Una catequesis sin testigos es una traición. Una educación católica sin Jesús es un fraude. Un colegio católico sin evangelización es una farsa institucional.
En el corazón de muchas escuelas que se dicen católicas, se está cometiendo un crimen silencioso: el abandono sistemático de la catequesis auténtica, el desprecio práctico por la formación cristiana profunda, el desinterés —cuando no el desprecio— por la tarea evangelizadora que debería ser el alma de todo proyecto educativo que lleva el nombre de Cristo.
Por Mariela Zappa
Nos duele escribir esto. Pero nos duele más callarlo.
Mientras se invierten recursos en tecnología, idiomas, talleres y orientación vocacional, miles de jóvenes pasan por las aulas sin haber sido nunca iniciados en una relación viva con Jesús, sin haber aprendido a rezar, sin conocer el Evangelio. ¿Dónde están los pastores? ¿Dónde están los responsables de la educación católica? ¿Dónde están los celadores del tesoro que el mismo Jesús confió a la Iglesia cuando dijo: “Id y haced discípulos”?
No basta con “tener horas de catequesis”
La situación es grave. Porque el problema no es simplemente que falten horas de clase. El drama es que la catequesis ha sido confiada a personas que no creen, que no oran, que no han sido formadas para enseñar lo que la Iglesia cree y profesa.
Personas que no viven la fe que deberían transmitir. Personas que no sienten la misión como un llamado, sino como un empleo. Personas que enseñan religión como si fuera sociología, que repiten fórmulas sin alma, que jamás conducirán a un alma joven al encuentro personal con Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.
¿Y quién lo permite?
Lo permiten los propios obispos y directivos. Con su negligencia, con su silencio, con su resignación cómplice. Han dejado de creer que es posible formar jóvenes santos. Se han rendido a la mediocridad. Y lo que es peor: han dejado de custodiar el fuego de la fe para conformarse con brasas tibias que no encienden a nadie.
“Catechesi Tradendae”: una herencia ignorada
Lo dijo San Juan Pablo II en Catechesi Tradendae (1979):
“La finalidad definitiva de la catequesis es poner a alguien no solamente en contacto, sino en comunión, en intimidad con Jesucristo.”
¿Qué parte de esta frase no entendimos?
¿Qué nos pasó para pensar que basta con enseñar los valores del Evangelio sin evangelizar con el Evangelio? ¿Qué nos ocurrió para convertir la catequesis en una asignatura neutra, moralizante, a veces incluso ideologizada, sin alma ni fuego?
San Juan Pablo II advirtió también que “una catequesis sin el testimonio de vida de quien la transmite es estéril”. Y sin embargo, en muchas escuelas se ha institucionalizado el escándalo de que quienes no creen, quienes no practican, quienes viven en contradicción abierta con la fe, sean los encargados de formar cristianamente a los jóvenes.
El ministerio ignorado
El Papa Francisco instituyó en 2021 el ministerio del Catequista. No fue un gesto decorativo. Fue un llamado a devolver a la catequesis su dignidad original. El Catequista, dice Francisco, es “un testigo de la fe, maestro y acompañante”.
¿Dónde están estos testigos en nuestros colegios?
Un tesoro despreciado
Nos preguntamos: ¿quién custodia a los jóvenes que están creciendo sin conocer a Cristo? ¿Qué hacen los obispos ante este desastre espiritual? ¿Qué hacen los responsables de pastoral educativa?
No se puede delegar la catequesis a la improvisación. La evangelización no es opcional. La catequesis no es un adorno. Y los jóvenes no son conejillos de Indias de una pedagogía sin alma. Son tesoros vivos, y serán —o no— el corazón creyente de una Iglesia que agoniza si no vuelve a su misión primera.
¿Será posible aún un cambio?
Sí, si hay coraje. Si los pastores vuelven a ser pastores. Si los directivos se convierten. Si se pone a los mejores catequistas, los más formados, los más santos, al frente de esta tarea vital.
La juventud no necesita discursos ideologizados ni talleres de autoestima. Necesita testigos del Dios vivo. Necesita que alguien les muestre que Jesús está vivo, que los ama, que los llama por su nombre.
Si no lo hacemos, no nos sorprendamos cuando nuestras iglesias se queden sin jóvenes. Lo habremos provocado nosotros. Con nuestras omisiones. Con nuestra indiferencia. Con nuestro pecado de negligencia.
Es hora de despertar. Porque el futuro de la fe se juega hoy, en las aulas de nuestros colegios.