Toldos, y tres años después fue ordenado sacerdote. Allí echó raíces definitivas. Fue abad entre 1980 y 1992, y luego Abad Presidente de la Congregación del Cono Sur. Pero más allá de los títulos, su autoridad espiritual venía de otro lugar: de una vida tejida en oración, trabajo manual y escritura contemplativa.
Los monjes benedictinos siguen la regla de san Benito: “Ora et labora”, reza y trabaja. Y así vivió Menapace, entre la huerta, la liturgia, los libros y los encuentros con miles de personas que peregrinaban hasta Los Toldos o recibían sus palabras en retiros, charlas o libros.
En un país tan dado a las voces altisonantes, Menapace eligió otra música: la de los cuentos que nacen del campo, las metáforas del fogón, el ritmo de las estaciones, la pedagogía del sembrador. Su estilo era directo pero hondo, simple pero nunca superficial. “Yo no soy teólogo, soy narrador”, solía decir con humildad.
El arte de contar el Evangelio sin estridencias
Menapace escribió más de 40 libros. Algunos de ellos —El paso y la espera, Cuentos rodados, El amor es cosa seria, La sal de la Tierra— se convirtieron en clásicos de la espiritualidad popular argentina. No citaba grandes tratados, pero enseñaba con la fuerza de la parábola: contaba historias de un peón que sembraba en vano, de una madre que rezaba fregando, de un caballo enfermo que no perdía la dignidad. En todas vibraba el Evangelio.
Ese lenguaje encarnado en lo cotidiano fue una constante en su obra y en su vida. Su literatura no era evasión piadosa, sino una forma de mirar el mundo con ojos de fe. No le escapaba a los dolores del pueblo ni al sufrimiento humano. Como Jesús en las parábolas, hablaba del Reino en clave de siembras, panes, vecinos, animales, hijos que se pierden y regresan. Por eso llegaba tanto.
En tiempos de eslóganes y ruido digital, él optó por la lentitud y el aroma del mate compartido. Sus libros se leían al costado del hogar, en retiros espirituales, en cárceles, hospitales, parroquias rurales y hasta en escuelas públicas. Su literatura cruzó muros confesionales porque tocaba lo universal: la dignidad, la bondad, el dolor, la esperanza.
Monasterio, escuela y vida compartida
Los Toldos no fue solo su hogar. Fue su mundo, su trinchera pacífica, su patio con Dios. Allí no solo oraba: enseñó, promovió actividades comunitarias, integró fe y cultura, tradición indígena y trabajo artesanal. Desde la escuela agrícola al Museo del Indio, supo unir contemplación y compromiso, como enseñó san Benito.
El monasterio también es famoso por sus dulces y quesos. Pero el verdadero fruto de ese lugar fue otro: hombres consagrados a la búsqueda de Dios y testigos del Reino en medio del pueblo. Menapace ayudó a formar generaciones de monjes y laicos comprometidos. “Un abad no es un patrón, es un padre”, dijo en una ocasión. Y muchos, incluso fuera del monasterio, lo consideraban eso: un padre.
Un legado profético y vigente
En su escritura y en su vida se respira la Doctrina Social de la Iglesia, aunque sin términos técnicos. El valor del trabajo, la dignidad de la vida rural, la justicia distributiva, el cuidado de la creación: todo eso está en sus cuentos. En Laudato Si’, el Papa Francisco pide redescubrir la espiritualidad de lo cotidiano, el “evangelio de la creación”, el vínculo con la tierra y entre los seres humanos. Menapace ya lo vivía y predicaba desde hacía décadas.
En Evangelii Gaudium, Francisco advierte contra el clericalismo y llama a una Iglesia “en salida”, que escuche al pueblo y hable su lengua. Eso hizo Menapace, sin campañas ni redes sociales, pero con una eficacia misionera inmensa. Su fama fue siempre silenciosa y orgánica. Nadie lo promovía, pero todos lo conocían.
Su espiritualidad tenía el aroma de la paja, del pan amasado a mano, del silencio que no es evasión, sino escucha. Nunca fue indiferente al dolor del pueblo argentino. Supo hablar del duelo, de la injusticia, del exilio interior. Fue consuelo para muchos en las crisis que atravesó la Argentina desde los 70 hasta hoy.
Voces que lo lloran
“Nos deja un hermano mayor, un maestro de la vida espiritual encarnada”, expresó un comunicado de la Conferencia Episcopal Argentina. Numerosos obispos, sacerdotes, laicos y comunidades monásticas manifestaron su dolor y su gratitud. El obispo de Nueve de Julio, Mons. Ariel Torrado Mosconi, destacó: “Su muerte es una siembra. Mamerto supo hacer del Evangelio un cuento que nunca termina, porque siempre deja semilla”.
En redes sociales, miles de personas compartieron frases suyas y anécdotas personales. Una catequista recordó: “En un retiro de jóvenes, nos hizo llorar a todos con un cuento sobre el valor de la ternura. Desde entonces, no pude dejar de leerlo”. Otra mujer, desde una cárcel de mujeres, escribió: “Sus cuentos me abrieron el alma. Sentí que Dios también camina en el barro conmigo”.
El eco que no calla
Mamerto Menapace no buscó brillar. Eligió perderse en Dios. Pero como enseña el Evangelio, quien pierde su vida, la encuentra. Hoy su muerte nos duele, pero no nos deja huérfanos. Su palabra sigue, como eco de una Argentina más profunda, donde la fe no se grita, se vive; donde el Evangelio no se impone, se narra; donde la espiritualidad no es privilegio de sabios, sino don para todos.
Su vida es una denuncia contra la fe desencarnada, contra la Iglesia elitista, contra la cultura de la apariencia. Y es, al mismo tiempo, un anuncio claro y sereno de que otra forma de ser creyente es posible: más pobre, más humana, más fraterna.
Reflexión final
En un país desgarrado por la desigualdad, el desencanto y la desesperanza, la muerte del Padre Menapace nos deja una pregunta incómoda y luminosa: ¿quién continuará hoy el arte de narrar a Dios en las cosas simples? ¿Quién recogerá el hilo del Evangelio contado en mateadas, en fogones, en caminos de tierra?
La Iglesia argentina —y cada cristiano— tiene el desafío de no dejar que su palabra se marchite. De hacerla carne en nuevas generaciones, en nuevas voces, en nuevas formas. No para imitarlo, sino para seguir su senda: la de quien escuchó el susurro de Dios en la siembra, en la luna, en la fragancia del pan.
El monje ha partido. Pero su palabra quedó sembrada. Y la tierra, agradecida, promete frutos. Porque como él mismo escribió alguna vez:
“El amor, cuando es de Dios, no muere. Se hace semilla.”
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