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domingo, agosto 10, 2025
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Cuando el miedo paraliza: cómo enfrentar el temor desde la fe

I. Introducción: vivir con miedo no es vivir

Hay un enemigo silencioso que se cuela en el alma sin pedir permiso. No siempre grita, a veces apenas susurra. Pero paraliza. Encoge el corazón. Apaga el deseo de vivir. Se llama miedo, y todos lo conocemos. Puede tomar mil formas: temor al futuro, a la enfermedad, al fracaso, a la pérdida, a la soledad, a la muerte, al juicio de los demás, al castigo de Dios. A veces, el miedo ni siquiera tiene rostro: es una sombra difusa que habita el pecho, que no se explica, pero se sufre.

En una época hiperconectada pero emocionalmente rota, el miedo se ha convertido en una pandemia silenciosa. Jóvenes que no se animan a crecer. Adultos que viven atrapados en rutinas que detestan. Creyentes que aman a Dios pero le temen como a un tirano. ¿Qué hacer con este huésped oscuro que no se va? ¿Se puede tener fe y tener miedo al mismo tiempo? Esta nota responde desde la Palabra, desde la experiencia humana, y desde una espiritualidad profundamente encarnada.


II. El miedo no es pecado

Lo primero que hay que decir es esto: el miedo no es pecado. Es una emoción primaria, natural, que Dios puso en el ser humano para protegerlo. Nos alerta ante un peligro. Nos permite sobrevivir. En su justa medida, es sano y necesario. El problema es cuando el miedo se convierte en patrón habitual, en filtro permanente, en cárcel emocional. Ahí ya no cuida: asfixia.

Y muchas veces, dentro de ámbitos creyentes, se añade una carga culpógena: “si tenés miedo, es porque te falta fe”. Como si fuera una falla espiritual sentir temor. Esa interpretación no sólo es injusta: es anticristiana.


III. Jesús también tuvo miedo

¿Prueba de que el miedo no es incompatible con la santidad? Jesús en Getsemaní. El Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad, tembló de angustia antes de su Pasión. Dice el Evangelio que “empezó a sentir pavor y angustia” (Mc 14,33), que su alma estaba “triste hasta la muerte” y que sudó sangre. No hay metáfora ahí. Jesús tuvo miedo real. Y no lo ocultó. Lo llevó al Padre.

Si Jesús pudo sentir miedo sin dejar de ser Dios, nosotros podemos sentir miedo sin dejar de tener fe. Lo importante no es eliminarlo, sino aprender a integrarlo, ofrecerlo y caminar con él hacia la luz.


IV. El cuerpo también habla: el miedo como experiencia encarnada

El miedo no es sólo un pensamiento: es una experiencia corporal. Se manifiesta como tensión muscular, sudor frío, nudo en el estómago, palpitaciones, insomnio, ganas de huir o parálisis. Es la activación del sistema nervioso autónomo ante una amenaza percibida, real o imaginaria.

El problema es cuando ese sistema queda encendido todo el tiempo. El miedo se cronifica, y daña la salud física, emocional y espiritual. Es importante que la Iglesia hable de esto sin tabúes. Que no se encasille el miedo en una categoría moral, sino que se lo entienda como parte de la compleja psicología humana.

Muchas personas necesitan ayuda concreta para bajar el nivel de activación emocional: respirar profundo, orar desde el cuerpo, hacer ejercicio, consultar a un terapeuta, ordenar la vida cotidiana. La espiritualidad debe encarnarse, no flotar.


V. Miedos religiosos: cuando la fe enferma

Uno de los miedos más dolorosos —y más invisibles— es el miedo a Dios. Se instala en corazones que han recibido una imagen distorsionada del Padre: como un juez estricto, impaciente, vigilante. Es el miedo que siente quien reza pero no confía, quien va a misa pero se siente siempre en falta, quien hace todo “por deber”, pero sin amor ni libertad.

La Iglesia necesita una purificación profunda del anuncio. Porque cuando el mensaje cristiano se convierte en amenaza o chantaje emocional, deja de ser Evangelio. El “temor de Dios” en la Biblia no es pánico, sino respeto amoroso, conciencia de la majestad divina. Nada tiene que ver con el terror de un niño que espera castigo.

Jesús no vino a aumentar nuestros miedos, sino a liberarnos de ellos. “No teman, soy yo”, dice a los discípulos en medio de la tormenta (Mt 14,27). Esas palabras siguen vigentes.


VI. Estrategias para evangelizar el miedo

No se trata de eliminar el miedo, sino de evangelizarlo: es decir, dejar que Cristo lo ilumine y lo transforme. Algunas claves concretas para ese camino:

  1. Nombrar el miedo: ¿a qué le tengo miedo? ¿Qué hay detrás de ese miedo? ¿Qué lo alimenta?
  2. Orar desde el miedo: hablar con Dios sobre eso. Ponerle nombre, llorarlo, gritarlo si es necesario. No callarlo.
  3. Leer la Palabra como escudo: textos como Isaías 41,10 (“No temas, porque yo estoy contigo”) o el Salmo 23 (“aunque camine por valles oscuros…”) son verdaderas medicinas.
  4. Usar el cuerpo: respirar, caminar, mover el cuerpo mientras se reza. La quietud total a veces bloquea.
  5. Compartir con alguien: no enfrentar el miedo solo. Buscar acompañamiento espiritual y emocional.
  6. Confiar en lo pequeño: avanzar de a poco, celebrar cada paso, no exigir heroicidades.

VII. La comunidad como refugio

Muchas personas sienten miedo porque viven aisladas. El individualismo refuerza la angustia. Por eso, la comunidad eclesial debe ser un lugar seguro, cálido, acompañante. Un espacio donde el miedo se puede expresar sin vergüenza y sin juicio. Donde haya escucha real, consuelo concreto, gestos de ternura.

En ese sentido, necesitamos parroquias menos burocráticas y más fraternas, donde no importe tanto “lo que hay que hacer”, sino “a quién hay que sostener”. Donde haya retiros de sanación interior, espacios de silencio, adoración e intercesión compasiva. Porque en comunidad, el miedo se comparte y, al compartirlo, se disuelve un poco.


VIII. La libertad frente al miedo: un fruto del Espíritu

San Pablo enseña: “Dios no nos ha dado un espíritu de miedo, sino de fortaleza, amor y dominio propio” (2 Tim 1,7). Eso no significa que nunca vayamos a tener miedo, sino que ya no somos esclavos de él. Podemos sentirlo, pero no someternos. Podemos temblar, pero no rendirnos. Porque dentro nuestro actúa una fuerza mayor: el Espíritu Santo.

El Espíritu no elimina nuestras emociones, las redime. Nos hace libres no porque borra el miedo, sino porque nos regala el amor perfecto que echa fuera el temor (1 Jn 4,18). Amor que abraza, que sostiene, que consuela, que reanima.


IX. Cierre profético: la valentía de seguir caminando

Hoy más que nunca, el mundo necesita creyentes valientes. No temerarios ni fanáticos, sino valientes: personas que, a pesar del miedo, siguen caminando. Que no niegan sus temblores, pero tampoco los absolutizan. Que saben que hay tormenta, pero también barca, y en la barca está Jesús.

Evangelizar el miedo no es negar su existencia, sino anunciar que no tiene la última palabra. Que la cruz no es el final. Que la angustia puede ser el umbral de una nueva confianza. Que se puede temblar y creer al mismo tiempo.

Porque el miedo no se vence con fuerza de voluntad, sino con amor confiado. Y ese amor tiene un nombre, un rostro y un corazón que nos mira y nos dice —hoy también—:
“No tengan miedo. Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).

Mañana empieza hoy

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Mañana empieza hoy: una carta urgente para quienes buscan sentido en medio del caos

“No se nace terminado. Se nace en camino.”
— Carlo Acutis


¿Quién sos? ¿Para qué estás en este mundo? ¿A dónde va todo esto?

Sí, lo sé. Nadie te hace estas preguntas en serio. Ni en la escuela. Ni en TikTok. Ni siquiera en la Iglesia, muchas veces. Pero si llegaste hasta aquí, es porque hay algo dentro tuyo que late, que resiste la superficialidad, que se rebela contra el “viví el momento” y el “hacé lo que sientas”. Porque vos querés algo más.

Y te lo voy a decir desde el vamos, sin vueltas:
ese “algo más” es Alguien. Y está buscándote antes de que vos lo busques a Él.


I. El vértigo de existir

Vivimos apurados. Siempre mirando una pantalla. Siempre a medio sentir. La ansiedad, esa nueva peste silenciosa, nos come por dentro. El miedo al fracaso, el ruido del mundo, las expectativas ajenas, la soledad. Todo eso forma un cóctel que intoxica el alma.

Pero no naciste para arrastrarte. No sos un error estadístico. No sos una story más que se pierde en 24 horas.

Sos único, irrepetible, amado desde siempre.
Aunque no lo sientas. Aunque no te lo hayan dicho. Aunque nadie te lo haya demostrado todavía.

