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Evangelizar las emociones: cómo sanar lo que sentimos sin negar lo que somos

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I. Introducción: el dolor de sentir mal y la tentación de no sentir

Vivimos tiempos emocionalmente inestables. El vértigo de la vida moderna, el ruido permanente, las relaciones líquidas y el individualismo feroz han convertido a millones de personas en analfabetas emocionales: no saben qué sienten, o lo saben pero no logran ponerlo en palabras, o lo expresan de formas autodestructivas. La cultura actual produce emociones desbordadas e inmanejables. Pero también una parte de la espiritualidad cristiana —mal entendida— ha promovido durante siglos el ideal de una persona “serena, controlada y sin emociones negativas”.

Como si sentir mucho fuese señal de inmadurez espiritual. Como si la tristeza fuera un pecado. Como si la ira, el miedo o la angustia fueran cosas que hay que eliminar en lugar de comprender.

Esta nota —la primera de una serie— propone lo contrario: evangelizar las emociones. No reprimirlas. No negarlas. No ignorarlas. Evangelizarlas: llevarlas a Cristo, dejarlas tocar por la Palabra, integrarlas en un camino de madurez humana y santidad real.


II. ¿Qué son las emociones?

Las emociones no son ni buenas ni malas en sí. Son movimientos del alma que revelan algo que nos pasa por dentro: una percepción, un dolor, un deseo, un peligro, una pérdida, una alegría. Son como el termómetro que indica qué tan conectados estamos con la vida.

Si no sentimos, algo está mal. Pero si lo que sentimos nos domina y gobierna nuestra conducta, también algo está fuera de lugar. Por eso, el gran camino es integrar las emociones con la razón, la voluntad y la gracia. Ni censura ni dictadura emocional. Sino armonía.

El Catecismo de la Iglesia Católica lo dice con claridad:

“En sí mismas, las pasiones no son ni buenas ni malas. Son moralmente buenas cuando contribuyen a una acción buena, y malas en el caso contrario” (CIC 1767).


III. Jesús también sintió: ira, angustia, compasión, alegría

Uno de los grandes olvidos de cierta espiritualidad desencarnada es que Jesús tuvo emociones intensas. Las Escrituras lo muestran:

  • Se llenó de compasión (Mt 9,36).
  • Lloró ante la muerte de Lázaro (Jn 11,35).
  • Sintió una tristeza de muerte en Getsemaní (Mc 14,34).
  • Se indignó por la dureza de corazón de los fariseos (Mc 3,5).
  • Se conmovió profundamente (Lc 7,13).
  • Se alegró en el Espíritu Santo (Lc 10,21).

Jesús no fue un gurú frío ni un profeta despersonalizado. Fue perfectamente humano y perfectamente emocional, sin dejar de ser el Hijo de Dios. Su corazón sentía, sufría, vibraba. Por eso, evangelizar las emociones es también un acto de fidelidad cristológica: nos hace más parecidos a Él.


IV. Reprimir no es espiritual. Rezar no es anestesiar

Durante mucho tiempo se creyó que madurar espiritualmente consistía en “no dejarse afectar” por nada. Se confundió la paz de Cristo con la indiferencia estoica. Se consideró que una persona santa era alguien inalterable, que no lloraba, que no se enojaba, que todo lo aceptaba sin expresar dolor. Eso no es santidad: es deshumanización.

Rezar no es anestesiar. Orar no es tapar con palabras bonitas lo que el alma grita. A veces, la oración más profunda es un grito, una queja, un silencio doloroso, un llanto. Jesús mismo lo vivió así en el Huerto. El Padre lo escuchó no porque no llorara, sino porque se entregó a Él llorando.

Evangelizar las emociones implica darles un espacio en la vida espiritual. Dejar que el miedo, la ira, la tristeza y el deseo hablen con Dios. No para que se vuelvan tiranos, sino para que sean redimidos.


V. Las lágrimas también son proféticas

En una cultura que glorifica la dureza emocional y el cinismo, llorar es un acto profético. Las lágrimas limpian el alma. Duelen, sí. Pero también revelan lo que está vivo. En la Biblia, los grandes profetas lloraron: Jeremías, Elías, Isaías. También María. También Jesús. No hay vergüenza en eso. Hay humanidad.

La espiritualidad del corazón incluye aprender a abrazar nuestras emociones con ternura divina. No como debilidad, sino como camino de transparencia. El corazón roto es más parecido al de Cristo que el corazón blindado. Y Dios se revela a menudo en la vulnerabilidad.


VI. ¿Cómo evangelizar las emociones?

Evangelizar las emociones no es un método. Es un camino. Un proceso que requiere discernimiento, oración, vínculos sanos y tiempo. Algunas claves:

  1. Nombrar lo que siento: no se puede sanar lo que no se nombra.
  2. Llevarlo a la oración: decirle a Dios lo que me pasa, sin filtro.
  3. Discernir con alguien de fe y sabiduría: un acompañante espiritual, un amigo maduro, una guía confiable.
  4. Leer la Palabra desde el corazón: dejar que el Evangelio hable a mis heridas.
  5. Dejarse consolar por Dios: no sólo pedir soluciones, sino buscar Su abrazo.
  6. Abrir el corazón a los sacramentos: especialmente la Reconciliación y la Eucaristía, donde Cristo toca el alma.
  7. Caminar con otros: no sanar solo, sino en comunidad.

VII. Una pastoral del corazón: misión urgente

La Iglesia del siglo XXI necesita una pastoral del corazón. Ya no alcanza con ofrecer doctrina. Hace falta consolar, acompañar, contener, escuchar. Hace falta evangelizar también los afectos, no sólo las ideas. Sanar también lo que la gente siente, no sólo lo que cree.

Muchos se van de la Iglesia no por falta de fe, sino por angustias no escuchadas, por dolores no contenidos, por emociones nunca nombradas. No basta con decirles “tenés que confiar más en Dios”. Hay que caminar con ellos en el barro de lo que sienten, como hizo Jesús.

Evangelizar las emociones no es opcional. Es evangélico. Y es urgente. Porque sin corazón, la fe se vuelve ideología. Y sin emoción redimida, la espiritualidad se vuelve falsa.


VIII. Santidad también es sentir bien

Jesús quiere corazones vivos, no anestesiados. Personas que sientan con Él, no que repitan fórmulas sin alma. Evangelizar las emociones es abrirle las puertas del alma al Espíritu Santo, para que purifique lo que duele, fortalezca lo que tiembla y transforme lo que aún sangra.

La santidad no es insensibilidad. Es sensibilidad redimida. Es sentir con Dios. Es llorar con los que lloran y reír con los que ríen. Es tener un corazón manso y fuerte a la vez. Como el de Cristo.

Y eso —justamente eso— es lo que el mundo necesita hoy: almas que sientan bien, que sanen bien, que amen bien.

©Catolic

Héctor Zordán Diócesis de Gualeguaychú Obispo Zordán
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