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sábado, agosto 9, 2025

Domar al dragón: cómo reconciliar el cuerpo y el alma para que Dios pueda hablarnos de nuevo

“El alma también respira por los nervios. Y si el cuerpo tiembla, a veces es porque el Espíritu Santo no puede entrar por donde solía.”


Domar al Dragón

Hay una guerra silenciosa que se libra dentro de cada uno de nosotros. No es ideológica ni cultural. No es eclesial ni política. Es una guerra más íntima, más antigua, más determinante. Se libra entre el cuerpo agitado y el alma que busca descanso, entre el corazón que late como tambor de guerra y el susurro de Dios que espera una pausa para hablarte.

Y en el centro de esa batalla olvidada, hay un sistema que no vemos, que no controlamos del todo, pero que puede salvarnos o arrastrarnos al abismo si no lo entendemos: el sistema nervioso vegetativo.


El dragón que reacciona antes que vos

Desde que nos despertamos, aún sin saberlo, ya estamos reaccionando. A la luz que entra por la ventana. A un ruido. A una noticia. A un recuerdo. A un WhatsApp. A la voz de alguien. Y reaccionamos antes incluso de pensar.

¿Por qué? Porque Dios nos creó con un sistema nervioso autónomo que, en fracciones de segundo, decide si estamos a salvo o en peligro. Lo hace a través de dos grandes ramas: el simpático (que acelera, activa, defiende) y el parasimpático (que calma, digiere, repara, conecta).

Ambos son maravillosos. Son regalos de la Creación. Pero cuando vivimos con el simpático encendido día y noche, creyendo que todo es amenaza, que hay que sobrevivir todo el tiempo, que no hay tregua, nos quebramos por dentro.

Y lo peor: nos volvemos sordos a la voz de Dios.


Cuando el cuerpo no deja entrar al Espíritu

No es que Dios no hable.
Es que el ruido interior es tan alto, que no lo escuchamos.
Es que el corazón late como tambor de alarma, y no hay silencio.
Es que la respiración está secuestrada por la ansiedad, y no dejamos que el alma inhale la paz.

Durante siglos, la espiritualidad cristiana intuyó esto. Los Padres del Desierto, los místicos, los monjes, sabían que para oír a Dios no bastaba con encerrarse. Había que callar el cuerpo. Hacerlo dócil. Respirar distinto. Estar.

Hoy la neurociencia confirma lo que ellos sabían por la gracia: no podemos orar en serio si nuestro sistema nervioso cree que estamos en peligro.
El cuerpo agitado no reza. Sobrevive.
Y el alma confundida, en lugar de dialogar con Dios, se pelea consigo misma.


El alma necesita cuerpo para orar

Vivimos como si el alma fuera una nube espiritual flotando, desconectada de este cuerpo que sentimos cansado, alterado, dolorido. Pero la Encarnación nos recuerda que el cuerpo no es el estorbo del alma. Es su templo. Su instrumento. Su aliado.

Cuando el cuerpo está en estado de guerra, el alma se vuelve sospechosa, inquieta, inestable.

Por eso el primer paso de toda sanación profunda no es pensar distinto, ni sentir distinto. Es habitar el cuerpo de un modo nuevo.
Y eso significa reeducar el sistema nervioso autónomo para que no viva como si todo fuera una amenaza.

Significa enseñarle al simpático que ya no hay leones afuera.
Que el juicio final no es hoy.
Que podemos quedarnos en la oración más de tres minutos sin revisar el celular.
Que el aire que respiramos no es escaso, es un don.


Volver a respirar por dentro

¿Sabías que el sistema parasimpático —ese que nos calma, nos regenera y nos vuelve humanos— se activa cuando exhalamos lento, profundo, por la nariz?
¿Y que en ese momento, el nervio vago (que lleva paz a todo el cuerpo) le dice al cerebro: “estamos a salvo”?

Cuando respirás así, estás rezando con el cuerpo.
Cuando ralentizás tu latido, estás abriendo un espacio para que Dios entre sin miedo.

Por eso la oración de abandono, el rezo del Rosario lento, el canto suave, el silencio profundo, no son “piadosas costumbres”. Son prácticas restauradoras del alma encarnada.

