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sábado, agosto 9, 2025

“Dios no tiene dueño”: una verdad olvidada que libera

“El viento sopla donde quiere… y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu” (Jn 3,8).

Dios tiene dueño

I. Introducción: una falsa posesión

Una de las tentaciones más persistentes del alma religiosa —y, en particular, de quienes administran lo sagrado— es la apropiación de Dios. No hablamos aquí de la piedad sincera ni del legítimo ejercicio del ministerio, sino de esa lógica perversa por la cual algunos se arrogan el poder de decidir quién accede a Dios, cómo y cuándo. Como si el Dios vivo pudiera ser contenido entre las paredes de una institución, controlado por decretos eclesiásticos o monopolizado en nombre de una supuesta ortodoxia exclusiva.

Esta tentación no es nueva. Aparece en las páginas del Evangelio cada vez que Jesús confronta con los fariseos, los doctores de la Ley o los mercaderes del Templo. Pero hoy, dos mil años después, la misma sombra se cierne sobre no pocos sectores del cristianismo. Se ha perdido, en muchos casos, la conciencia de que Dios no tiene dueño. Ni siquiera la Iglesia lo posee. Lo acoge, lo sirve, lo anuncia. Pero no puede enclaustrarlo.

II. Jesús, el liberador de lo sagrado

Desde su aparición en la escena pública, Jesús de Nazaret irrumpe como un profanador de los límites falsamente sacralizados. Nace fuera de Jerusalén. Se manifiesta fuera del templo. Realiza signos fuera del calendario ritual. Se deja tocar por impuros. Habla con mujeres. Cura en sábado. Y en el momento culminante de su vida, cuando finalmente entra en el Templo, no es para consolidarlo como centro de culto, sino para denunciar su corrupción y anunciar su caducidad (cf. Mt 21,12-13).

Para Jesús, Dios no está en un solo lugar ni se deja atrapar por normas rituales. Lo declara con fuerza a la samaritana: “Créeme, mujer, llega la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adorarán al Padre” (Jn 4,21). Lo reafirma al decir: “Donde dos o más se reúnen en mi nombre, allí estoy Yo” (Mt 18,20). Dios se hace presente donde hay amor, fe, justicia, perdón. Dios se hace presente donde quiere.

Esta libertad radical con respecto a los lugares sagrados es escandalosa para la religión institucionalizada. No porque niegue el valor del culto, sino porque deja en evidencia que el culto es para el hombre, no el hombre para el culto.

III. El Templo rasgado: una clave teológica

La teología cristiana reconoce un signo clave en la pasión de Jesús: el velo del templo se rasgó en dos (Mt 27,51). Ese velo separaba el Santo de los Santos del resto del mundo, delimitando el espacio donde —según la tradición judía— habitaba la presencia de Dios. El gesto simbólico no puede ser más claro: la presencia de Dios ya no está confinada en un espacio cerrado. Desde la cruz, Jesús inaugura un acceso universal, directo y gratuito al Padre.

San Pablo lo expresa con claridad: “Por medio de Cristo, tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu” (Ef 2,18). Y lo dice aún más audazmente: “¿No saben que ustedes son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?” (1 Co 3,16). El verdadero templo es el ser humano, redimido y habitado por Dios.

La teología del Nuevo Testamento desmantela así toda pretensión de monopolio. Dios ha salido del templo. Dios ha entrado en la carne. Dios camina por la historia.

IV. Iglesia: madre y mediadora, no dueña

La Iglesia, en su más profunda identidad, no es la dueña de Dios sino su servidora y sacramento. Como recuerda el Concilio Vaticano II, la Iglesia es “el signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1). No es la fuente de la gracia, sino su mediación. No es la meta del Reino, sino su anuncio.

La Eucaristía, culmen y fuente de la vida cristiana (LG 11), es ciertamente un lugar altísimo de encuentro con Cristo. Pero no es el único. Dios no está encerrado en la hostia consagrada como un prisionero divino. La Eucaristía no es una jaula sagrada sino un banquete de comunión. Y quien se acerca con Fe a ese misterio debe hacerlo sabiendo que el mismo Cristo que se da allí se deja encontrar también en el rostro del pobre, del preso, del inmigrante, del enfermo, del pecador.

