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sábado, agosto 9, 2025

Sacerdotes sí, pero no en el centro: crítica teológica a una homilía bien intencionada pero eclesiocéntrica

Cuando el pan deja de ser Cristo y se convierte en el clero

El Evangelio de este domingo (Lc 10,1-12.17-20) es uno de los textos misioneros más potentes del Nuevo Testamento. Jesús no habla aquí del culto ni del sacerdocio, sino de la misión: del envío de los setenta y dos discípulos como obreros del Reino, no como ministros cultuales.

Sin embargo, la homilía de un diácono que recientemente he leído, toma este texto profundamente laical y misionero para reforzar una visión clericalista del sacerdocio que, aunque revestida de ternura y gratitud, termina desviando el foco del Evangelio hacia una estructura eclesial que no es el fin último del mensaje de Jesús.

Esta crítica se propone mostrar los límites, riesgos y consecuencias de una predicación que, sin errores doctrinales explícitos, incurre en un serio error de enfoque: ubicar al clero en el centro del Reino, olvidando que el único centro del cristianismo es Cristo, y que el pueblo de Dios entero —no solo los sacerdotes— está llamado a la misión, a la profecía y a la santidad.

De la abeja al altar: una analogía que endulza pero oculta

La homilía comienza con una metáfora encantadora: la abeja como modelo de servicio silencioso. Inmediatamente, el paralelismo se traslada a los sacerdotes. Ellos —dice el diácono— “trabajan en silencio” y “gracias a ellos hay frutos, belleza y vida”.

Aquí hay una primera romantización del ministerio, una idealización pastoral que corre el riesgo de exaltar al ministro en lugar de invitarlo a la humildad. El sacerdote no es una abeja que fecunda la vida: es un servidor de la Palabra, un testigo del Reino, alguien que debe transparentar a Cristo y no ocupar su lugar.

En lugar de afirmar que “sin sacerdotes no hay Eucaristía”, habría que recordar que la Eucaristía no es propiedad de los sacerdotes, sino un don de Cristo a toda la Iglesia.

El riesgo de esta imagen no es solo poético, sino teológico: equipara el trabajo sacerdotal al origen de la vida, cuando en realidad el único que da vida es el Espíritu, no el clero.

“Sin sacerdotes no hay Eucaristía”… ¿o sí?

Una de las afirmaciones más problemáticas de la homilía es esta:

“Sin sacerdotes, no tenemos Eucaristía. Sin sacerdotes, no tenemos perdón. Sin sacerdotes, nos falta el pan que nos da la vida eterna.”

La frase es teológicamente correcta en lo sacramental, pero tóxica en su interpretación eclesiológica. Porque es verdad que el sacerdote, válidamente ordenado, es quien preside la Eucaristía y confiere el perdón sacramental.

Pero el modo de decirlo parece sugerir que la salvación depende exclusivamente del clero, lo cual contradice frontalmente la enseñanza del Concilio Vaticano II.

“Todos los fieles cristianos participan del sacerdocio común; todos son llamados a la santidad y a la misión del Pueblo de Dios.” (cf. Lumen Gentium 10–11)

Además, afirmar que “sin sacerdotes no hay perdón” oscurece la acción directa de Dios: el perdón no es propiedad sacramental sino iniciativa divina, y si bien los sacramentos son su expresión visible, no son su límite. El Dios de misericordia no queda atado a la disponibilidad de un clérigo.

Una lectura sesgada del Evangelio

Jesús en Lc 10 no habla de sacerdotes. Habla de obreros, enviados, discípulos. La homilía que he leído, en cambio, transforma ese envío universal en una exaltación del clero.

“Los sacerdotes son el regalo silencioso de Dios a la comunidad… traen a Cristo… rompen el pan que alimenta nuestra hambre más profundo.”

Esta es una reducción eclesiocéntrica del mensaje. Jesús envió a setenta y dos, símbolo del pueblo completo, de los discípulos de a pie. Hoy, muchos de esos “obreros del Reino” son catequistas, madres, trabajadores, consagradas, médicos, evangelizadores en villas, jóvenes con el Rosario en la mano, hombres que oran en la soledad del campo.

Reducir todo a los sacerdotes es una forma sutil de clericalismo, incluso si viene cargada de ternura pastoral. No se puede predicar el Evangelio del Reino poniendo en el centro a los ministros, aunque sean buenos, fieles y entregados. El centro es el Reino, no la estructura que lo sirve.

El llanto del cura y la lágrima invisible del Pueblo de Dios

La homilía dedica un extenso párrafo al sufrimiento del sacerdote:

“Lloran por cansancio, por soledad, por incomprensión. Lloran porque a veces reciben más críticas que gestos de gratitud…”

Es comprensible, y hasta necesario, mostrar el costado humano del ministerio. Pero es incompleto si no se menciona también el sufrimiento del pueblo de Dios: los laicos solos, los que no tienen quién los escuche, los excluidos por una Iglesia elitista, las mujeres despreciadas en sus carismas, los jóvenes que no encuentran lenguaje en los templos, las víctimas de abusos eclesiásticos…

¿Quién llora por ellos?

