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Iglesia de likes o Iglesia de lágrimas: ¿A quién estamos evangelizando realmente?

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Una reflexión urgente sobre el riesgo de convertir la misión en performance y la fe en marketing, en una era donde la visibilidad digital amenaza con sustituir la conversión real.


La paradoja de la Iglesia conectada

Nunca antes la Iglesia estuvo tan presente en redes sociales. Cuentas institucionales, influencers católicos, reels con frases de santos, testimonios que se viralizan en TikTok, misas transmitidas en vivo y podcasts de espiritualidad. ¿Evangelización digital? Sí, sin duda. Pero también —si no tenemos discernimiento— una posible mutación peligrosa: una Iglesia que deja de anunciar el Evangelio para vender una imagen de sí misma.

En este contexto aparece una tensión que nos atraviesa: ¿Somos una Iglesia que busca likes o una Iglesia que se deja tocar por las lágrimas del pueblo? ¿Estamos evangelizando o seduciendo? ¿Anunciamos a Cristo crucificado o nos contentamos con generar contenido atractivo?

Esta nota no es una acusación ni un juicio, sino una meditación profética. Nos urge repensar el modo en que estamos comunicando la Fe, desde el clericalismo 2.0 hasta el influencerismo pastoral. Porque hay una gran diferencia entre ser relevante y ser fiel.


La misión no es un show

La tentación de la Iglesia “espectáculo” no es nueva. Ya los profetas denunciaban los templos suntuosos que escondían corazones vacíos. Jesús mismo volcó las mesas de los cambistas, denunciando un culto convertido en negocio. Hoy esa escena se traduce en otra forma: el riesgo de convertir el anuncio del Evangelio en una estrategia de marketing.

Cuando una comunidad mide su “éxito” por la cantidad de seguidores en Instagram o visualizaciones en YouTube, estamos peligrosamente cerca de perder la misión de vista. Porque el objetivo de la Iglesia no es gustar, sino convertir. No es entretener, sino despertar. No es viralizar, sino sembrar.

Una parroquia puede tener mil likes y estar espiritualmente muerta. Un sacerdote puede ser trending topic y no tocar el corazón de nadie. Una religiosa puede ser influencer y vivir desconectada del dolor real de su barrio. Y, al mismo tiempo, una abuela que reza el Rosario en silencio puede estar salvando el alma de su comunidad sin que nadie lo sepa.


Narcisismo eclesial: la nueva trampa

El clericalismo hoy no solo se manifiesta en privilegios o tratos de superioridad. Hay una forma más sutil y extendida: el narcisismo comunicacional. Es ese impulso por mostrarnos, por construir una imagen cuidada, por proyectar espiritualidad en vez de vivirla. Es usar el Evangelio como excusa para posicionarse.

¿Cuántos canales de YouTube católicos hablan más de sus autores que de Jesús? ¿Cuántas cuentas de espiritualidad reproducen la cultura de la autoayuda o la terapia emocional pero vaciada de cruz y de misterio?

La lógica de las redes premia la imagen, el impacto, la rapidez. Pero el Reino de Dios crece en lo oculto, en lo lento, en lo silencioso. La red puede ser medio, pero nunca puede ser el centro. Cuando el algoritmo reemplaza al discernimiento espiritual, corremos el riesgo de cambiar la Palabra por la tendencia.


Las lágrimas que no se ven

Mientras tanto, hay un pueblo que llora. Hay mujeres que sufren violencia, hay jóvenes que se suicidan en silencio, hay chicos atrapados por las drogas, hay adultos mayores olvidados en geriátricos sin nadie que los visite. ¿Dónde está la Iglesia?

¿Está filmando su próxima serie de reels? ¿O está en la calle, tocando llagas, escuchando gritos, besando heridas? Las lágrimas no se viralizan. Pero salvan. Nos recuerdan que la evangelización no es una técnica, sino un acto de amor radical.

Jesús no tenía cuenta de Instagram. Tenía compasión. No hizo lives, pero levantó muertos. No buscó visibilidad, sino que abrazó leprosos. ¡Esa es nuestra medida!

Una Iglesia que pierde el contacto con las lágrimas pierde su alma. Porque el lugar del cristiano es junto al que sufre, no en el podio digital. El que evangeliza con el corazón se ensucia las manos, no necesita filtros.


Santos ocultos, no influencers religiosos

Los santos que transformaron la historia no fueron celebridades. No buscaron protagonismo. Fueron personas heridas que amaron con radicalidad: Francisco de Asís, Teresa de Calcuta, el Cura Brochero, Carlo Acutis. Algunos son conocidos hoy, pero vivieron en el anonimato, sin preocuparse por su “marca personal”.

El Papa Francisco habla de los “santos de la puerta de al lado”. Esa madre sola que cría con fe. Ese joven que lucha por no caer en la droga. Esa catequista que prepara cada encuentro con amor. Esa religiosa que acompaña enfermos sin aplausos ni stories.

Necesitamos volver a valorar la santidad cotidiana, esa que no se mide en me gusta ni en suscriptores. Porque la santidad no se comparte: se contagia.


La misión no se terceriza ni se delega al algoritmo

Evangelizar no es tarea de unos pocos carismáticos mediáticos. Es una vocación para todos los bautizados. Y no puede reducirse a un canal de comunicación. Hay que volver a la calle, al hospital, a la escuela, al taller, al comedor, al centro de adictos, al corazón humano.

Y en eso, la Iglesia tiene una historia rica, un caudal de espiritualidad profunda, de experiencias misioneras reales. No necesitamos importar modelos enlatados ni estrategias de otras confesiones. Necesitamos testigos, no formatos. Fuego, no efectos. Discernimiento, no tendencias.

San Juan Pablo II lo dijo con claridad: “Una nueva evangelización, nueva en su ardor, en sus métodos y en su expresión”. No dijo “nueva en sus plataformas”. La plataforma es el corazón del hombre. El medio es la vida del evangelizador. El mensaje es Cristo crucificado y resucitado.


Evangelizar con lágrimas en los ojos

Evangelizar es llorar con el que llora. Es sufrir con el herido. Es anunciar a Cristo con lágrimas de amor, no con discursos prefabricados. Es abrazar el dolor, entrar en el barro, caminar con los rotos. Y desde ahí, encender una llama.

La Iglesia no necesita brillar. Necesita arder. Arder de amor, de misericordia, de entrega, de compasión. Una Iglesia que se vacía de sí para llenarse de Cristo. Que no busca likes sino conversiones. Que no se mira al espejo sino al Crucificado.

Es tiempo de decidir. ¿Queremos una Iglesia que impacte o una Iglesia que transforme? ¿Queremos ser celebridades o samaritanos? ¿Queremos evangelizar desde la estética o desde el testimonio?

Las lágrimas son el lenguaje del alma. Y el alma del mundo está sedienta de consuelo. No necesita pantallas. Necesita verdad, fuego y ternura.

©Catolic.ar

Héctor Zordán Diócesis de Gualeguaychú Obispo Zordán
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