Tu existencia no es un accidente cósmico.
Es una misión. Y empieza hoy.


II. El hambre de verdad

Hay algo que arde dentro tuyo y no sabés ponerle nombre. A veces lo buscás en una canción, en una mirada, en una noche larga. Pero se va. Dura poco. Se esfuma. Y volvés al mismo vacío.

Vivimos rodeados de verdades parciales, manipuladas, de frases motivacionales sin alma, de influencers que venden autenticidad sin vivirla.

Y sin embargo, el alma no se conforma con sucedáneos.
El alma quiere lo eterno. Lo verdadero. Lo Absoluto.

¿Te animás a buscar la Verdad con V mayúscula? ¿Te animás a encontrarte con El que Es?


III. “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”

No es una idea. No es un dogma frío.
Es una Persona. Es Jesús.

Y no vino a proponerte una religión más. Vino a reventar los muros de tu corazón. A decirte que te ama hasta el extremo. Que dio su vida por vos. Que resucitó para que vos no vivas más como muerto.

Jesús no compite con tus sueños.
Jesús los purifica.
Los eleva.
Los hace eternos.


IV. Dios no te quiere perfecto, te quiere disponible

Quizá pensás que tenés que cambiar un montón de cosas para acercarte a Él. Que primero deberías dejar ciertos vicios, ordenar tu vida, sanar tus heridas. Pero no.

Dios te quiere así como estás.
Con tu barro. Con tu mochila. Con tus contradicciones.

Porque su amor no es premio para los buenos, sino fuerza para los que luchan. Y si te dejás amar, Él mismo hará la obra en vos.


V. El tiempo es hoy

Esperamos el “momento ideal” para empezar a vivir en serio. Ese momento en que vamos a tener más claridad, más estabilidad, más madurez.

Pero ese momento no existe.
El mañana se construye con el hoy.

Postergar tu vocación, tu búsqueda, tu relación con Dios es como postergar el aire. No se puede. Tarde o temprano te asfixiás.

¿Querés vivir con sentido? Empezá hoy. Con un paso. Con una decisión. Con un sí.


VI. No estás solo, ni loca, ni equivocado

Hay otros como vos. Que se cansaron de la mentira. Que se hartaron de la hipocresía. Que no quieren una fe “light” ni una vida sin causa.

Son jóvenes como vos que están buscando. Y algunos encontraron. Y están construyendo algo distinto.

Una nueva generación de jóvenes proféticos, que no repiten discursos ni se conforman con likes. Que quieren el Cielo, pero con los pies sucios del camino. Que oran. Que aman. Que luchan.

Y vos podés ser parte.


VII. Una revolución silenciosa

El Evangelio no es una estampita vieja. Es dinamita.
Jesús no fue un hippie buena onda. Fue un revolucionario del Amor.
Y hoy, más que nunca, necesita locos de Dios que se animen a cambiar el mundo empezando por su metro cuadrado.

Una sonrisa cuando todos odian.
Una oración cuando todo duele.
Un perdón cuando todos cancelan.
Una fidelidad cuando todo se rompe.

Eso también es evangelizar. Eso también es vivir a lo grande.


VIII. El dolor no es el final

Sí, vas a sufrir. Todos sufrimos.
Pero el dolor, vivido con Él, se transforma. Se vuelve semilla. Se convierte en misión. Se purifica. Se hace camino.

No le escapes a la cruz.
Agarrala. Apretala. Llorala.
Y dejá que Dios te transforme desde ahí.

Porque la resurrección siempre pasa por el Gólgota.


IX. Tu vida es un mensaje

Cada acción tuya habla. Cada silencio. Cada decisión.
No sos una víctima del algoritmo. Sos un autor. Sos un testigo. Sos un canal.

Tu vida puede ser un altavoz del Cielo o un susurro sin eco.
Depende de vos.


X. Mañana empieza hoy

Así que… ¿qué vas a hacer con este día?

Podés dejarlo pasar, como tantos otros. O podés decidir que hoy es el primer día del resto de tu vida.
Que el pasado no te define. Que tus errores no te condenan.
Que Jesús te llama. Que te quiere vivo. Que te quiere libre. Que te quiere suyo.

No te digo que va a ser fácil.
Te digo que va a valer la pena.


Un último consejo

No te guardes esta nota.
Si algo se movió en tu corazón, compartila.
Porque tal vez alguien más está necesitando escuchar esto.
Y vos podés ser el instrumento.

©Catolic

Despertar la Diócesis: clamor profético por una Iglesia viva

La Diócesis de Gualeguaychú, faro de esperanza y urgencia evangelizadora

En el corazón de Entre Ríos, nuestra Diócesis de Gualeguaychú resiste, late, y clama. Clama por una renovación profunda, por una reforma espiritual y pastoral que no se conforme con el status quo.

Bajo el liderazgo de Monseñor Héctor Luis Zordán y con la fuerza de un pueblo de Dios que no se resigna, nos atrevemos a gritar con el corazón encendido: ¡Despertemos! El tiempo de soñar ya pasó. Es hora de actuar.

Esto no es idealismo. Es un llamado profético, forjado desde el amor a Cristo y al pueblo, desde las heridas abiertas y los silencios cómplices que nos urgen a cambiar.


I. Arraigo apostólico: sin clericalismo, con comunión

Nuestra diócesis solo será fiel a su vocación si vuelve con decisión a las raíces apostólicas. No a una nostalgia romántica, sino a una fidelidad encarnada en el hoy.

Queremos comunidades que no funcionen como “capillas privadas”, sino como espacios vivos de fraternidad evangélica. La Palabra al centro, la Eucaristía como corazón, y la vida compartida como testimonio.

La autoridad apostólica no puede seguir siendo gestionada desde escritorios o protocolos. El clericalismo mata la frescura del Espíritu. Necesitamos obispos y sacerdotes que huelan a calle, a barro, a lágrimas. Que escuchen más de lo que hablan. Que sean puentes, no filtros. Que caminen con el pueblo y no por encima.

Y esto implica una catequesis que deje de ser poco atractiva, sin alma, repetitiva. Queremos itinerarios que conduzcan al fuego del encuentro con Jesús. Que cada laico sepa que no está de adorno, sino llamado al combate misionero. La Sagrada Escritura debe dejar de ser adorno litúrgico y convertirse en pan cotidiano.

También debemos animarnos a una autocrítica seria: ¿por qué no hay vocaciones?

El cierre del Seminario Diocesano y la transferencia de los pocos seminaristas a la Arquidiócesis de Mercedes-Luján no puede ser analizado solo desde el mundo secularizado o la falta de religiosidad. ¿Y si faltan vocaciones porque escasea el testimonio apasionado de los consagrados? ¿Y si lo que no contagia, es que ya no convence?

Esta es una pregunta que no podemos seguir evitando.


II. Urgencia misionera: salir del templo, entrar en la vida

La Iglesia no puede seguir esperando que la gente regrese. ¡Hay que ir a buscarla! Jesús no esperó: se metió en casas de pecadores, caminó con prostitutas, sanó en sábado. ¿Y nosotros?

Nuestra diócesis necesita una conversión radical de mentalidad. Que no se gasten energías en sostener estructuras estériles. Que los templos no estén vacíos de pobres y llenos de comodidad. Es tiempo de Iglesia en salida, sin maquillaje.

Misionar no es un plan pastoral. Es la identidad misma del cristiano. Cada bautizado es un enviado. ¿Dónde están nuestros jóvenes? ¿Por qué se van? ¿Quién los escucha? Hay que salir a buscarlos donde estén: escuelas, redes sociales, gimnasios, bares. Y hay que hablarles en su lenguaje, sin rebajar el Evangelio.

Mientras tanto, vemos con inquietud cómo crecen los templos evangélicos, pentecostales y protestantes, llenos cada fin de semana. ¿Por qué muchos católicos migran a otras confesiones? ¿Qué lenguaje, cercanía o ardor están encontrando allí que no encuentran en nuestras comunidades? Si no leemos estos signos con humildad, estamos condenados a seguir perdiendo a los nuestros.

La respuesta no está en importar modelos “enlatados” de evangelización de otras tradiciones religiosas, que hoy se promueven como soluciones mágicas, cuando hay personas, religiosos y laicos, dotados de una creatividad prodigiosa, para desarrollar nuevas formas, estilos y desarrollos pastorales, para una nueva Evangelización, especialmente pensando en los jóvenes.

¿Dónde queda nuestra propia mística, la sabiduría de los santos, los testimonios de vida, la fuerza de la Palabra y los sacramentos? ¿Cómo es posible que debamos buscar en otros lo que ya poseemos, incluso si no lo valoramos o difundimos adecuadamente?

San Juan Pablo II nos exhortó a una “nueva evangelización”, nueva en su ardor, métodos y expresión. Y el Papa Francisco nos habló de los “santos de la puerta de al lado”.

No necesitamos fórmulas prefabricadas: necesitamos despertar lo que ya arde, aunque esté escondido bajo las cenizas.