Una homilía verdaderamente profética no puede hablar solo del dolor del sacerdote sin asumir también las heridas de la comunidad. Cuando un cura llora, el pueblo también llora, y a veces hace siglos. ¿Por qué sólo aparecen los sentimientos del pastor y no los del rebaño?

Un lenguaje afectivo que refuerza estructuras

Frases como estas:

  • “Ellos no son empleados, son padres, pastores, hermanos, amigos del alma…”
  • “Cuando un sacerdote se levanta, Cristo se levanta en medio de nosotros.”

…aunque emocionalmente conmovedoras, refuerzan una visión afectiva pero jerárquica, donde el sacerdote es mediador universal, casi indispensable, incluso en la vivencia de Cristo.

Pero Cristo no se levanta solo cuando un cura se levanta. Cristo se levanta cada vez que un pobre resiste, cada vez que una mujer se pone de pie, cada vez que un joven dice “sí” al Evangelio. La Iglesia es más que el clero. El Cuerpo de Cristo no se agota en el presbiterio.

El silencio de los profetas

El mayor ausente de esta homilía no es Jesús —que es mencionado muchas veces—, sino el Espíritu Santo. No hay espacio para la dimensión carismática, profética y escatológica del mensaje cristiano. No hay referencia a la vocación universal a la santidad, ni al papel del Pueblo de Dios en su conjunto. No hay mención del Reino como justicia, paz, transformación de las estructuras del mundo. Todo queda encapsulado en una experiencia religiosa centrada en el sacerdote, el culto, y la comunidad afectiva.

¿Dónde están los pobres en esta homilía? ¿Dónde los perseguidos por el Evangelio? ¿Dónde los mártires, los profetas, los que anuncian fuera del templo?

Una omisión peligrosa: la corrupción y el pecado institucional

En tiempos de escándalos eclesiásticos, de abusos sexuales, de encubrimientos, de seminarios en crisis, de diócesis intervenidas, una homilía que solo presenta una visión idílica del clero corre el riesgo de ser peligrosa pastoralmente, porque perpetúa el silencio, el blindaje y la infantilización del laicado.

¿Dónde está la crítica? ¿Dónde la purificación de la Iglesia que pidió Benedicto XVI? ¿Dónde la denuncia que pidió Francisco? ¿Dónde el fuego del Espíritu que no se acomoda al elogio fácil?

“El Reino de Dios está cerca de ustedes”, dice Jesús. Sí, pero no en forma de aplauso clerical. El Reino irrumpe donde hay verdad, denuncia, transparencia, pobreza evangélica.

El Reino de Dios es de todos: una eclesiología más ancha

La visión de esta homilía refleja una eclesiología preconciliar en su tono, aunque no en sus términos. Nos recuerda al modelo de Iglesia piramidal donde el clero está arriba, el laicado escucha y agradece, y María cuida a los pastores como figura maternal de segundo plano.

El Concilio Vaticano II propuso una Iglesia Pueblo de Dios, donde todos son corresponsables. La sinodalidad que propone el Papa León XIV no es un gesto de buena voluntad, sino un cambio de paradigma. Esta homilía no lo refleja.

El Reino no viene solo con la misa y la absolución: viene con la compasión, la justicia, la palabra profética. Y eso lo pueden ofrecer también los no ordenados. No hay exclusividad de gracia.

Una homilía necesaria, pero que pide más

La homilía del diácono es cálida, bien intencionada, pastoralmente afectiva. No tiene errores doctrinales formales. Pero sí una visión parcial, limitada, estructuralmente clerical, que —en el contexto actual de la Iglesia— necesita ser ampliada, corregida y purificada con la luz del Evangelio y del Concilio.

No se trata de quitar valor al sacerdote. Se trata de no convertir al sacerdote en ídolo, mediador único, protagonista del Reino.

Cristo es el centro. La Iglesia es su esposa, no su reemplazo. El pueblo entero es sujeto de misión. Y el Reino no vendrá por más misas solamente, sino por más Evangelio vivido.

Declaración final de fidelidad

Decimos todo esto con dolor, pero también con esperanza. Amamos a los sacerdotes. Rezamos por ellos. Valoramos su entrega. Pero queremos más: queremos una Iglesia donde los curas no sean el centro, sino servidores. Donde no sean alabados, sino transformados por el fuego del Evangelio.

Queremos una Iglesia de pobres, de mártires, de testigos. Queremos una predicación profética, no afectiva. Queremos el Reino. Y el Reino no depende de la sotana, sino del Espíritu.

Como dijo el Papa León XIV:

“No defendamos el sacerdocio ensalzándolo, sino transparentando a Cristo.”

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