El sacerdocio
En el corazón de la Iglesia, una pregunta resuena con fuerza, interpelándonos a todos, pastores y laicos: ¿qué hace a un presbítero santo? ¿Es el poder que le ha sido conferido para consagrar la Eucaristía y perdonar los pecados, o es su calidad humana, su testimonio de vida y su cercanía con el pueblo de Dios? La respuesta, como todo en la vida de fe, es mucho más profunda que una simple disyuntiva, y nos invita a una mirada profética, una que discierne los signos de los tiempos y nos muestra el camino hacia un futuro de esperanza.
El Catecismo de la Iglesia Católica, en el número 1591, nos recuerda que “El sacramento del Orden confiere el carácter indeleble que hace al sacerdote apto para ejercer el poder de Cristo, Cabeza y Pastor, en nombre y por mandato de la Iglesia”. Este es el fundamento de la función sacerdotal. Sin embargo, la historia de la Iglesia está plagada de ejemplos que nos muestran que el poder sacramental por sí solo no garantiza la santidad. Hemos visto sacerdotes que, a pesar de tener el poder de consagrar y confesar, han caído en graves pecados, alejándose del rebaño y causando un profundo dolor. Por otro lado, hemos conocido sacerdotes que, sin haber alcanzado la canonización, han sido verdaderos faros de luz para sus comunidades, viviendo una vida de entrega, humildad y servicio.
La santidad no es una cuestión de poder, sino de amor. El poder sacramental es un don, un instrumento que Cristo le da a sus sacerdotes para que puedan servir a la Iglesia. Pero el uso de ese instrumento depende de la persona, de su calidad humana, de su corazón. Un presbítero santo es aquel que se deja modelar por Cristo, que se vacía de sí mismo para que Cristo pueda actuar a través de él. Es aquel que vive la caridad, la humildad, la obediencia, la pobreza, la castidad y la oración. Es aquel que se preocupa por su comunidad, que escucha a sus fieles, que los acompaña en sus alegrías y en sus penas, que los ayuda a crecer en la fe.
La santidad sacerdotal no es una tarea solitaria, sino que es fruto de la sinodalidad. La santidad de un presbítero es el resultado de su relación con Dios, con la Iglesia y con el pueblo de Dios. Es una santidad que se construye en el diálogo, en el discernimiento comunitario, en el servicio mutuo. La santidad de un presbítero se nutre de la fe de sus fieles, de sus oraciones, de su apoyo y de su corrección fraterna. La santidad sacerdotal no es un poder que se ejerce sobre la comunidad, sino un servicio que se ofrece a la comunidad.
En el actual contexto de la Iglesia, la santidad sacerdotal se vuelve un tema de vital importancia. El papa Francisco ha insistido en la necesidad de una Iglesia en salida, una Iglesia que se acerca a las periferias, una Iglesia que es hospital de campaña. Para lograr esta misión, necesitamos presbíteros santos, presbíteros que no se encierren en sus parroquias, sino que salgan a las calles, que se arremanguen la sotana y que se ensucien las manos con la vida de la gente. Necesitamos presbíteros que sean pastores con olor a oveja, presbíteros que vivan la alegría del Evangelio, presbíteros que sean testigos de la misericordia de Dios.
La crisis de la Iglesia, y en particular la crisis de vocaciones, nos obliga a reflexionar sobre la santidad sacerdotal. No se trata de bajar el nivel de exigencia, sino de volver a las raíces, a la esencia del sacerdocio. El sacerdocio no es un trabajo, sino una vocación, un llamado de Dios a servir. Y el servicio sacerdotal no puede ser un acto mecánico, sino un acto de amor, un acto de entrega total. La crisis de la Iglesia es una oportunidad para que volvamos a valorar la santidad sacerdotal, para que la busquemos, la cultivemos y la celebremos.
En este camino de discernimiento, no debemos olvidar el testimonio de los santos presbíteros que han marcado la historia de la Iglesia. Sacerdotes como San Juan Pablo II, San Juan Bosco, San Francisco de Sales, San Maximiliano Kolbe, y tantos otros que, a través de su vida, nos han mostrado que la santidad no es una meta inalcanzable, sino un camino que se recorre día a día, con la ayuda de la gracia de Dios y el apoyo de la Iglesia.
La pregunta inicial, ¿qué hace a un presbítero santo, el poder sacramental o su calidad de persona?, nos lleva a una conclusión clara: la santidad sacerdotal es la perfecta unión del poder sacramental y la calidad de persona. El poder sacramental es el don, la calidad de persona es la respuesta. El poder sacramental es el instrumento, la calidad de persona es el uso. La santidad sacerdotal no es una cuestión de “o esto o lo otro”, sino de “esto y lo otro”. Y en esta unión, en esta perfecta armonía, reside la verdadera belleza y el verdadero poder del sacerdocio.