Los difuntos y la Comunión de los Santos
En un mundo cada vez más volcado hacia lo inmediato y lo tangible, el anhelo de trascendencia y el deseo de mantener un lazo con aquellos que nos han precedido en el camino de la vida persisten con una fuerza inquebrantable.
Sin embargo, este anhelo a menudo se manifiesta en búsquedas que, si bien legítimas en su origen, pueden desviarse de la luz de la fe. Recientemente, la noticia de un vidente que asegura conversar con su suegra difunta ha reavivado el debate y la necesidad de una clarificación pastoral.
El Cardenal Víctor Manuel Fernández, Prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, ha salido al paso para precisar la doctrina católica sobre el contacto con los difuntos, ofreciéndonos una perspectiva que no solo disipa confusiones, sino que también nos invita a una comprensión más profunda y esperanzadora de la comunión de los santos.
La sed de trascendencia en un mundo secular
La realidad es que la muerte sigue siendo uno de los mayores enigmas de la existencia humana. Ante ella, la fe ofrece consuelo y esperanza, pero la curiosidad y, en ocasiones, el dolor, pueden llevar a caminos que se alejan de la enseñanza de la Iglesia.
Como bien señalaría un observador agudo, la Iglesia, en su vastedad y complejidad, siempre se encuentra en una encrucijada entre la fidelidad a su tradición y la necesidad de responder a las inquietudes contemporáneas.
El caso de los videntes y las supuestas comunicaciones con los muertos no es nuevo, pero en la era digital y de la información instantánea, estas prácticas adquieren una visibilidad y un alcance antes impensables.
La pregunta que subyace a estas experiencias es profundamente humana: ¿Es posible mantener un vínculo con nuestros seres queridos después de la muerte? La respuesta de la Iglesia, como ha recordado el Cardenal Fernández, es clara y matizada. No se trata de una prohibición fría o de un mero dogma abstracto, sino de una enseñanza que busca proteger la integridad de la fe y la verdadera relación del creyente con Dios.
La voz de la Doctrina: entre la prohibición y la comunión
La Iglesia Católica ha sido históricamente cautelosa con las prácticas espiritistas y cualquier intento de comunicación directa con los difuntos fuera de los cauces de la liturgia y la oración.
El Catecismo de la Iglesia Católica es explícito al condenar el espiritismo (CIC 2116-2117), fundamentándose en el riesgo de prácticas supersticiosas y la posibilidad de engaños o incluso de influencias malignas.
La razón es profunda: la comunicación con Dios y con el ámbito espiritual debe darse a través de los medios que Él mismo ha dispuesto, y no a través de intervenciones humanas que pretenden forzar o manipular un contacto con lo trascendente.
Sin embargo, esta cautela no implica una ruptura total con los difuntos, sino una comprensión distinta de la relación.
Esta clarificación del Vaticano, impactan directamente en la vida cotidiana de los fieles.
No es un capricho teológico, sino una protección. La Iglesia no anula el vínculo, sino que lo transfigura, elevándolo a una dimensión más santa y verdadera: la comunión de los santos.
La esperanza en la Comunión de los Santos: un puente de amor y oración
El Cardenal Fernández, al referirse al tema, ha puesto el acento en la profunda verdad de la comunión de los santos.
Esta doctrina, central en nuestra fe, nos enseña que todos los bautizados, tanto los que peregrinamos en la tierra (Iglesia militante) como los que ya gozan de la visión de Dios en el cielo (Iglesia triunfante) y aquellos que se purifican en el purgatorio (Iglesia purgante), formamos un solo Cuerpo en Cristo. Este lazo no se rompe con la muerte; al contrario, se intensifica en el amor de Dios.
Esto significa que no necesitamos un “vidente” o un médium para hablar con nuestros difuntos. El contacto más puro, el más auténtico y el que verdaderamente edifica es el de la oración intercesora.
Nosotros podemos rezar por las almas de nuestros difuntos, ofreciendo sufragios y misas para su purificación y su eterno descanso. Y, a su vez, aquellos que ya gozan de la presencia de Dios en el cielo, los santos, interceden por nosotros.
Esta es una relación bidireccional de amor y gracia, sustentada no en la curiosidad o el control, sino en la fe y la caridad.
La oración es el verdadero “teléfono” a través del cual la Iglesia nos invita a comunicarnos con el más allá. Es un diálogo de corazón a corazón con Dios, que incluye en su abrazo a todos sus hijos, vivos y difuntos.
Esta perspectiva nos libera de supersticiones y nos ancla en la confianza en la providencia divina. Es una visión profundamente esperanzadora: el amor no termina con la muerte, y la Iglesia nos ofrece el camino seguro para mantener ese lazo de amor y fe.
Discernir los signos de los tiempos: Hacia una escatología encarnada
La insistencia en estas clarificaciones doctrinales por parte del Dicasterio para la Doctrina de la Fe no es un mero ejercicio teórico, sino una respuesta pastoral a las inquietudes y desafíos que emergen en el panorama espiritual actual.
En un contexto donde las fronteras entre lo real y lo virtual se desdibujan, y donde la espiritualidad se busca a menudo en experiencias efímeras o esotéricas, la Iglesia reafirma su compromiso con la verdad revelada.
La mirada profética nos llama a discernir en estos fenómenos no solo una desviación, sino también una profunda sed de lo trascendente. Las personas buscan respuestas a las grandes preguntas de la vida y la muerte, y es responsabilidad de la Iglesia ofrecer la luz de Cristo.
Esto implica no solo condenar lo erróneo, sino, sobre todo, proponer con audacia y compasión la belleza y la riqueza de la fe católica. La vida eterna, la resurrección de la carne, el cielo y el purgatorio no son conceptos abstractos, sino realidades en las que nuestros seres queridos participan.
En este sentido, la nota del Cardenal Fernández es un faro de esperanza. Nos recuerda que la verdadera relación con los difuntos se vive en la fe, en la oración y en la esperanza de la resurrección final.
Es una invitación a confiar en el amor de Dios que nos une más allá de la muerte, en esa profunda e indisoluble comunión de los santos.
Es un llamado a vivir nuestra fe de manera auténtica, sin atajos ni engaños, sabiendo que el puente más seguro hacia aquellos que nos precedieron es el amor de Cristo, que todo lo une y lo reconcilia.
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