Por Redacción catolic.ar
El púlpito desde la silla gamer
Vivimos en la era de los micrófonos de condensador y los fondos difuminados. En la era de los predicadores digitales que, con una taza de café de especialidad en la mano y una iluminación perfecta, nos explican cómo cambiar el mundo, renovar la Iglesia y vivir la radicalidad evangélica. Pero algo no encaja.
Son cada vez más los influencers católicos que desde la comodidad de su casa-oficina hablan de conversión, denuncian errores doctrinales, proponen reformular la pastoral, y llaman a una “Iglesia en salida”… mientras ellos no se mueven. Literalmente.
No pisan un hospital, no visitan un geriátrico, no entran a una villa, no duermen en un piso ajeno por acompañar un retiro, no se embarran los zapatos por Cristo.
Predican la pobreza evangélica desde un escritorio de diseño. Promueven la entrega total con una planificación de contenidos semanal. Hablan del martirio mientras editan su video en Adobe Premiere con música épica de fondo.
El evangelio se volvió un podcast. El testimonio, un reel de 60 segundos. La conversión, un tutorial paso a paso.
Y sin embargo, mientras ellos acumulan likes, visualizaciones y alianzas comerciales, el mundo sangra. Sangra la Iglesia, en su interior más profundo, en esos territorios donde no llega el cable HDMI ni el wifi por fibra óptica, pero sí el silencio del abandono, el dolor del abuso, la desesperanza de tantos que nunca fueron escuchados por nadie.
Las redes sociales —herramienta poderosa cuando se usa con el corazón en carne viva— se están convirtiendo en un nuevo púlpito de evasión. Hablamos del mundo sin habitarlo. Hablamos de los pobres sin olerlos. Hablamos del Evangelio sin encarnarlo.
“No son fariseos de templo, son youtubers de escritorio: una nueva forma de piedad sin encarnación.”
La incoherencia que apaga el Espíritu
Jesús no evangelizó desde un estudio.
No instaló luces led, ni se grabó con cámara full frame, ni esperó que lo aplaudieran.
Él bajó. De la gloria al barro. Tocó llagas. Se dejó interrumpir. Lloró. Se cansó. Se indignó. Se expuso. Se jugó.
Y al final, lo colgaron de una cruz.
Hoy, muchos de los que dicen anunciarlo construyen su personaje, cuidan su marca personal, filtran sus palabras para no incomodar al obispo de turno, omiten pronunciarse sobre los escándalos dentro de la Iglesia para no perder seguidores o alianzas comerciales. Callan.
Y cuando hablan, solo repiten frases huecas, prefabricadas, correctas.
¿Dónde están sus heridas?
¿Dónde su Getsemaní? ¿Dónde el silencio atronador de una noche oscura? ¿Dónde las manos gastadas de servir a los que nadie ve?
El Espíritu Santo no se derrama sobre la comodidad.
Habita la incomodidad del que sale, del que pierde, del que entrega.
El fuego de Pentecostés no es compatible con el aire acondicionado a 22°.
La unción no se logra con buena edición, sino con obediencia, lágrimas y verdad.
“¡Ay de ustedes cuando todos hablen bien de ustedes!” (Lc 6,26)
¿Quién habla bien de nuestros influencers de escritorio? ¿El mundo? ¿Los tibios? ¿Los que aman que todo siga igual?
Porque no incomodan. No denuncian. No pisan callos.
No dicen nombres. No bajan al infierno de las víctimas de abuso.
No exigen limpieza donde hay podredumbre.
No queman nada. No levantan a nadie. Solo entretienen.
Y nosotros, los que los seguimos, ¿qué somos?
¿Consumidores de espiritualidad? ¿Espectadores de homilías digitales?
¿O discípulos con los pies polvorientos de caminar con los rotos?
“El Evangelio no se transmite por cable HDMI, sino por cicatrices.”
De la silla al barro
Pero no todo está perdido. Aún hay tiempo. Aún hay camino. Aún hay Gracia.
Dios no necesita influencers. Necesita testigos.
Hombres y mujeres que hayan sido atravesados por la Verdad, heridos por el Amor, quemados por el Fuego del Espíritu.
Volvamos a una Iglesia en salida real, no marketinera.
Una Iglesia que no predica desde arriba, sino que camina al lado.
Que no explica, sino que abraza. Que no emite juicio sin antes ofrecer su hombro.
Volvamos a los santos. A Teresa en Calcuta, a Francisco en Asís, a Romero en San Salvador, a Angelelli en La Rioja.
No fueron celebridades, fueron mártires. No buscaron fama, buscaron fidelidad.
No se escondieron tras pantallas, se entregaron en carne viva.
La verdadera evangelización no se programa por streaming.
Se vive en el cuerpo. Se arriesga en la calle.
Se encarna en el dolor ajeno. Se canta en voz baja en una cama de hospital.
Se proclama con la vida, aunque nadie la grabe.
“Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle antes que una Iglesia enferma por encerrarse y aferrarse a sus comodidades.”
(Evangelii Gaudium, 49)
Es hora de que bajemos del escritorio.
Que saltemos del set. Que dejemos el show para abrazar el misterio.
Que dejemos de hablar del mundo y entremos en él.
Dios no necesita guionistas. Necesita mártires.
No necesita iluminadores. Necesita santos.
No necesita influencers. Necesita testigos crucificados.
“La misión no se programa en Twitch. Se vive en la cruz.”
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¿Estoy predicando lo que vivo, o editando lo que quiero parecer?
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