La pastoral misionera no puede limitarse a eventos. Necesitamos procesos. Equipos preparados, laicos empoderados, comunidades orantes y audaces. Y también una diócesis que mire más allá: cooperación con otras iglesias, envío de misioneros, compromiso real con la misión ad gentes.


III. Voz profética: incomodar, denunciar, anunciar

¿Dónde está la voz de nuestra diócesis cuando se violan derechos, se desprecia la vida o se condena a miles a la pobreza? ¿Callamos por miedo? ¿O porque hemos hecho las paces con el poder?

La Iglesia no fue llamada a agradar a todos, sino a ser fiel al Evangelio. Eso implica incomodar. Señalar las heridas. Denunciar la corrupción, la injusticia, el descarte sistemático. Que nuestra voz no tiemble ante los poderosos ni se diluya entre palabras neutras.

Queremos una diócesis que se levante por los pobres, los migrantes, los chicos esclavizados por la droga, los ancianos olvidados, los niños no nacidos. Que la Doctrina Social de la Iglesia deje de ser un documento archivado y se vuelva praxis viva.

También hay que denunciar dentro: estructuras cerradas, autoritarismo, misoginia eclesial, falta de transparencia económica. El pueblo de Dios tiene derecho a una Iglesia limpia, audaz, santa y valiente.

Pero la profecía no es solo denuncia. Es también esperanza. Que seamos sembradores de futuro. Que desde nuestras comunidades brote una cultura del encuentro real, del pan compartido, del perdón sincero.


IV. Sólida base teológica: conocer para amar y servir

No hay renovación sin formación. La ignorancia no es virtud. La fe superficial no resiste las tormentas culturales de hoy.

Nuestra diócesis debe formar profundamente a sus ministros y a su pueblo. Sacerdotes que no repitan fórmulas sin alma, sino que enseñen con claridad, unción y fundamento. Laicos que piensen, disciernan y actúen desde una fe razonada.

Hace falta promover escuelas de formación teológica, accesibles y de calidad. Que se estudie Dogmática, Moral, Escritura, Liturgia, Historia, Teología Pastoral. Que cada parroquia tenga una mini escuela misionera. Que se lean los documentos del Magisterio, no por cumplir, sino para alimentar el alma.

Y que todo esto nos lleve a orar mejor. A adorar más. A vivir la liturgia con asombro. Porque el conocimiento de Dios no es para vanagloria intelectual, sino para amar más y servir con mayor radicalidad.


Epílogo: del sueño a la urgencia profética

No se trata ya de soñar. El tiempo de los sueños ha pasado. Es la hora de la conversión, del testimonio, del coraje. Nuestra diócesis no necesita gestores, sino profetas. No espera reformas administrativas, sino una resurrección espiritual.

Monseñor Zordán, el clero, los religiosos, las religiosas, el laicado entero: todos estamos llamados a arder. A arder en fe, en caridad, en compromiso. A dejar de lado los miedos, los cálculos, las excusas.

Que Nuestra Señora del Rosario, patrona de esta tierra bendita, interceda para que esta diócesis no sea sólo paisaje, sino crisol de santidad. Y que, con la gracia de Dios, esta visión no se archive, sino que comience hoy, en cada comunidad, en cada hogar, en cada corazón dispuesto a ser instrumento del Reino.

©Catolic

Evangelizar las emociones: cómo sanar lo que sentimos sin negar lo que somos

I. Introducción: el dolor de sentir mal y la tentación de no sentir

Vivimos tiempos emocionalmente inestables. El vértigo de la vida moderna, el ruido permanente, las relaciones líquidas y el individualismo feroz han convertido a millones de personas en analfabetas emocionales: no saben qué sienten, o lo saben pero no logran ponerlo en palabras, o lo expresan de formas autodestructivas. La cultura actual produce emociones desbordadas e inmanejables. Pero también una parte de la espiritualidad cristiana —mal entendida— ha promovido durante siglos el ideal de una persona “serena, controlada y sin emociones negativas”.

Como si sentir mucho fuese señal de inmadurez espiritual. Como si la tristeza fuera un pecado. Como si la ira, el miedo o la angustia fueran cosas que hay que eliminar en lugar de comprender.

Esta nota —la primera de una serie— propone lo contrario: evangelizar las emociones. No reprimirlas. No negarlas. No ignorarlas. Evangelizarlas: llevarlas a Cristo, dejarlas tocar por la Palabra, integrarlas en un camino de madurez humana y santidad real.


II. ¿Qué son las emociones?

Las emociones no son ni buenas ni malas en sí. Son movimientos del alma que revelan algo que nos pasa por dentro: una percepción, un dolor, un deseo, un peligro, una pérdida, una alegría. Son como el termómetro que indica qué tan conectados estamos con la vida.

Si no sentimos, algo está mal. Pero si lo que sentimos nos domina y gobierna nuestra conducta, también algo está fuera de lugar. Por eso, el gran camino es integrar las emociones con la razón, la voluntad y la gracia. Ni censura ni dictadura emocional. Sino armonía.

El Catecismo de la Iglesia Católica lo dice con claridad:

“En sí mismas, las pasiones no son ni buenas ni malas. Son moralmente buenas cuando contribuyen a una acción buena, y malas en el caso contrario” (CIC 1767).


III. Jesús también sintió: ira, angustia, compasión, alegría

Uno de los grandes olvidos de cierta espiritualidad desencarnada es que Jesús tuvo emociones intensas. Las Escrituras lo muestran:

  • Se llenó de compasión (Mt 9,36).
  • Lloró ante la muerte de Lázaro (Jn 11,35).
  • Sintió una tristeza de muerte en Getsemaní (Mc 14,34).
  • Se indignó por la dureza de corazón de los fariseos (Mc 3,5).
  • Se conmovió profundamente (Lc 7,13).
  • Se alegró en el Espíritu Santo (Lc 10,21).

Jesús no fue un gurú frío ni un profeta despersonalizado. Fue perfectamente humano y perfectamente emocional, sin dejar de ser el Hijo de Dios. Su corazón sentía, sufría, vibraba. Por eso, evangelizar las emociones es también un acto de fidelidad cristológica: nos hace más parecidos a Él.


IV. Reprimir no es espiritual. Rezar no es anestesiar

Durante mucho tiempo se creyó que madurar espiritualmente consistía en “no dejarse afectar” por nada. Se confundió la paz de Cristo con la indiferencia estoica. Se consideró que una persona santa era alguien inalterable, que no lloraba, que no se enojaba, que todo lo aceptaba sin expresar dolor. Eso no es santidad: es deshumanización.

Rezar no es anestesiar. Orar no es tapar con palabras bonitas lo que el alma grita. A veces, la oración más profunda es un grito, una queja, un silencio doloroso, un llanto. Jesús mismo lo vivió así en el Huerto. El Padre lo escuchó no porque no llorara, sino porque se entregó a Él llorando.

Evangelizar las emociones implica darles un espacio en la vida espiritual. Dejar que el miedo, la ira, la tristeza y el deseo hablen con Dios. No para que se vuelvan tiranos, sino para que sean redimidos.


V. Las lágrimas también son proféticas

En una cultura que glorifica la dureza emocional y el cinismo, llorar es un acto profético. Las lágrimas limpian el alma. Duelen, sí. Pero también revelan lo que está vivo. En la Biblia, los grandes profetas lloraron: Jeremías, Elías, Isaías. También María. También Jesús. No hay vergüenza en eso. Hay humanidad.

La espiritualidad del corazón incluye aprender a abrazar nuestras emociones con ternura divina. No como debilidad, sino como camino de transparencia. El corazón roto es más parecido al de Cristo que el corazón blindado. Y Dios se revela a menudo en la vulnerabilidad.


VI. ¿Cómo evangelizar las emociones?

Evangelizar las emociones no es un método. Es un camino. Un proceso que requiere discernimiento, oración, vínculos sanos y tiempo. Algunas claves:

  1. Nombrar lo que siento: no se puede sanar lo que no se nombra.
  2. Llevarlo a la oración: decirle a Dios lo que me pasa, sin filtro.
  3. Discernir con alguien de fe y sabiduría: un acompañante espiritual, un amigo maduro, una guía confiable.
  4. Leer la Palabra desde el corazón: dejar que el Evangelio hable a mis heridas.
  5. Dejarse consolar por Dios: no sólo pedir soluciones, sino buscar Su abrazo.
  6. Abrir el corazón a los sacramentos: especialmente la Reconciliación y la Eucaristía, donde Cristo toca el alma.
  7. Caminar con otros: no sanar solo, sino en comunidad.

VII. Una pastoral del corazón: misión urgente

La Iglesia del siglo XXI necesita una pastoral del corazón. Ya no alcanza con ofrecer doctrina. Hace falta consolar, acompañar, contener, escuchar. Hace falta evangelizar también los afectos, no sólo las ideas. Sanar también lo que la gente siente, no sólo lo que cree.

Muchos se van de la Iglesia no por falta de fe, sino por angustias no escuchadas, por dolores no contenidos, por emociones nunca nombradas. No basta con decirles “tenés que confiar más en Dios”. Hay que caminar con ellos en el barro de lo que sienten, como hizo Jesús.

