Una nueva ley en el Estado de Washington pretende obligar a los sacerdotes católicos a romper el secreto de la confesión o sigilo sacramental en casos de abusos. Los obispos alzan la voz en defensa de un principio no negociable, mientras el conflicto entre fe y poder político vuelve a hacerse visible en una sociedad que parece haber perdido el sentido sagrado.
En el corazón de la nación que proclama la libertad religiosa como uno de sus pilares fundacionales, se ha desatado una tormenta espiritual y jurídica que pone a prueba la coherencia y la fidelidad de la Iglesia Católica. En el Estado de Washington, Estados Unidos, los obispos de sus tres diócesis han decidido llevar ante la Justicia al gobernador demócrata Bob Ferguson por una ley que amenaza con romper uno de los pilares más sagrados de la vida sacramental: el secreto de confesión.
La propuesta legislativa, conocida como Proyecto de Ley Senatorial 5375, establece que los sacerdotes estarán obligados a denunciar ante las autoridades civiles cualquier abuso infantil del que tengan conocimiento, incluso si esa información ha sido revelada en el fuero íntimo de la confesión sacramental. En caso contrario, podrían enfrentar consecuencias penales. Este intento de equiparar el ejercicio del sacerdocio con profesiones como la docencia, la medicina o la psicología, desconoce la especificidad y sacralidad del ministerio católico y desconcierta por su carga de desconocimiento o abierta hostilidad hacia la fe.
“No es justo que se equipare a los presbíteros con otros profesionales sin tener en cuenta el sacramento”, declararon los obispos en un comunicado conjunto. Y añadieron con claridad profética: “Esta ley no busca proteger a los menores, sino encarcelar a los sacerdotes”.
Una tradición de dos mil años bajo amenaza
El sigilo sacramental es inviolable. Así lo ha sostenido la Iglesia desde sus orígenes, y lo ha reafirmado incluso en contextos de persecución, martirio o regímenes totalitarios. Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1467): “El sacerdote que oye confesiones está obligado a guardar el sigilo sacramental en todo momento y bajo cualquier pretexto. No le está permitido traicionar en modo alguno al penitente, ni siquiera por la vía de una insinuación”.
Romper el sigilo no es una falta administrativa, sino un pecado gravísimo que acarrea la pena de excomunión automática para el sacerdote. Se trata de un punto innegociable. La Iglesia no protege al pecador, sino al sacramento. Y en ese sacramento, lo que se preserva es la libertad del alma para encontrarse con Dios, arrepentirse y comenzar de nuevo. No hay redención posible sin ese espacio inviolable donde el corazón humano puede volverse a su Creador sin miedo al escarnio o la delación.
El riesgo de manipular la fe desde el poder
La tensión no es nueva, pero se vuelve especialmente dolorosa cuando quienes impulsan estos proyectos se identifican como católicos. Es el caso del propio gobernador Ferguson, quien al ser consultado por MSNBC declaró estar “decepcionado porque mi Iglesia presenta una demanda federal para proteger a las personas que abusan de niños”.
Esa frase, de una gravedad inmensa, plantea una inversión perversa: presenta a la Iglesia no como defensora de los más débiles, sino como encubridora de criminales, omitiendo que el sigilo sacramental no protege al abusador, sino al sacramento. Ningún sacerdote está eximido de denunciar abusos de los que tenga conocimiento fuera de la confesión, y ningún penitente queda libre de sus responsabilidades civiles por el solo hecho de confesarse.
Lo que está en juego, entonces, no es una supuesta protección a criminales, sino la preservación del alma como santuario sagrado. En palabras del papa Francisco: “El confesor no es dueño, sino custodio del sacramento del perdón. No debe profanar el confesionario con imprudencias o violaciones de conciencia” (Discurso a los participantes en el Curso sobre el Foro Interno, 29 de marzo de 2019).
Un dilema trágico y una resistencia profética
Los obispos de Washington no se limitaron a declaraciones públicas: elevaron una demanda judicial alegando que la nueva ley viola la Primera Enmienda de la Constitución de EE.UU., que garantiza la libertad religiosa, y la Cláusula de Igual Protección de la Decimocuarta Enmienda. Según el texto de la demanda, esta legislación pone a los sacerdotes católicos “ante una disyuntiva imposible: violar dos mil años de enseñanza de la Iglesia e incurrir en excomunión automática, o negarse a cumplir la ley del Estado y enfrentar prisión, multa y responsabilidad civil”.
No es la primera vez que se intenta imponer este tipo de medidas. En Australia, Chile y varios países europeos ya se han presentado propuestas similares. Y en todos los casos, la respuesta eclesial ha sido la misma: el sigilo no se negocia. No por capricho o por encubrimiento, sino por obediencia al Evangelio y por respeto a la dignidad de las almas.
En tiempos en que se multiplican los escándalos de abusos eclesiales, y cuando aún hay mucho que sanar en el interior de la Iglesia, esta firmeza no es una defensa corporativa, sino un acto de fidelidad radical a Cristo. La verdadera solución no pasa por vulnerar los sacramentos, sino por reforzar los mecanismos de prevención, escucha y justicia dentro y fuera de la Iglesia, como bien lo indican las reformas impulsadas por los últimos pontífices.
Entre el César y Dios
La historia de los mártires está llena de hombres y mujeres que prefirieron la cárcel, el destierro o la muerte antes que traicionar la fe. Desde los primeros cristianos que se negaban a quemar incienso al emperador hasta los sacerdotes perseguidos por los totalitarismos del siglo XX, la fidelidad a Dios siempre ha tenido un precio. Hoy, en una sociedad posmoderna y democrática, ese precio vuelve a aparecer bajo la forma de una ley “civilizada”, pero profundamente injusta.
Recordemos las palabras del apóstol Pedro ante el Sanedrín: “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5,29). Esta obediencia no es fanatismo, sino coherencia. No es rebeldía, sino amor a la verdad.
🌾 CONCLUSIÓN: ¿Traicionar a Dios para quedar bien con el mundo?
La propuesta del Estado de Washington es, en el fondo, un síntoma de algo más profundo: una sociedad que ha perdido el sentido de lo sagrado. Una cultura que ya no cree en el alma ni en la redención, y que solo confía en el control, la vigilancia y la sanción. Frente a eso, la Iglesia no puede callar. Está llamada a anunciar la esperanza, denunciar la injusticia y mantenerse fiel a Cristo hasta el final.
¿Vale la pena arriesgar la libertad por defender el sacramento? Para los mártires de ayer y de hoy, la respuesta es clara. Y esa claridad interpela también a cada uno de nosotros: ¿qué estamos dispuestos a perder por ser fieles a Dios?
Fuente original: Miguel Ángel Malavia para Vida Nueva Digital.