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Religiosidad popular, imágenes y apariciones: entre el tesoro de la Fe y el riesgo de la superstición

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Obispo meditando

La religiosidad popular: el cristianismo no nació rodeado de imágenes

Los primeros cristianos vivían en clandestinidad. En las catacumbas no había procesiones ni estatuas milagrosas, sino signos sobrios: el pez, el ancla, el Buen Pastor.

Su fuerza no estaba en objetos, sino en la coherencia de vida hasta el martirio.

Con la paz constantiniana, la fe se expresó en arte y belleza. Luego vino la crisis iconoclasta y el II Concilio de Nicea (787), que distinguió veneración de adoración.

Una enseñanza clara: las imágenes son pedagógicas, no mágicas.

La Iglesia nunca las pensó como talismanes. Quien las usa así, desvirtúa la tradición.


La religiosidad popular: un tesoro que necesita purificación

El Concilio Vaticano II reconoció el valor de las expresiones populares (SC 13), siempre que conduzcan a Cristo.

En América Latina, el Documento de Puebla (1979) habló de “una manera privilegiada como el pueblo recibe el Evangelio” (n. 444). Pero también denunció los peligros: reduccionismo mágico, superstición, manipulación (nn. 458-459).

En continuidad, Aparecida (2007) calificó la religiosidad popular como “un precioso tesoro de la Iglesia” (n. 258), pero dejó claro que necesita ser evangelizada continuamente.

Dicho de otro modo: la religiosidad popular no se elimina ni se desprecia, pero sí se corrige y purifica.


María y las apariciones: nunca en el centro

El Catecismo (n. 67) enseña que las revelaciones privadas no son necesarias para la fe. Pueden ayudar, pero jamás reemplazar el Evangelio.

San Juan Pablo II en Redemptoris Mater insistió: María no se anuncia a sí misma, sino que conduce a Cristo (n. 24). Su palabra en Caná —“Hagan lo que Él les diga” (Jn 2,5)— sigue siendo el criterio.

Las apariciones reconocidas (Guadalupe, Lourdes, Fátima) siempre remiten a oración, penitencia, justicia. Las falsas apariciones, en cambio, crean un clima de curiosidad morbosa y miedo.

Hoy proliferan en redes mensajes apocalípticos atribuidos a la Virgen, que contradicen el Evangelio y generan catolicismo del miedo.


Desviaciones actuales: un catolicismo supersticioso

En no pocos lugares de Latinoamérica y Europa asistimos a un fenómeno creciente:

  • Imágenes que “lloran sangre” y arrastran multitudes crédulas.
  • Grupos que venden rosarios o estampas como “garantía de milagros”.
  • Predicadores que ven en cada crisis mundial el fin del mundo y atemorizan a los fieles.
  • Comunidades que reducen la Fe a procesiones, pero que son indiferentes al hambre de los vecinos.

Eso es superstición, no cristianismo. Y lo más grave es que muchas veces estas prácticas no son corregidas, sino toleradas por quienes deberían guiar al pueblo de Dios.


La omisión culpable de los pastores

Aquí está la herida más profunda: los obispos y pastores.

  • El Código de Derecho Canónico (c. 386) indica que los obispos tienen el deber de anunciar íntegramente el Evangelio y velar por la recta doctrina.
  • El Concilio Vaticano II (Christus Dominus, n. 12) afirma que les corresponde discernir y corregir desviaciones en la piedad de los fieles.

Sin embargo, en muchos casos reina el silencio. ¿Por qué?

  • Por temor a perder popularidad. Prefieren una multitud en procesión que comunidades maduras, aunque esas multitudes vivan una Fe mágica.
  • Por comodidad. Dejar correr la superstición es más fácil que evangelizar con paciencia.
  • Por cálculo político. Procesiones y devociones garantizan presencia social y apoyo económico.

Así, en lugar de pastores que guían, tenemos a veces funcionarios religiosos que administran folclore. Y esa omisión es culpable, porque el pueblo queda expuesto a manipuladores.


El criterio definitivo: la caridad

San Pablo lo resumió: “Aunque tuviera toda la fe, si no tengo caridad, nada soy” (1 Cor 13,2).

El Papa Francisco, en Evangelii Gaudium (n. 201), reafirma que la Fe se mide en la caridad y en la opción por los pobres. Y en Fratelli Tutti recuerda que la espiritualidad auténtica es servicio y fraternidad, no evasión ni miedo.

El juicio final de Mateo 25 es inapelable: la fe se juega en dar de comer, de beber, en visitar al enfermo y al preso. Todo lo demás —imágenes, devociones, apariciones— vale solo en la medida en que nos lleva a ese amor concreto.


Purificar para salvar la Fe

¿Qué hacer, entonces?

  • Formar al pueblo de Dios en la centralidad de Cristo.
  • Predicar que las imágenes son signos, no amuletos.
  • Integrar la religiosidad popular con la liturgia y la catequesis.
  • Desenmascarar a quienes manipulan con falsas apariciones o mensajes apocalípticos.
  • Exigir a los pastores que ejerzan su misión de discernimiento, aunque sea impopular.

La verdadera religiosidad popular no desaparece al ser purificada, al contrario: se hace más fecunda, porque vuelve a la fuente del Evangelio.


Conclusión: entre el Evangelio y la superstición

La Iglesia hoy tiene un dilema histórico:

  • O se atreve a purificar la religiosidad popular y devuelve a Cristo al centro, aunque eso moleste a sectores cómodos,
  • O se resigna a convertirse en una religión de procesiones y devociones mágicas, incapaz de transformar la sociedad.

Los obispos y pastores tienen una responsabilidad grave: callar es dejar que el pueblo sea arrastrado por la superstición. Y quien debería guiar y no lo hace, traiciona su misión.

Porque la única imagen que realmente salva es la del Cristo vivo en el hermano que sufre. Todo lo demás —apariciones espectaculares, lágrimas de estatuas, visiones apocalípticas— es accesorio.

El futuro de la Fe depende de un regreso valiente al corazón del Evangelio: menos superstición, más caridad; menos miedo, más justicia; menos silencios cómodos de pastores, más profecía.

©Catolic

Héctor Zordán Diócesis de Gualeguaychú Obispo Zordán
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