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sábado, agosto 9, 2025

Cuando la luz vuelve: el renacer interior de un hombre que buscaba a Dios

“Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo te iluminará.” (Ef 5,14)

La luz vuelve. . .

Durante años, sus cámaras permanecieron guardadas. No por abandono. No por negligencia. Sino porque algo más profundo —más oscuro— había quedado encapsulado en su interior. No era fotógrafo. Era simplemente un hombre inquieto, alguien que buscaba a Dios con desesperación, con sed, con el alma herida. Alguien que había amado mirar, contemplar, capturar instantes… pero que un día dejó de ver.

Lo que parecía olvido, era en realidad exilio. Exilio de sí mismo. De su sensibilidad. De su mirada. De su vocación más pura: conmover. Y en ese exilio, la fe no siempre fue refugio. A veces fue máscara. Otras, trampa. Se puede buscar a Dios de muchas maneras. También se lo puede buscar por caminos torcidos, compulsivos, disociados de la propia humanidad.

Este hombre lo entendió tarde. O mejor dicho: lo entendió a tiempo. Porque hay un momento —llega de golpe o en silencio— en que uno empieza a recordar lo que fue, lo que amó, lo que lo hacía vibrar. Y algo se enciende. Como una llama tenue que sobrevive a pesar de la ceniza. Así fue como volvió a tocar su cámara, sus flashes, sus lentes. Pero no para producir. Sino para ver.


El oficio de mirar sin ver

Había aprendido a hacer buenas fotos. Técnicamente precisas, estéticamente valoradas. Pero un día se volvió experto en otra cosa: en no mirar. En vivir en automático. En obedecer sin preguntarse. En hacer lo correcto sin preguntarse si era lo verdadero.

Una tarde cualquiera, en plena misa, se sorprendió pensando en otra cosa. Miraba, pero no veía. Rezaba, pero no sentía. Entonces entendió: se había vaciado. Cayó, como tantos, en la trampa del deber mal entendido. En el espejismo de una radicalidad religiosa que promete salvación a cambio de negarse a uno mismo hasta desaparecer.

Se volvió hábil para desaparecer. Para acallar sus preguntas, sus deseos, su arte. Pensó que callar su alma era sinónimo de santidad. Hasta que se dio cuenta de que estaba perdiendo no sólo su voz, sino su rostro.

Fue entonces cuando, sin buscarlo, empezó a recordar. Primero configuraciones. Después gestos. Luego, emociones. Imágenes mentales que no venían del pasado sino del alma. La memoria le volvió como una gracia. Como una forma de resurrección.


El día en que volvió a abrir las cajas

Allí estaban. Los flashes, las cámaras, los modificadores. Polvo encima. Pero intactos. Como quien espera. Como quien cree. No fue alegría. Fue angustia. ¿Cómo había podido olvidarse de todo eso? ¿Cómo había sido capaz de sepultar partes tan vivas de sí mismo? ¿Fue por miedo? ¿Por dolor? ¿Por obediencia mal encauzada?

Abrió las cajas como quien abre un sepulcro. El aire era denso. El olor a encierro, a metal, a años pasados, le golpeó el pecho. Tocó cada objeto como quien reza. Lloró. Sintió vergüenza. Pero también paz. Algo —alguien— le devolvía su nombre.

Desde entonces, cada salida fotográfica no fue una sesión. Fue una peregrinación. Y cada imagen, una oración. Volver a mirar era volver a orar. Volver a encuadrar, una forma de elegir qué redimir. Y cada sombra se volvió aliada: no era el enemigo. Era el espacio desde donde emergía la luz.


El renacer no es estético, es espiritual

No volvió a tomar fotografías para demostrar nada. Volvió para sanar. Para integrar. Para mirar el mundo —y a sí mismo— con la verdad del que ya no necesita esconderse.

Sus imágenes cambiaron. Ya no buscaban belleza. Buscaban humanidad. Ya no aspiraban a una técnica perfecta. Querían alma. Aprendió que el claroscuro no es sólo un estilo: es una teología. Que Caravaggio no pintaba sólo con pinceles: pintaba con heridas. Y que cada retrato podía ser un grito, una súplica, una caricia.

Empezó a salir con su cámara como quien lleva una cruz al hombro. Con respeto. Con temblor. Porque entendió que fotografiar puede ser una forma de anunciar. Una forma de predicar. Una forma de dar consuelo.

Y también, de incomodar.


Para los que creen que su vocación está muerta

Esta historia no es solo suya. Es nuestra. Cuántos hay que, buscando a Dios, se olvidaron de sí mismos. Cuántos apagaron su creatividad en nombre del sacrificio. Cuántos confundieron la voz de Dios con el ruido de estructuras que no los comprendieron.

Pero lo que está guardado no está muerto. Lo que un día fue pasión verdadera, si era de Dios, volverá. Y volverá con más fuerza. Más limpia. Más honesta. Más libre. No como performance. Sino como identidad.

Por eso hoy, mientras otros corren tras nuevas herramientas, él vuelve a lo esencial. A la mirada. A la luz que cae lateral, dura, como palabra profética. A la sombra que no tapa, sino revela. A la imagen que no adorna, sino interpela.

A veces, basta una chispa para que vuelva todo. Una foto. Un gesto. Una oración mal dicha. Un fragmento de memoria que se rehúsa a morir. Y entonces uno vuelve a ver. No con los ojos. Con el alma.

Y cuando eso ocurre, lo único que queda es arrodillarse ante la luz. Y volver a vivir.


Epílogo para los que esperan en silencio

Si estás leyendo esto y sentís que algo de vos quedó guardado… no lo descartes. No lo mates. No lo ridiculices.

Tal vez lo que llamás fracaso, Dios lo llama semilla. Tal vez lo que llamás pérdida, es preparación. Tal vez lo que quedó entre cajas… solo estaba esperando tu resurrección.

Volver a la luz no es volver a lo de antes. Es volver a vos. Sin máscaras. Sin culpa. Sin huida.

Cuando eso ocurre, no necesitás que nadie te diga quién sos. Porque la luz, como lo prometió la Escritura, simplemente, te lo revela.

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