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sábado, agosto 9, 2025

Encontrar a Dios en el Grito del Mundo y el Silencio del Alma

“Si el alma supiera lo que Dios le está ofreciendo en cada instante, temblaría de amor.”
— Jacques Philippe


I. Cuando el Silencio Grita

En un mundo saturado de ruido, es el silencio del alma el que clama con más fuerza. Silencio no como vacío, sino como grito de una humanidad que, al borde del colapso emocional y espiritual, ansía una Presencia que no mienta, que no traicione, que no pase. Buscamos a tientas entre ruinas interiores y promesas rotas, y a veces sin saberlo, nos asomamos al borde de un abismo. Pero ese abismo, contra toda lógica, no es tiniebla: es luz. No es amenaza: es llamado. No es destrucción: es amor.

La paradoja es brutal: cuanto más hondo el dolor, más cerca está la irrupción del Amor Verdadero. No el amor de mercado, no el de los libros de autoayuda ni el de los discursos religiosos vacíos. Hablamos del Amor Absoluto, desbordante, personal y concreto que nos sostiene aún cuando no lo invocamos. El Amor de Dios, que no compite con nuestras heridas sino que las habita. Y desde allí, las sana.


II. La Nada y el Todo: El Camino de los Místicos

San Juan de la Cruz, desde la noche oscura del alma, intuyó que el acceso a Dios no se logra acumulando certezas, sino despojándose de todo. Solo la nada —la radical humildad del corazón rendido— puede contener al Todo.

Juliana de Norwich, en medio de una Europa azotada por la peste, escribió que “todo estará bien”, no como un optimismo banal, sino porque en su contemplación vio que el amor de Dios es más fuerte que todo mal. No lo dijo desde la comodidad sino desde el lecho del dolor. Ese Amor, nos dice, no depende de nuestra respuesta: es anterior, más fuerte, incondicional.

Carlos Caso Rosendi lo expresó de modo brutalmente claro: “El problema no es que Dios no nos hable. Es que no queremos oírlo cuando lo hace. Preferimos los ídolos del control, del éxito, de la doctrina sin alma. Dios ama. Y punto.”


III. El Espíritu que Irrumpe… o Susurra

Dios no entra a patadas en el alma. El Espíritu Santo es delicado como un suspiro y feroz como un incendio, pero jamás forzado. Lo atestiguó Hans Urs von Balthasar: “El Espíritu no es una fuerza que se impone, sino una libertad que seduce.”

Cuando acogemos ese Espíritu, algo comienza a suceder: no cambia lo de afuera, pero cambia el modo en que miramos todo. Las tormentas no cesan, pero aprendemos a caminar sobre las aguas. Como el apóstol Pedro cuando fijó la mirada en Jesús, no en las olas.

Esta acción del Espíritu es progresiva. A veces, una paz inexplicable en medio del caos. Otras, un temblor interno que nos dice: “sal de ahí”, “perdona”, “levántate”. No es espectáculo. Es real. Es transformador.


IV. Felicidad: No es Meta, es Estado

La felicidad no se persigue, se descubre al detener la carrera y mirar dentro. No está en lo que conseguimos, sino en la coincidencia entre lo que somos y el Dios que nos habita. Así lo enseña Jacques Philippe: “La paz no es ausencia de lucha, sino presencia de Dios en medio del combate.”

Vivimos encadenados a metas, aplausos y pertenencias. Pero cuanto más acumulamos, más lejos parecemos estar del hogar interior. Hasta que, por gracia, algo se rompe. Y por esa grieta entra la luz.

La verdadera felicidad cristiana no es evasiva. Es profundamente encarnada. Dolorosa, a veces. Pero sólida. Es la certeza de que todo puede ser redimido, incluso lo que nos avergüenza. Porque el Amor de Dios no retrocede ante la miseria humana: la abraza y la transforma.


V. El Amor que Denuncia y Construye

¿Puede el Amor de Dios tener fuerza profética? Sí. Porque amar de verdad implica denunciar todo lo que impide ese amor. No es sentimentalismo pasivo. Es fuego.

Jesús no fue crucificado por ser “bueno”, sino por ser demasiado libre, demasiado verdadero, demasiado amoroso. Su amor incomodaba. Su presencia denunciaba las estructuras religiosas vacías, los poderes corruptos, los corazones endurecidos.

Hoy ese mismo Amor nos impulsa a optar por los descartados, defender a los niños por nacer y a las madres solas, a los ancianos olvidados, a los pobres reales. No por ideología, sino porque en ellos late el Corazón de Cristo. ¿Queremos encontrar a Dios? Miremos al crucificado, y luego al crucificado de hoy.


VI. La Profecía del Fuego Manso

Hay una profecía que no predice, sino que revela. Y es ésta: que el amor de Dios, si lo dejamos entrar, lo cambia todo. Cambia nuestra manera de sufrir, de trabajar, de vivir y de morir. Cambia nuestra mirada. Cambia el modo en que construimos comunidad. Cambia lo que entendemos por Iglesia.

Esta profecía se cumple en silencio, en el cuarto de un anciano que perdona antes de morir. En la cocina de una madre que reza por su hijo perdido. En la celda de un preso que se sabe perdonado. En el alma del que ya no puede más y, sin embargo, sigue amando.


VII. Si Lo Encontramos… y Lo Dejamos Entrar

Todo se juega aquí. En esta condición que no es condición. Si lo encontramos… o mejor, si nos dejamos encontrar. Porque en realidad, Dios ya nos está buscando desde siempre.

Cuando lo dejamos entrar, no se trata de experiencias místicas espectaculares. A veces, solo lágrimas. O una paz que no entendemos. O una certeza: “yo valgo, aunque el mundo diga lo contrario”.

Esa entrada silenciosa del Espíritu puede ser la revolución más grande que una persona viva. Porque no solo cambia su vida: cambia el mundo. Quien ama como Cristo, rompe el ciclo del odio, de la mentira, del miedo.


VIII. Una Invitación Final

Esta nota no es doctrina. No es devoción. Es una llamada a la vida. Es una provocación mística. Es una denuncia profética al corazón tibio, a la fe domesticada, a la religión sin fuego.

Dios no es un concepto. Es un Padre que te busca. Es un Espíritu que quiere morar en vos. Es un Cristo vivo que te ama como sos y te quiere nuevo.

Dejá entrar ese Amor. Aunque duela. Aunque arda. Aunque rompa esquemas. Porque ese fuego no destruye: purifica. Y cuando todo lo demás pase, ese Amor quedará. Porque es eterno. Y es tuyo.

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