Evangelizar las emociones no es opcional. Es evangélico. Y es urgente. Porque sin corazón, la fe se vuelve ideología. Y sin emoción redimida, la espiritualidad se vuelve falsa.


VIII. Santidad también es sentir bien

Jesús quiere corazones vivos, no anestesiados. Personas que sientan con Él, no que repitan fórmulas sin alma. Evangelizar las emociones es abrirle las puertas del alma al Espíritu Santo, para que purifique lo que duele, fortalezca lo que tiembla y transforme lo que aún sangra.

La santidad no es insensibilidad. Es sensibilidad redimida. Es sentir con Dios. Es llorar con los que lloran y reír con los que ríen. Es tener un corazón manso y fuerte a la vez. Como el de Cristo.

Y eso —justamente eso— es lo que el mundo necesita hoy: almas que sientan bien, que sanen bien, que amen bien.

©Catolic

Cuando el alma tiembla: acompañar desde la fe una crisis de angustia existencial

Hay dolores que no se ven. Crisis que no se diagnostican con un análisis de sangre. Heridas que no sangran por fuera pero laceran por dentro.

Es el caso de quienes atraviesan una angustia existencial profunda, una especie de temblor interior que sacude el alma y deja sin palabras. No es tristeza. No es debilidad.

Es un abismo que aparece sin previo aviso, que a veces se hereda como una sombra familiar, y que en otras ocasiones se instala como resultado de años de estrés, vulnerabilidad, exigencia o trauma no resuelto.

En estos tiempos hiperacelerados y emocionalmente frágiles, muchas personas —especialmente mujeres jóvenes, madres, profesionales, esposas— están librando una batalla silenciosa contra el miedo, contra esa sensación de vacío inminente, de desborde, de perder el control.

Algunas lo llaman crisis de pánico, otras simplemente angustia. Lo cierto es que en esos momentos se experimenta la vulnerabilidad más radical de la existencia: la intemperie emocional del alma humana.

Acompañar sin invadir

¿Qué puede hacer quien está al lado? ¿Cómo sostener sin asfixiar? ¿Cómo abrazar sin invadir? El primer paso es comprender. Comprender que una persona que atraviesa una crisis de este tipo no necesita sermones ni soluciones rápidas, sino presencia, compasión y fe sólida. No una fe mágica ni infantil, sino una fe que sepa habitar el misterio del sufrimiento humano sin ceder al nihilismo.

Acompañar a alguien que atraviesa estas tormentas internas exige desaprender muchos automatismos: el de minimizar (“ya se te va a pasar”), el de espiritualizar en exceso (“rezá más”), o el de tecnificar la vida (“eso se cura con tal cosa”). Se trata, en cambio, de aprender a estar, de ofrecer una mirada confiada, un silencio fértil, una palabra que no sea anestesia sino ancla.

Implica también aprender a no cargar con lo que no nos corresponde: quien acompaña debe cultivar su propio equilibrio para no quebrarse con el dolor ajeno. Amar no es absorber, es sostener sin anular, acompañar sin controlar.

Cuerpo y alma: un solo combate

La Iglesia enseña con claridad que el ser humano es unidad de cuerpo y alma. No hay espíritu sin carne, ni angustia que no afecte también al sistema nervioso, al sueño, al ritmo cardíaco, a la digestión. Por eso, toda sanación verdadera necesita integrar lo físico, lo psíquico y lo espiritual. A veces, el alma tiembla porque el cuerpo está desregulado, sobreestimulado, agotado. Otras veces, el cuerpo sufre porque el alma está desbordada de dolor no expresado.

Es urgente recuperar una mirada católica integral de la salud emocional. No una fe desencarnada que niega el sufrimiento, ni un biologicismo ciego que reduce todo a neurotransmisores.

El acompañamiento cristiano de una persona en crisis debe abrir la posibilidad de un trabajo profundo, paciente y valiente, que permita reconstruir los cimientos del ser. Esto no implica descartar la medicina ni rechazar los recursos terapéuticos, sino insertarlos en una visión más grande, donde el alma y el cuerpo no se excluyen, sino que se interpenetran.

Respirar, orar, resistir

Quienes sufren este tipo de crisis necesitan desarrollar una rutina corporal y espiritual que restablezca el equilibrio interior. Respirar conscientemente, orar con frases breves (“Jesús, en vos confío”), incorporar momentos de silencio contemplativo, abrazar los sacramentos desde una postura de descanso, no de exigencia.

La oración profunda, cuando se une a la respiración lenta y al abandono en Dios, no sólo consuela: regula el sistema nervioso autónomo. No es una fórmula mágica, pero sí una herramienta poderosa cuando se practica con humildad y constancia. Lo espiritual toca lo neurológico; lo invisible tiene efectos biológicos reales.

Ciertos pasajes bíblicos pueden convertirse en verdaderas cápsulas de esperanza. El Salmo 27 (“El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?”), el 91 (“Tú eres mi refugio, mi fortaleza”), o el 139 (“Tú has creado mis entrañas…”) se vuelven alimento para el alma angustiada. La lectura orante y lenta permite que la Palabra actúe como bálsamo, como escudo, como guía en medio de la oscuridad.

El umbral se puede elevar

Una de las metas del proceso de sanación es elevar el umbral de tolerancia al malestar. Que el alma no se quiebre con cada golpe, que el cuerpo no colapse con cada emoción intensa. Que la persona aprenda a habitar sus propios bordes sin miedo, sabiendo que no está sola, que su debilidad es un lugar privilegiado donde puede actuar la gracia.

Esto requiere caminar un proceso, no esperar una solución instantánea. Implica crear nuevas rutinas de cuidado físico y emocional: descanso, alimentación consciente, vínculos sanos, espacios de recreación verdadera. También puede incluir herramientas naturales que favorezcan la regulación del sistema nervioso, siempre acompañadas por discernimiento y supervisión profesional.

Y sobre todo, requiere una comunidad que no abandone. La Iglesia puede y debe ser ese cuerpo que acompaña, que consuela, que sostiene. No con frases hechas, sino con presencia real, con gestos de ternura, con espacios seguros donde el sufrimiento no sea juzgado, sino acogido.

Sanar no es olvidar el miedo, es saber quién lo vence

La clave no está en eliminar el miedo para siempre —eso no existe en esta vida—, sino en ser libre frente al miedo, en saber que el Amor es más fuerte, en aprender a descansar en los brazos de Aquel que dijo: “No teman, soy yo” (Mt 14,27).

La fe no es un seguro contra las crisis, sino una lámpara que ilumina el camino dentro de ellas. Cuando una persona descubre que su angustia no la separa de Dios, sino que puede volverse un lugar de encuentro con Él, comienza una transformación secreta pero poderosa. Ya no se trata de “superar” la angustia, sino de transfigurarla.

Eso no ocurre de golpe. A veces toma semanas, meses, incluso años. Pero cada pequeño avance, cada día que se logra vivir con un poco más de serenidad, cada noche en que el pánico no vence, es una victoria del Reino. Una grieta donde entra la luz.

Testimonio silencioso, milagros discretos

Quien acompaña este tipo de procesos, muchas veces lo hace en silencio, entre lágrimas, sin que nadie lo vea. Esposos que velan por sus esposas. Hijas que sostienen a sus madres. Amigos que no abandonan. Son verdaderos samaritanos del alma, ministros silenciosos de la ternura de Dios. Y aunque no siempre haya milagros visibles, en el fondo de esos acompañamientos discretos se mueve la gracia.

Cada vez que una persona se levanta tras una noche de angustia. Cada vez que respira hondo en lugar de rendirse. Cada vez que vuelve a confiar, aunque todo parezca perdido, ahí ocurre un milagro. Pequeño, escondido, eterno.

A veces, acompañar a alguien que sufre es también una oportunidad para el propio crecimiento espiritual. Para aprender a vivir desde el servicio, desde la ternura, desde la fe que no exige resultados. Para descubrir que también nosotros necesitamos ser sanados de nuestras urgencias, de nuestros ruidos, de nuestras soluciones rápidas. Porque el que acompaña también es transformado.

Tiempo profético

En un mundo que banaliza el sufrimiento o lo medicaliza sin alma, la Iglesia está llamada a ofrecer un acompañamiento valiente, compasivo y profundamente humano. Porque sólo una fe que se arrodilla junto al que sufre, que no lo juzga ni lo abandona, que ora con él, que respira con él, que llora con él, puede anunciar con verdad el Reino de Dios.

No hay angustia tan honda que no pueda ser tocada por la misericordia. No hay noche tan oscura que no pueda ser encendida por una pequeña llama. No hay alma tan herida que no pueda volver a caminar, si alguien cree con ella.

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Sacerdotes sí, pero no en el centro: crítica teológica a una homilía bien intencionada pero eclesiocéntrica

Cuando el pan deja de ser Cristo y se convierte en el clero

El Evangelio de este domingo (Lc 10,1-12.17-20) es uno de los textos misioneros más potentes del Nuevo Testamento. Jesús no habla aquí del culto ni del sacerdocio, sino de la misión: del envío de los setenta y dos discípulos como obreros del Reino, no como ministros cultuales.