Como advirtió Francisco en múltiples ocasiones, caer en el sacerdotalismo elitista es uno de los mayores peligros de la Iglesia: “El clericalismo anula la personalidad de los cristianos y tiende a disminuir y a subestimar la gracia bautismal que el Espíritu Santo ha puesto en el corazón de nuestra gente” (Discurso, 20/08/2018).

V. ¿Quién se cree dueño de Dios?

A lo largo de la historia, distintos grupos han intentado apropiarse de Dios: emperadores, dictadores, sacerdotes, ideólogos. A veces con intenciones religiosas, otras con fines políticos. El resultado es siempre el mismo: la manipulación de lo sagrado al servicio del poder.

Hoy, esa tentación asume formas más sutiles pero igual de peligrosas:

  • Cuando se excomulga moralmente a quien no encaja en los moldes estrechos del “católico ideal”.
  • Cuando se niega la comunión a personas por cuestiones políticas, no por pecado.
  • Cuando se predica un Cristo que pretende seres perfectos, excluye o condena sin compasión.
  • Cuando se arroga el poder de “salvar o condenar” desde una cátedra humana, olvidando que solo Dios ve el corazón.

Frente a esto, resuena la advertencia de Jesús: “¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas! Ustedes cierran el Reino de los cielos delante de los hombres: ni entran ustedes ni dejan entrar a los que quieren entrar” (Mt 23,13).

VI. La Fe sin templo: caminos de la presencia divina

En tiempos en que muchos han abandonado las iglesias por escándalos, abusos o desencantos, es urgente recordar que Dios no se ha ido. Como escribió Adrien Candiard: “No es Dios quien se aleja del mundo, sino nosotros quienes nos alejamos de Él bajo la ilusión de servirlo”.

Hay una Fe sin templo que no es herejía sino fidelidad. Hay creyentes que no pisan una parroquia pero perdonan, aman, rezan, sirven. Hay vidas enteras ofrecidas en hospitales, cárceles, villas, familias rotas. Allí también está Dios. No por fuera de la Iglesia, sino en su misterio más profundo, que va más allá de sus estructuras visibles.

Xabier Pikaza lo decía con crudeza: “Dios no cabe en las estructuras religiosas que hemos construido para él. Si lo metemos allí, lo matamos”. Y más aún: “El templo más grande es el cuerpo humano, el corazón que ama, la mente que busca, la comunidad que acoge”.

VII. Un Dios libre y liberador

Recuperar la idea de un Dios libre es, paradójicamente, volver a la fuente más pura del cristianismo. Un Dios que no necesita ser defendido, ni representado en exclusividad. Un Dios que se revela en lo inesperado, que rompe moldes, que desarma instituciones cuando se vuelven ídolos. Un Dios que no pide permiso para amar.

Este es el Dios que arde en el Evangelio. No un dios domesticado por la liturgia ni manipulado por la ideología. No un dios usado para ganar elecciones ni para sostener estructuras de poder. El Dios de Jesús es un fuego que consume nuestras falsas seguridades religiosas y nos lanza al mundo con las manos vacías pero el corazón lleno.

VIII. Conclusión: volver al Dios vivo

La pregunta clave no es quién tiene razón, sino quién está dejando que Dios sea Dios. Quien lo posee, lo mata. Quien lo sirve, lo revela. Quien lo manipula, lo reduce. Quien se deja amar por Él, lo encarna.

El gran escándalo del cristianismo es haber anunciado a un Dios que prefiere la intemperie del pesebre al calor de los palacios, que se deja crucificar por los poderes religiosos y políticos de turno, que resucita sin pedir permiso a nadie.

No hay mayor blasfemia que pretender encerrar a Dios entre nuestras manos. Y no hay mayor fidelidad que proclamar, con humildad y coraje, que Dios no tiene dueño.

©Catolic.ar

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