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sábado, agosto 9, 2025

Cristianismo de entrecasa, de templo y de la vida misma

El Dios que me acompaña todos los días, Dios con nosotros

El cristianismo no es un museo de recuerdos ni un código de normas inertes; es una llama encendida, un río de gracia que fluye a través de los siglos y alcanza cada rincón de la existencia humana.

Néstor Ojeda

No es solo un credo que se recita en las liturgias, sino un latido profundo que resuena en el alma de los creyentes. Es el Dios que habita lo cotidiano, que se hace presente en los amaneceres de esperanza y en los atardeceres de prueba, en la brisa que susurra promesas y en la tormenta que nos abraza en su misterio. Es el Dios con nosotros, el Dios que camina, sufre, ríe y redime con su amor eterno.

Historia e Influencia del Cristianismo

Desde la humilde cueva de Belén hasta las grandes catedrales que apuntan al cielo, desde los primeros mártires en los coliseos hasta los misioneros que llevaron la Palabra a tierras desconocidas, el cristianismo ha tejido la historia con sus hilos de fe y sacrificio.

Ha sido cuna de sabiduría y fuente de consuelo, motor de la cultura y de la dignidad humana. Inspiró a Agustín en sus Confesiones, a Francisco en su pobreza jubilosa, a Teresa en su entrega silenciosa, a Juan Pablo II en su abrazo al mundo.

Pero, como toda obra humana que busca reflejar la perfección divina, también ha sido escenario de sombras: cruzadas, inquisiciones, abusos y olvidos del Evangelio. Y sin embargo, en cada herida, en cada extravío, la voz de Cristo sigue resonando: “He aquí, yo hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,5).

Porque la Iglesia, aunque herida, es siempre llamada a la santidad, y su historia no se mide por sus caídas, sino por su capacidad de redención y transformación.

Iglesia Santa y Pecadora

La Iglesia es el hogar de la gracia, pero también el hospital de los pecadores. Es el banquete del Reino y la posada del hijo pródigo. Sus muros han resonado con la alabanza de los santos y con el lamento de los arrepentidos. Porque el cristianismo no es una élite de perfectos, sino la escuela del amor donde aprendemos a perdonar y a ser perdonados.

Jesús fundó su Iglesia sobre la roca de Pedro, el pescador impulsivo que lo negó tres veces, para mostrarnos que la gracia es más fuerte que la fragilidad. Nos dejó el sacramento de la Reconciliación porque sabía que caeríamos, pero también que seríamos levantados por su misericordia infinita. La santidad no es ausencia de pecado, sino la audacia de dejarse transformar por el amor divino.

Creer en Dios sin Verlo

“Dichosos los que creen sin haber visto” (Jn 20,29). Creer en Dios no es un salto al vacío ni una apuesta irracional; es el eco de una verdad que resuena en lo más profundo del ser. Es sentir su presencia en el silencio del alma, en la lágrima consolada, en el susurro de la oración respondida.

Muchos preguntan: “¿Cómo creer en lo invisible?” Y la respuesta brota de la vida misma: ¿Acaso vemos el viento y dudamos de su existencia? ¿Acaso tocamos el amor y negamos su poder? Dios no es un concepto ni una idea lejana; es el fuego que arde en el corazón de quien se deja amar por Él. Lo vemos en la belleza de un niño que ríe, en la bondad de quien se entrega, en la paz inexplicable de quien confía en medio de la tormenta.

Conversión y Testimonio

Convertirse no es solo cambiar de opinión, sino cambiar de dirección. No es un acontecimiento aislado, sino un éxodo permanente hacia la luz. Es abrir los ojos y descubrir que Dios siempre ha estado allí, esperando pacientemente nuestro regreso.

El testimonio no se grita; se vive. No se impone; se contagia. La Fe auténtica no es la de palabras altisonantes, sino la de vidas que irradian la presencia de Cristo. Se predica con el ejemplo, con la caridad silenciosa, con la alegría serena, con la coherencia inquebrantable. Porque el mundo no necesita discursos vacíos, sino testigos que hagan visible al Dios invisible.

El Dios de la Vida Cotidiana

Dios no es solo el Dios del domingo ni el que habita en los altares dorados; es el Dios del lunes temprano, del cansancio del obrero, de la madre que vela, del anciano que reza en soledad.

Es el Dios del mate compartido, del abrazo que reconcilia, de la lágrima que sana. Está en la mesa familiar y en el plato ofrecido al hambriento. En el obrero que trabaja con honestidad, en el estudiante que busca la verdad, en el médico que cura con ternura.

El cristianismo de entrecasa es el que se vive sin estridencias, en la fidelidad a lo simple, en la ternura de lo pequeño. Es rezar con los hijos antes de dormir, es comenzar el día con un “Señor, aquí estoy”, es mirar al prójimo con los ojos de Cristo. Es hacer del hogar un templo, y del templo un hogar.

Dios con nosotros

Es la promesa eterna, la certeza inquebrantable. No nos dejó huérfanos, no nos abandonó en la intemperie de la historia. Camina con nosotros, sufre con nosotros, vence con nosotros. Nos habla en el susurro de la brisa y en el estruendo de la tormenta, en el alba esperanzada y en la noche del abandono.

Es el Dios que habita lo cotidiano, que se hace presente en los amaneceres de esperanza y en los atardeceres de prueba, en la brisa que susurra promesas y en la tormenta que nos abraza en su misterio.

El reto del cristiano de hoy es encender la luz de la fe en un mundo que a menudo camina en penumbras. Es vivir con radicalidad el amor, la justicia, la esperanza.

Porque el cristianismo no es solo de los templos, ni de los libros, ni de los discursos. Es de la vida. Es aquí y ahora. Es el Dios que se sienta a nuestra mesa, que ríe y llora con nosotros, que nos toma de la mano y nos susurra: “No temas, yo estoy contigo” (Is 41,10).

©Catolic.ar

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