Sin embargo, la homilía de un diácono que recientemente he leído, toma este texto profundamente laical y misionero para reforzar una visión clericalista del sacerdocio que, aunque revestida de ternura y gratitud, termina desviando el foco del Evangelio hacia una estructura eclesial que no es el fin último del mensaje de Jesús.

Esta crítica se propone mostrar los límites, riesgos y consecuencias de una predicación que, sin errores doctrinales explícitos, incurre en un serio error de enfoque: ubicar al clero en el centro del Reino, olvidando que el único centro del cristianismo es Cristo, y que el pueblo de Dios entero —no solo los sacerdotes— está llamado a la misión, a la profecía y a la santidad.

De la abeja al altar: una analogía que endulza pero oculta

La homilía comienza con una metáfora encantadora: la abeja como modelo de servicio silencioso. Inmediatamente, el paralelismo se traslada a los sacerdotes. Ellos —dice el diácono— “trabajan en silencio” y “gracias a ellos hay frutos, belleza y vida”.

Aquí hay una primera romantización del ministerio, una idealización pastoral que corre el riesgo de exaltar al ministro en lugar de invitarlo a la humildad. El sacerdote no es una abeja que fecunda la vida: es un servidor de la Palabra, un testigo del Reino, alguien que debe transparentar a Cristo y no ocupar su lugar.

En lugar de afirmar que “sin sacerdotes no hay Eucaristía”, habría que recordar que la Eucaristía no es propiedad de los sacerdotes, sino un don de Cristo a toda la Iglesia.

El riesgo de esta imagen no es solo poético, sino teológico: equipara el trabajo sacerdotal al origen de la vida, cuando en realidad el único que da vida es el Espíritu, no el clero.

“Sin sacerdotes no hay Eucaristía”… ¿o sí?

Una de las afirmaciones más problemáticas de la homilía es esta:

“Sin sacerdotes, no tenemos Eucaristía. Sin sacerdotes, no tenemos perdón. Sin sacerdotes, nos falta el pan que nos da la vida eterna.”

La frase es teológicamente correcta en lo sacramental, pero tóxica en su interpretación eclesiológica. Porque es verdad que el sacerdote, válidamente ordenado, es quien preside la Eucaristía y confiere el perdón sacramental.

Pero el modo de decirlo parece sugerir que la salvación depende exclusivamente del clero, lo cual contradice frontalmente la enseñanza del Concilio Vaticano II.

“Todos los fieles cristianos participan del sacerdocio común; todos son llamados a la santidad y a la misión del Pueblo de Dios.” (cf. Lumen Gentium 10–11)

Además, afirmar que “sin sacerdotes no hay perdón” oscurece la acción directa de Dios: el perdón no es propiedad sacramental sino iniciativa divina, y si bien los sacramentos son su expresión visible, no son su límite. El Dios de misericordia no queda atado a la disponibilidad de un clérigo.

Una lectura sesgada del Evangelio

Jesús en Lc 10 no habla de sacerdotes. Habla de obreros, enviados, discípulos. La homilía que he leído, en cambio, transforma ese envío universal en una exaltación del clero.

“Los sacerdotes son el regalo silencioso de Dios a la comunidad… traen a Cristo… rompen el pan que alimenta nuestra hambre más profundo.”

Esta es una reducción eclesiocéntrica del mensaje. Jesús envió a setenta y dos, símbolo del pueblo completo, de los discípulos de a pie. Hoy, muchos de esos “obreros del Reino” son catequistas, madres, trabajadores, consagradas, médicos, evangelizadores en villas, jóvenes con el Rosario en la mano, hombres que oran en la soledad del campo.

Reducir todo a los sacerdotes es una forma sutil de clericalismo, incluso si viene cargada de ternura pastoral. No se puede predicar el Evangelio del Reino poniendo en el centro a los ministros, aunque sean buenos, fieles y entregados. El centro es el Reino, no la estructura que lo sirve.

El llanto del cura y la lágrima invisible del Pueblo de Dios

La homilía dedica un extenso párrafo al sufrimiento del sacerdote:

“Lloran por cansancio, por soledad, por incomprensión. Lloran porque a veces reciben más críticas que gestos de gratitud…”

Es comprensible, y hasta necesario, mostrar el costado humano del ministerio. Pero es incompleto si no se menciona también el sufrimiento del pueblo de Dios: los laicos solos, los que no tienen quién los escuche, los excluidos por una Iglesia elitista, las mujeres despreciadas en sus carismas, los jóvenes que no encuentran lenguaje en los templos, las víctimas de abusos eclesiásticos…

¿Quién llora por ellos?

Una homilía verdaderamente profética no puede hablar solo del dolor del sacerdote sin asumir también las heridas de la comunidad. Cuando un cura llora, el pueblo también llora, y a veces hace siglos. ¿Por qué sólo aparecen los sentimientos del pastor y no los del rebaño?

Un lenguaje afectivo que refuerza estructuras

Frases como estas:

  • “Ellos no son empleados, son padres, pastores, hermanos, amigos del alma…”
  • “Cuando un sacerdote se levanta, Cristo se levanta en medio de nosotros.”

…aunque emocionalmente conmovedoras, refuerzan una visión afectiva pero jerárquica, donde el sacerdote es mediador universal, casi indispensable, incluso en la vivencia de Cristo.

Pero Cristo no se levanta solo cuando un cura se levanta. Cristo se levanta cada vez que un pobre resiste, cada vez que una mujer se pone de pie, cada vez que un joven dice “sí” al Evangelio. La Iglesia es más que el clero. El Cuerpo de Cristo no se agota en el presbiterio.

El silencio de los profetas

El mayor ausente de esta homilía no es Jesús —que es mencionado muchas veces—, sino el Espíritu Santo. No hay espacio para la dimensión carismática, profética y escatológica del mensaje cristiano. No hay referencia a la vocación universal a la santidad, ni al papel del Pueblo de Dios en su conjunto. No hay mención del Reino como justicia, paz, transformación de las estructuras del mundo. Todo queda encapsulado en una experiencia religiosa centrada en el sacerdote, el culto, y la comunidad afectiva.

¿Dónde están los pobres en esta homilía? ¿Dónde los perseguidos por el Evangelio? ¿Dónde los mártires, los profetas, los que anuncian fuera del templo?

Una omisión peligrosa: la corrupción y el pecado institucional

En tiempos de escándalos eclesiásticos, de abusos sexuales, de encubrimientos, de seminarios en crisis, de diócesis intervenidas, una homilía que solo presenta una visión idílica del clero corre el riesgo de ser peligrosa pastoralmente, porque perpetúa el silencio, el blindaje y la infantilización del laicado.

¿Dónde está la crítica? ¿Dónde la purificación de la Iglesia que pidió Benedicto XVI? ¿Dónde la denuncia que pidió Francisco? ¿Dónde el fuego del Espíritu que no se acomoda al elogio fácil?

“El Reino de Dios está cerca de ustedes”, dice Jesús. Sí, pero no en forma de aplauso clerical. El Reino irrumpe donde hay verdad, denuncia, transparencia, pobreza evangélica.

El Reino de Dios es de todos: una eclesiología más ancha

La visión de esta homilía refleja una eclesiología preconciliar en su tono, aunque no en sus términos. Nos recuerda al modelo de Iglesia piramidal donde el clero está arriba, el laicado escucha y agradece, y María cuida a los pastores como figura maternal de segundo plano.

El Concilio Vaticano II propuso una Iglesia Pueblo de Dios, donde todos son corresponsables. La sinodalidad que propone el Papa León XIV no es un gesto de buena voluntad, sino un cambio de paradigma. Esta homilía no lo refleja.

El Reino no viene solo con la misa y la absolución: viene con la compasión, la justicia, la palabra profética. Y eso lo pueden ofrecer también los no ordenados. No hay exclusividad de gracia.

Una homilía necesaria, pero que pide más

La homilía del diácono es cálida, bien intencionada, pastoralmente afectiva. No tiene errores doctrinales formales. Pero sí una visión parcial, limitada, estructuralmente clerical, que —en el contexto actual de la Iglesia— necesita ser ampliada, corregida y purificada con la luz del Evangelio y del Concilio.

No se trata de quitar valor al sacerdote. Se trata de no convertir al sacerdote en ídolo, mediador único, protagonista del Reino.

Cristo es el centro. La Iglesia es su esposa, no su reemplazo. El pueblo entero es sujeto de misión. Y el Reino no vendrá por más misas solamente, sino por más Evangelio vivido.

Declaración final de fidelidad

Decimos todo esto con dolor, pero también con esperanza. Amamos a los sacerdotes. Rezamos por ellos. Valoramos su entrega. Pero queremos más: queremos una Iglesia donde los curas no sean el centro, sino servidores. Donde no sean alabados, sino transformados por el fuego del Evangelio.

