Leandro Antúnez
El 13 de marzo de 2013, el mundo asistió a un acontecimiento histórico: un argentino, por primera vez en la historia, era elegido Papa. Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, se convertía en Francisco, el líder espiritual de la Iglesia Católica y un referente global de enorme impacto. Sin embargo, a más de una década de su pontificado, la relación entre Francisco y la Argentina ha sido, cuanto menos, ambigua. Mientras en el extranjero es reconocido como un gran reformador, un pastor cercano y un líder con peso moral, en su propia tierra natal ha sido objeto de interpretaciones erradas, críticas infundadas y una constante incomprensión.
Un líder mundial con raíces argentinas
Francisco ha sido, desde el inicio, un Papa disruptivo. Con gestos simples pero profundos, ha marcado un estilo de cercanía con los pobres, los marginados y los descartados de la sociedad. Ha sido un defensor incansable del diálogo, la justicia social y la paz. En el escenario internacional, ha mediado en conflictos, promovido acuerdos de paz y se ha enfrentado sin miedo a las grandes potencias cuando lo ha considerado necesario. Sin embargo, en Argentina, su figura ha sido utilizada más como un objeto de disputa política que como un referente espiritual.
El primer error de muchos argentinos ha sido leer su pontificado desde una lente meramente ideológica. Francisco es un Papa con un mensaje social fuerte, inspirado en el Evangelio y en la Doctrina Social de la Iglesia. Su defensa de los pobres, su crítica a la economía que excluye y su llamado a una conversión ecológica no responden a una agenda política sino a principios fundamentales del cristianismo. No obstante, en el ámbito político argentino, tanto sectores de la derecha como de la izquierda han intentado apropiarse o rechazar su figura según su conveniencia, sin comprender la dimensión espiritual y global de su mensaje.
La distancia con su propia tierra
Resulta paradójico que, mientras Francisco es aclamado en muchos países como un líder moral, en Argentina se le critique con dureza e, incluso, se le trate con indiferencia. Algunos lo acusan de no haber visitado aún su país natal, olvidando que los viajes papales no son gestos personales, sino decisiones estratégicas con fines pastorales y diplomáticos. En América Latina ha priorizado países en crisis o con realidades eclesiales más necesitadas de su presencia. Su ausencia no es un castigo ni un desprecio hacia Argentina, sino una muestra de que su mirada trasciende lo local para enfocarse en los lugares donde su visita puede generar más frutos.
Otro punto de conflicto ha sido su relación con los gobiernos argentinos. Se ha dicho que favorece a unos y se distancia de otros, cuando en realidad ha mantenido una postura de prudencia con todos. Como pastor, ha recibido a mandatarios de distintas corrientes políticas sin hacer favoritismos. Su mensaje ha sido coherente: diálogo, justicia social y cuidado de los más débiles. Sin embargo, en un país donde la grieta política se ha convertido en una cultura, su imparcialidad ha sido malinterpretada.
El argentino más importante de la historia
Más allá de la relación con la política y la sociedad, es innegable que Francisco es, hasta ahora, el argentino más influyente de la historia. Ningún otro compatriota ha tenido semejante impacto global. Su voz es escuchada en la ONU, en el G20 y en los foros internacionales más importantes. Su mensaje resuena en los cinco continentes y su liderazgo es reconocido por creyentes y no creyentes. Sin embargo, en Argentina no hemos sabido aprovechar esta oportunidad única. Otros países han sentido orgullo por sus figuras internacionales y han capitalizado su influencia. En cambio, nosotros hemos desperdiciado la posibilidad de tener un Papa argentino como un puente para el diálogo y la unidad.
Un llamado a la reflexión
Francisco no es un político, ni un ideólogo, ni un líder de facción. Es el Papa, el sucesor de Pedro, el pastor de la Iglesia Universal. Su mensaje no está dirigido a defender intereses particulares sino a promover el Evangelio y construir un mundo más fraterno. Tal vez sea tiempo de que los argentinos dejemos de verlo desde nuestras propias disputas y empecemos a reconocerlo en su verdadera dimensión. Porque más allá de las diferencias, más allá de las opiniones personales, hay una verdad innegable: Francisco es un regalo histórico que no hemos sabido valorar.
Quizás algún día, cuando su pontificado quede en la memoria y el tiempo nos dé perspectiva, entendamos lo que hoy no queremos ver. Ojalá no sea demasiado tarde.