En tiempos en que el catolicismo se debate entre la superficialidad de una religiosidad de gestos vacíos y la pasividad ante una Iglesia encerrada en su propio aparato, recordar a Antonio Quarracino es mucho más que un ejercicio de memoria. Es una provocación.
Por Néstor Ojeda | catolic.ar
Casi tres décadas después de su muerte, el cardenal sigue generando reacciones encontradas. Algunos lo evocan como un “conservador” de mano dura. Otros, como un pastor con la valentía de enfrentarse al poder sin perder su pertenencia eclesial. Quarracino no encajaba en las etiquetas fáciles. Su vida y acción exigen una lectura a fondo.
Un pastor sin obediencia ciega
Designado arzobispo de Buenos Aires en 1990 y creado cardenal un año después, llegó al cargo como figura de transición tras el complejo episcopado de Aramburu. Pero no se limitó a administrar. Intervino públicamente sobre temas clave, desde la corrupción política hasta el rol de los medios y el vaciamiento espiritual de la sociedad argentina posdictadura. Su predicación no esquivaba los temas duros.
Criticó el neoliberalismo sin tapujos, denunció la pobreza estructural, alertó sobre la decadencia ética del sistema judicial. A su modo, fue una voz profética. No fue simpático a todos. Ni falta que hacía.
Reformista de base tradicional
Quarracino fue también promotor de una visión eclesial preconciliar en varios aspectos. Reivindicó la figura del sacerdote como pastor, y no como animador sociocultural. Apostó a una formación teológica seria. Sin embargo, nunca se refugió en la nostalgia. Fundó estructuras pastorales modernas, alentó el diálogo interreligioso y abrió espacios a la prensa. Comprendió, como pocos, que no se trata de cambiar dogmas, sino de revitalizar convicciones profundas en nuevos contextos.
Maestro de un futuro Papa
No se puede hablar de Quarracino sin mencionar a su obispo auxiliar y sucesor, Jorge Mario Bergoglio. Fue él quien lo propuso como auxiliar y quien, con los años, heredaría una parte significativa de su diagnóstico eclesial. Francisco ha reconocido que su mirada sobre la realidad argentina y latinoamericana se moldeó en parte bajo la sombra de Quarracino. ¿Cuánto de su parresía actual se explica por esa escuela de fuego que fue Buenos Aires en los 90?
Transparencia y contradicciones
No todo fue coherente en su trayectoria. Fue criticado por algunos gestos rígidos o posiciones excesivamente verticalistas. Su estilo frontal le valió enemigos dentro y fuera de la Iglesia. Pero nunca se lo pudo acusar de cobardía ni de complicidad con los intereses del poder.
En un tiempo donde la Iglesia argentina es percibida muchas veces como burocrática, silenciosa, miedosa de incomodar, la figura de Quarracino se recorta como un recordatorio: el silencio no siempre es prudencia, y la prudencia sin verdad, termina siendo traición.
Una ausencia que interroga hoy, cuando los debates sinodales parecen haber entrado en una larga pausa local, cuando la transparencia en el manejo de fondos sigue siendo una deuda dolorosa, cuando el clericalismo asfixia las voces laicales y las comunidades esperan pastores con coraje, el legado de Quarracino vuelve a golpear la conciencia.
No fue un santo. No fue un diplomático. Fue, ante todo, un hombre de Iglesia con la capacidad de decir lo que muchos callaban.
Y eso, en la Argentina de hoy, ya es una forma de santidad.
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