Queremos una Iglesia de pobres, de mártires, de testigos. Queremos una predicación profética, no afectiva. Queremos el Reino. Y el Reino no depende de la sotana, sino del Espíritu.

Como dijo el Papa León XIV:

“No defendamos el sacerdocio ensalzándolo, sino transparentando a Cristo.”

“Dios no tiene dueño”: una verdad olvidada que libera

“El viento sopla donde quiere… y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu” (Jn 3,8).

Dios tiene dueño

I. Introducción: una falsa posesión

Una de las tentaciones más persistentes del alma religiosa —y, en particular, de quienes administran lo sagrado— es la apropiación de Dios. No hablamos aquí de la piedad sincera ni del legítimo ejercicio del ministerio, sino de esa lógica perversa por la cual algunos se arrogan el poder de decidir quién accede a Dios, cómo y cuándo. Como si el Dios vivo pudiera ser contenido entre las paredes de una institución, controlado por decretos eclesiásticos o monopolizado en nombre de una supuesta ortodoxia exclusiva.

Esta tentación no es nueva. Aparece en las páginas del Evangelio cada vez que Jesús confronta con los fariseos, los doctores de la Ley o los mercaderes del Templo. Pero hoy, dos mil años después, la misma sombra se cierne sobre no pocos sectores del cristianismo. Se ha perdido, en muchos casos, la conciencia de que Dios no tiene dueño. Ni siquiera la Iglesia lo posee. Lo acoge, lo sirve, lo anuncia. Pero no puede enclaustrarlo.

II. Jesús, el liberador de lo sagrado

Desde su aparición en la escena pública, Jesús de Nazaret irrumpe como un profanador de los límites falsamente sacralizados. Nace fuera de Jerusalén. Se manifiesta fuera del templo. Realiza signos fuera del calendario ritual. Se deja tocar por impuros. Habla con mujeres. Cura en sábado. Y en el momento culminante de su vida, cuando finalmente entra en el Templo, no es para consolidarlo como centro de culto, sino para denunciar su corrupción y anunciar su caducidad (cf. Mt 21,12-13).

Para Jesús, Dios no está en un solo lugar ni se deja atrapar por normas rituales. Lo declara con fuerza a la samaritana: “Créeme, mujer, llega la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adorarán al Padre” (Jn 4,21). Lo reafirma al decir: “Donde dos o más se reúnen en mi nombre, allí estoy Yo” (Mt 18,20). Dios se hace presente donde hay amor, fe, justicia, perdón. Dios se hace presente donde quiere.

Esta libertad radical con respecto a los lugares sagrados es escandalosa para la religión institucionalizada. No porque niegue el valor del culto, sino porque deja en evidencia que el culto es para el hombre, no el hombre para el culto.

III. El Templo rasgado: una clave teológica

La teología cristiana reconoce un signo clave en la pasión de Jesús: el velo del templo se rasgó en dos (Mt 27,51). Ese velo separaba el Santo de los Santos del resto del mundo, delimitando el espacio donde —según la tradición judía— habitaba la presencia de Dios. El gesto simbólico no puede ser más claro: la presencia de Dios ya no está confinada en un espacio cerrado. Desde la cruz, Jesús inaugura un acceso universal, directo y gratuito al Padre.

San Pablo lo expresa con claridad: “Por medio de Cristo, tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu” (Ef 2,18). Y lo dice aún más audazmente: “¿No saben que ustedes son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?” (1 Co 3,16). El verdadero templo es el ser humano, redimido y habitado por Dios.

La teología del Nuevo Testamento desmantela así toda pretensión de monopolio. Dios ha salido del templo. Dios ha entrado en la carne. Dios camina por la historia.

IV. Iglesia: madre y mediadora, no dueña

La Iglesia, en su más profunda identidad, no es la dueña de Dios sino su servidora y sacramento. Como recuerda el Concilio Vaticano II, la Iglesia es “el signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1). No es la fuente de la gracia, sino su mediación. No es la meta del Reino, sino su anuncio.

La Eucaristía, culmen y fuente de la vida cristiana (LG 11), es ciertamente un lugar altísimo de encuentro con Cristo. Pero no es el único. Dios no está encerrado en la hostia consagrada como un prisionero divino. La Eucaristía no es una jaula sagrada sino un banquete de comunión. Y quien se acerca con Fe a ese misterio debe hacerlo sabiendo que el mismo Cristo que se da allí se deja encontrar también en el rostro del pobre, del preso, del inmigrante, del enfermo, del pecador.

Como advirtió Francisco en múltiples ocasiones, caer en el sacerdotalismo elitista es uno de los mayores peligros de la Iglesia: “El clericalismo anula la personalidad de los cristianos y tiende a disminuir y a subestimar la gracia bautismal que el Espíritu Santo ha puesto en el corazón de nuestra gente” (Discurso, 20/08/2018).

V. ¿Quién se cree dueño de Dios?

A lo largo de la historia, distintos grupos han intentado apropiarse de Dios: emperadores, dictadores, sacerdotes, ideólogos. A veces con intenciones religiosas, otras con fines políticos. El resultado es siempre el mismo: la manipulación de lo sagrado al servicio del poder.

Hoy, esa tentación asume formas más sutiles pero igual de peligrosas:

  • Cuando se excomulga moralmente a quien no encaja en los moldes estrechos del “católico ideal”.
  • Cuando se niega la comunión a personas por cuestiones políticas, no por pecado.
  • Cuando se predica un Cristo que pretende seres perfectos, excluye o condena sin compasión.
  • Cuando se arroga el poder de “salvar o condenar” desde una cátedra humana, olvidando que solo Dios ve el corazón.

Frente a esto, resuena la advertencia de Jesús: “¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas! Ustedes cierran el Reino de los cielos delante de los hombres: ni entran ustedes ni dejan entrar a los que quieren entrar” (Mt 23,13).

VI. La Fe sin templo: caminos de la presencia divina

En tiempos en que muchos han abandonado las iglesias por escándalos, abusos o desencantos, es urgente recordar que Dios no se ha ido. Como escribió Adrien Candiard: “No es Dios quien se aleja del mundo, sino nosotros quienes nos alejamos de Él bajo la ilusión de servirlo”.

Hay una Fe sin templo que no es herejía sino fidelidad. Hay creyentes que no pisan una parroquia pero perdonan, aman, rezan, sirven. Hay vidas enteras ofrecidas en hospitales, cárceles, villas, familias rotas. Allí también está Dios. No por fuera de la Iglesia, sino en su misterio más profundo, que va más allá de sus estructuras visibles.

Xabier Pikaza lo decía con crudeza: “Dios no cabe en las estructuras religiosas que hemos construido para él. Si lo metemos allí, lo matamos”. Y más aún: “El templo más grande es el cuerpo humano, el corazón que ama, la mente que busca, la comunidad que acoge”.

VII. Un Dios libre y liberador

Recuperar la idea de un Dios libre es, paradójicamente, volver a la fuente más pura del cristianismo. Un Dios que no necesita ser defendido, ni representado en exclusividad. Un Dios que se revela en lo inesperado, que rompe moldes, que desarma instituciones cuando se vuelven ídolos. Un Dios que no pide permiso para amar.

Este es el Dios que arde en el Evangelio. No un dios domesticado por la liturgia ni manipulado por la ideología. No un dios usado para ganar elecciones ni para sostener estructuras de poder. El Dios de Jesús es un fuego que consume nuestras falsas seguridades religiosas y nos lanza al mundo con las manos vacías pero el corazón lleno.

VIII. Conclusión: volver al Dios vivo

La pregunta clave no es quién tiene razón, sino quién está dejando que Dios sea Dios. Quien lo posee, lo mata. Quien lo sirve, lo revela. Quien lo manipula, lo reduce. Quien se deja amar por Él, lo encarna.

El gran escándalo del cristianismo es haber anunciado a un Dios que prefiere la intemperie del pesebre al calor de los palacios, que se deja crucificar por los poderes religiosos y políticos de turno, que resucita sin pedir permiso a nadie.

No hay mayor blasfemia que pretender encerrar a Dios entre nuestras manos. Y no hay mayor fidelidad que proclamar, con humildad y coraje, que Dios no tiene dueño.

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“Del Abismo a la Llama: Cuando Dios Se Inclina sobre el Alma Angustiada”

“Hubo un día en que no podía levantarme. No sabía si era tristeza, miedo o un muro invisible. Sólo sabía que no podía.”

Sanación

La angustia es un grito sin palabras. Una presión muda en el pecho. Una opresión en el alma que no se deja explicar con diagnósticos ni con moralismos. Hay personas que están vivas por fuera pero muertas por dentro. Asisten a misa, trabajan, sonríen en la foto, pero se descomponen en el silencio de su interior.

Muchos en la Iglesia no saben cómo nombrarlo. Peor aún: muchos lo juzgan. “Es falta de Fe”, “Es flojera espiritual”, “Es ego”. Pero la depresión no es un capricho. La angustia no es debilidad. Es una herida profunda del alma que ha perdido contacto con su eje, con su sentido, con su descanso. ¡Y cuántos católicos caminan hoy en ese abismo, sin que nadie los vea!