Cristo oraba de madrugada. En soledad. En el monte. ¿Por qué? Porque sabía que el alma se desborda si no tiene un cuerpo dócil donde habitar.
Y porque la paz no se impone. Se cultiva.


El sistema nervioso no es el enemigo: es el altar

En vez de pelearte con tu ansiedad, con tus temblores, con tu insomnio, con tu palpitación, empezá a escucharlos como si fueran mensajeros.
No para obedecerlos ciegamente, sino para preguntarte: ¿qué parte de mí no se siente a salvo? ¿qué parte de mi historia aún no se entregó del todo a Dios?

Y entonces, no huyas. Respirá. Orá. Escuchá. Ofrecé.
Tu sistema nervioso no necesita que lo reprimas.
Necesita que lo redimas.


La oración como reprogramación del alma y del cuerpo

Hay oraciones que abren el Cielo. Y otras que abren el sistema nervioso.

Cuando decimos: “Jesús, en vos confío”, el alma le enseña al cuerpo que no hay que correr. Que no hay que defenderse de todo. Que no estamos solos.

Cuando repetimos lentamente: “El Señor es mi pastor, nada me faltará”, el cuerpo afloja la mandíbula, baja los hombros, desacelera el pulso.

Es un acto espiritual, sí. Pero también neurofisiológico.

Porque somos alma encarnada.
Y todo lo que sana, sana desde las dos dimensiones.


Lo que la Iglesia aún no enseña del todo

Muchos espacios pastorales han hablado de la oración, la gracia, los sacramentos… pero no nos han enseñado a habitar nuestro cuerpo en clave espiritual.
Nos hablaron del alma, pero no del tono vagal.
Nos hablaron del pecado, pero no del cortisol.
Nos hablaron de la confesión, pero no de cómo respirar para no vivir acelerados.

Y sin embargo, todo forma parte del mismo misterio.

No hay vida interior estable si el sistema nervioso está en colapso.
No hay discernimiento fino si el cuerpo vive en modo supervivencia.
No hay comunidad viva si los miembros están agotados, rotos, sobresaturados.


Lo que podemos hacer desde hoy

No es teoría. Es praxis espiritual.
Te propongo que hoy mismo empieces a:

  1. Respirar en silencio tres veces por la mañana, antes de mirar el celular.
    → Exhalá por la nariz el doble del tiempo que inhalás.
  2. Rezar un solo misterio del Rosario, pero con el ritmo del corazón, no del reloj.
    → Que cada Avemaría sea como un suspiro ofrecido.
  3. Escuchar tu cuerpo cuando se agita, sin enojarte.
    → Y decirle: “No estás solo. Dios está con vos. No tenés que defenderte más.”
  4. Orar antes de dormir con una frase que desactive el simpático.
    → “En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu. Todo está bien. Puedo descansar.”

Cuando el alma y el cuerpo se reconcilian, Dios habla más claro

El gran drama del siglo no es la apostasía masiva, ni la ideología de género, ni el relativismo.
El gran drama es que ya no sabemos estar en silencio interior.
Porque vivimos como si el peligro fuera permanente.

Y el sistema simpático no ora.
Solo actúa, huye o ataca.
Y así se vuelve imposible la contemplación, el discernimiento, la docilidad.

Por eso, la mayor revolución espiritual hoy es ayudar a las almas a reconciliarse con su cuerpo.
A entender que el sistema nervioso no es el enemigo: es el altar donde se ofrece nuestra vida cotidiana.
Y que la paz no viene solo del cielo: empieza cuando el alma le dice al cuerpo que todo está en manos del Padre.


Profecía final

Dios no solo quiere convertir tu alma. Quiere convertir tu sistema nervioso.

Quiere que tus latidos lo glorifiquen.
Que tu respiración lo invoque.
Que tu cuerpo ya no viva como esclavo del miedo, sino como morada del Espíritu.

Y entonces, cuando la tormenta vuelva —porque volverá—
ya no estarás solo, ni atrapado, ni al borde del abismo.
Estarás anclado en Dios. Desde adentro. Con todo tu ser.


✝️ “Ofrezcan sus cuerpos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios: este es el verdadero culto espiritual.”

(Romanos 12,1)

©Catolic.ar

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