El sistema nervioso, cuando se hiperactiva, nos arrastra a un estado de alerta constante. Vivimos como si el león estuviera siempre por entrar. Respiramos rápido, dormimos mal, nos pesa la vida. La angustia no es sólo emocional: es también fisiológica, espiritual, social, histórica. Es la manifestación de un mundo roto, de una infancia sin abrazo, de una religión sin rostro humano.

Pero en el fondo de ese abismo, hay una Llama. Una luz que no se extingue. Y esa luz es Cristo.

No el Cristo de los moralistas. No el que se limita a decir “reza más” o “ofrece el sufrimiento” como si el alma fuera un envase. Sino el Cristo que llora, que suda sangre en Getsemaní, que cae bajo el peso de la cruz y grita: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”

La angustia es el Getsemaní del alma. Y muchos están ahí. A veces sin saberlo. A veces sin que nadie los nombre. Pero el primer paso hacia la sanación es este: reconocer que la herida existe. Que no estás loco. Que no sos malo. Que no sos menos católico por sentir lo que sentís.

El segundo paso es recuperar el cuerpo. Porque Dios se hizo carne. Porque el alma no se sana si el cuerpo está tenso, herido, extenuado. Respirar. Caminar. Dormir. Alimentarse. Tomarse el pulso. Pedir ayuda. Reconocer el desequilibrio del sistema simpático y dejar que el parasimpático -el sistema de la paz- vuelva a activarse.

El tercer paso es invocar. Pero no desde el miedo ni desde la repetición. Sino desde la verdad. Decirle a Dios: “No puedo más, pero sí quiero. Estoy roto, pero no quiero morirme así. Ven. Lávame. Desátame. Quédate.”

Dios no se ofende con tus lágrimas. No se escandaliza con tu angustia. No te exige la sonrisa cuando no podés. Él baja. Baja al pozo. Baja al infierno interior. Y desde allí te levanta. No como un mago. Sino como un amigo que no te deja solo.

La Iglesia necesita hablar más de esto. Urgentemente. ¡Cuánta gente se suicida sin que sus comunidades los hayan visto! ¡Cuánta gente toma psicofármacos a escondidas, porque siente vergüenza! ¡Cuántos confunden la santidad con anestesia emocional! ¡Basta!

La santidad no es ausencia de heridas: es presencia de Luz en la herida. Y la depresión puede ser también un camino hacia una fe más real, menos fingida, menos de cartón.

Hay salida. Pero no es mágica. Es lenta. Es corporal. Es comunitaria. Es orante. Y sobre todo, es verdadera. Empieza cuando dejás de esconderte. Cuando aceptás tu noche y dejás que otro la atraviese con vos.

Vos que leés esto y llorás en silencio, o pensás que nadie te entiende: no sos un caso perdido. Sos tierra santa. Sos un Cristo oculto. Sos alma en trabajo de parto. Y Dios no te suelta. No lo va a hacer ahora.

Esta nota no es para viralizar una moda. Es para abrir una trinchera de Verdad. Para que los que callan, hablen. Para que los que se sienten rotos, respiren. Para que la Iglesia deje de tapar con incienso lo que necesita ser iluminado con humanidad.

La angustia no se elimina con frases bonitas. Se transfigura con comunidad, con compasión, con medicina y con fe. Con sacramentos vivos, no ritualismos vacíos. Con sacerdotes que escuchen, no que reciten.

Y sobre todo, con la certeza de que Dios no es un tirano: es un Padre que te busca incluso cuando vos ya no querés buscarlo.

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Una buena noticia olvidada: la victoria sobre la muerte

Resurrección

Prendemos la tele y allí está, en el noticiero que muestra luces de patrulleros, casquillos de balas y llantos de familiares.

Miramos videos y el algoritmo también nos sugiere su presencia que acecha detrás de los bombardeos que hunden edificios y personas bajo los escombros.

Salimos a la calle y una voz nos confirma la razón por la cual hace días notamos que el anciano vecino no trae más su perrito hasta la esquina.

Nos acostumbramos a ella porque sabemos que es natural e inevitable cuando nos parece lejana –de otros- y, sin embargo, la vivimos como un acto de injusticia cuando nos toca de cerca, con algún familiar o amigo muy querido, porque pareciera que todos tenemos dentro un anhelo universal por el cual deseamos que los que amamos no mueran nunca.

Sin embargo, con mayor o menor grado de previsibilidad, en algún momento llega y nos despoja, nos arrebata y nos quita, dejándonos un hueco vacío más o menos a la altura del estómago, que duele. Y aunque afuera sea verano o primavera, adentro está nublado de tristeza y llueven lágrimas de sal.

Si estás pasando o pasaste por ese sentimiento de pérdida injusta, tengo algo para decirte que no es nada nuevo, pero tal vez te haga bien recordarlo. Es una noticia que ya lleva más de dos mil años, pero no sé por qué razón olvidamos tan fácilmente.

Quisiera escribirla con letras blancas de imprenta sobre una placa roja para que leas que: la muerte no es el final, ni tiene la última palabra.

Me preguntarás de dónde saco esas cosas. Mirá, la verdad es que me lo contaron cuando era chico y me sonaba muy real en aquella época. Después, de grande, me fui olvidando, hasta que sentí la necesidad de investigar un poco más.

La historia es así. Parece que entre el 8 y el 9 de abril del año 30 sucedió en Jerusalén –una ciudad de la provincia romana de Judá, gobernada por Poncio Pilatos- un hecho extraordinario que no había sucedido nunca antes y nunca más después sucedió, es decir, un hecho único e irrepetible en la historia.

El protagonista sería un judío muy particular, al que algunos querían hacer rey, pero él no quería saber nada de eso. Cuestión, que este señor se las traía. Si bien había aprendido el oficio de carpintero con su padre, se lo podía ver enseñando en la sinagoga junto a los maestros y, por supuesto, no les cayó nada bien al establishment religioso de la época.

Resulta que hablaba de un dios amoroso al que llamaba Padre, transformaba el agua en vino, multiplicaba panes y peces para alimentar a la multitud que lo escuchaba en el monte, curaba leprosos y ciegos, comía con recaudadores de impuestos, tenía amigos que eran pescadores, hablaba con extranjeros, defendía prostitutas y encima decía que era hijo de Dios, por eso más que nada se le complicó la cosa.

Él les decía que su reino no era de este mundo, que había que dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, pero en el fondo les molestaba a los religiosos de su tiempo, así que buscaron la forma de matarlo hasta que lo lograron.

Se llamaba Jesús. Dicen que murió crucificado junto a dos ladrones el viernes 7 de abril del año 30, después de recibir azotes, cargar el madero de su cruz y ser coronado burlonamente con una corona de espinas.

Hasta ahí, más allá de lo cruento de la escena, si has leído un poco de historia, seguramente no te sorprenderá que otro inocente, otra víctima, entre tantas, haya sido injustamente condenada por los poderosos vencedores del momento.

Lo más llamativo es que ni una queja salió de su boca. Por el contrario, a uno de los ladrones que reconoció su inocencia, le prometió que estaría con él en el Paraíso ese mismo día. Es que lo verdaderamente extraordinario, es que al tercer día este hombre – dios resucitó.

Sí, eso: re – su – ci – tó. ¿Y qué significa eso? Significa que recuperó su cuerpo y volvió a vivir para no morir nunca más. ¿Qué cómo lo sé? Porque se le apareció a las mujeres y a sus discípulos que por aquellos días tenían mucho miedo después que vieron el sepulcro vacío con las sábanas en el suelo, porque pensaron que se habían robado el cuerpo.

Se les apareció en la casa donde estaban escondidos y tristes después de lo que había sido su muerte y él les mostró sus heridas. Es más, se les apareció también en la playa de Galilea donde comieron pescado asado que él mismo les preparó a sus amigos mientras tiraban las redes en el lago.

Estuvo con ellos unos cuarenta días, dicen, luego de lo cual subió al cielo “para prepararnos un lugar”. Sí, porque con su vida, su muerte y resurrección nos abrió las puertas del cielo a todos y por esa razón no deberíamos estar más tristes.

Esta es la gran noticia, la buena noticia: que la muerte ha sido vencida, que Su Corazón traspasado arde de Misericordia hacia todos los pecadores y su Amor Infinito nos espera acá en la Eucaristía y también más allá del tiempo.

Así que, en la medida que puedas, tratá de mirar tu pérdida a la luz de la Resurrección, porque no estás solo o sola y la ausencia de hoy –para tu ser querido y para vos- es sólo una forma distinta de estar entre sus brazos. Dale, poné tu Esperanza en Jesús: el único que ha vencido a la muerte y “hace nuevas todas las cosas”.

Nota final

La frase “Yo lo resucitaré” aparece en el Evangelio de Juan, específicamente en el capítulo 6, versículos 39 y 40.

En estos versículos, Jesús habla sobre la voluntad del Padre y la promesa de vida eterna para aquellos que creen en él. 

La frase completa es: “Y esta es la voluntad del que me envió: Que todo aquel que ve al Hijo, y cree en él, tenga vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero.”. 

En Juan 6:39-40, Jesús está explicando la importancia de creer en él para obtener la vida eterna y que él mismo los resucitará al final de los tiempos.

Esta promesa se reitera en el contexto de la discusión sobre el pan de vida, donde Jesús afirma que su carne es verdadera comida y su sangre verdadera bebida, y que quien come de ella tiene vida eterna y será resucitado. 

En resumen, la frase “Yo lo resucitaré” en el Evangelio de Juan, específicamente en el capítulo 6, es una promesa de Jesús a aquellos que creen en él, asegurando que los resucitará al final de los tiempos para darles vida eterna. . .

Por Lucía del Alma

Lucía del Alba es una voz profética y contemplativa de este tiempo. Mujer creyente, comprometida con la verdad, la justicia y la belleza del Evangelio, escribe desde el corazón de la Iglesia, pero con libertad de espíritu. Su mirada desafía, sana y despierta. Colabora con catolic.ar en columnas, ensayos y testimonios con una sensibilidad poética y una profundidad espiritual poco comunes.

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Domar al dragón: cómo reconciliar el cuerpo y el alma para que Dios pueda hablarnos de nuevo

“El alma también respira por los nervios. Y si el cuerpo tiembla, a veces es porque el Espíritu Santo no puede entrar por donde solía.”


Domar al Dragón

Hay una guerra silenciosa que se libra dentro de cada uno de nosotros. No es ideológica ni cultural. No es eclesial ni política. Es una guerra más íntima, más antigua, más determinante. Se libra entre el cuerpo agitado y el alma que busca descanso, entre el corazón que late como tambor de guerra y el susurro de Dios que espera una pausa para hablarte.

Y en el centro de esa batalla olvidada, hay un sistema que no vemos, que no controlamos del todo, pero que puede salvarnos o arrastrarnos al abismo si no lo entendemos: el sistema nervioso vegetativo.


El dragón que reacciona antes que vos

Desde que nos despertamos, aún sin saberlo, ya estamos reaccionando. A la luz que entra por la ventana. A un ruido. A una noticia. A un recuerdo. A un WhatsApp. A la voz de alguien. Y reaccionamos antes incluso de pensar.

¿Por qué? Porque Dios nos creó con un sistema nervioso autónomo que, en fracciones de segundo, decide si estamos a salvo o en peligro. Lo hace a través de dos grandes ramas: el simpático (que acelera, activa, defiende) y el parasimpático (que calma, digiere, repara, conecta).

Ambos son maravillosos. Son regalos de la Creación. Pero cuando vivimos con el simpático encendido día y noche, creyendo que todo es amenaza, que hay que sobrevivir todo el tiempo, que no hay tregua, nos quebramos por dentro.

Y lo peor: nos volvemos sordos a la voz de Dios.


Cuando el cuerpo no deja entrar al Espíritu

No es que Dios no hable.
Es que el ruido interior es tan alto, que no lo escuchamos.
Es que el corazón late como tambor de alarma, y no hay silencio.
Es que la respiración está secuestrada por la ansiedad, y no dejamos que el alma inhale la paz.

Durante siglos, la espiritualidad cristiana intuyó esto. Los Padres del Desierto, los místicos, los monjes, sabían que para oír a Dios no bastaba con encerrarse. Había que callar el cuerpo. Hacerlo dócil. Respirar distinto. Estar.

Hoy la neurociencia confirma lo que ellos sabían por la gracia: no podemos orar en serio si nuestro sistema nervioso cree que estamos en peligro.
El cuerpo agitado no reza. Sobrevive.
Y el alma confundida, en lugar de dialogar con Dios, se pelea consigo misma.


El alma necesita cuerpo para orar

Vivimos como si el alma fuera una nube espiritual flotando, desconectada de este cuerpo que sentimos cansado, alterado, dolorido. Pero la Encarnación nos recuerda que el cuerpo no es el estorbo del alma. Es su templo. Su instrumento. Su aliado.

Cuando el cuerpo está en estado de guerra, el alma se vuelve sospechosa, inquieta, inestable.

Por eso el primer paso de toda sanación profunda no es pensar distinto, ni sentir distinto. Es habitar el cuerpo de un modo nuevo.
Y eso significa reeducar el sistema nervioso autónomo para que no viva como si todo fuera una amenaza.

Significa enseñarle al simpático que ya no hay leones afuera.
Que el juicio final no es hoy.
Que podemos quedarnos en la oración más de tres minutos sin revisar el celular.
Que el aire que respiramos no es escaso, es un don.


Volver a respirar por dentro

¿Sabías que el sistema parasimpático —ese que nos calma, nos regenera y nos vuelve humanos— se activa cuando exhalamos lento, profundo, por la nariz?
¿Y que en ese momento, el nervio vago (que lleva paz a todo el cuerpo) le dice al cerebro: “estamos a salvo”?

Cuando respirás así, estás rezando con el cuerpo.
Cuando ralentizás tu latido, estás abriendo un espacio para que Dios entre sin miedo.

Por eso la oración de abandono, el rezo del Rosario lento, el canto suave, el silencio profundo, no son “piadosas costumbres”. Son prácticas restauradoras del alma encarnada.

Cristo oraba de madrugada. En soledad. En el monte. ¿Por qué? Porque sabía que el alma se desborda si no tiene un cuerpo dócil donde habitar.
Y porque la paz no se impone. Se cultiva.


El sistema nervioso no es el enemigo: es el altar

En vez de pelearte con tu ansiedad, con tus temblores, con tu insomnio, con tu palpitación, empezá a escucharlos como si fueran mensajeros.
No para obedecerlos ciegamente, sino para preguntarte: ¿qué parte de mí no se siente a salvo? ¿qué parte de mi historia aún no se entregó del todo a Dios?

Y entonces, no huyas. Respirá. Orá. Escuchá. Ofrecé.
Tu sistema nervioso no necesita que lo reprimas.
Necesita que lo redimas.


La oración como reprogramación del alma y del cuerpo

Hay oraciones que abren el Cielo. Y otras que abren el sistema nervioso.

Cuando decimos: “Jesús, en vos confío”, el alma le enseña al cuerpo que no hay que correr. Que no hay que defenderse de todo. Que no estamos solos.

Cuando repetimos lentamente: “El Señor es mi pastor, nada me faltará”, el cuerpo afloja la mandíbula, baja los hombros, desacelera el pulso.

Es un acto espiritual, sí. Pero también neurofisiológico.

Porque somos alma encarnada.
Y todo lo que sana, sana desde las dos dimensiones.


Lo que la Iglesia aún no enseña del todo

Muchos espacios pastorales han hablado de la oración, la gracia, los sacramentos… pero no nos han enseñado a habitar nuestro cuerpo en clave espiritual.
Nos hablaron del alma, pero no del tono vagal.
Nos hablaron del pecado, pero no del cortisol.
Nos hablaron de la confesión, pero no de cómo respirar para no vivir acelerados.

Y sin embargo, todo forma parte del mismo misterio.

No hay vida interior estable si el sistema nervioso está en colapso.
No hay discernimiento fino si el cuerpo vive en modo supervivencia.
No hay comunidad viva si los miembros están agotados, rotos, sobresaturados.


Lo que podemos hacer desde hoy

No es teoría. Es praxis espiritual.
Te propongo que hoy mismo empieces a:

  1. Respirar en silencio tres veces por la mañana, antes de mirar el celular.
    → Exhalá por la nariz el doble del tiempo que inhalás.
  2. Rezar un solo misterio del Rosario, pero con el ritmo del corazón, no del reloj.
    → Que cada Avemaría sea como un suspiro ofrecido.
  3. Escuchar tu cuerpo cuando se agita, sin enojarte.
    → Y decirle: “No estás solo. Dios está con vos. No tenés que defenderte más.”
  4. Orar antes de dormir con una frase que desactive el simpático.
    → “En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu. Todo está bien. Puedo descansar.”

Cuando el alma y el cuerpo se reconcilian, Dios habla más claro

El gran drama del siglo no es la apostasía masiva, ni la ideología de género, ni el relativismo.
El gran drama es que ya no sabemos estar en silencio interior.
Porque vivimos como si el peligro fuera permanente.

Y el sistema simpático no ora.
Solo actúa, huye o ataca.
Y así se vuelve imposible la contemplación, el discernimiento, la docilidad.

Por eso, la mayor revolución espiritual hoy es ayudar a las almas a reconciliarse con su cuerpo.
A entender que el sistema nervioso no es el enemigo: es el altar donde se ofrece nuestra vida cotidiana.
Y que la paz no viene solo del cielo: empieza cuando el alma le dice al cuerpo que todo está en manos del Padre.


Profecía final

Dios no solo quiere convertir tu alma. Quiere convertir tu sistema nervioso.

Quiere que tus latidos lo glorifiquen.
Que tu respiración lo invoque.
Que tu cuerpo ya no viva como esclavo del miedo, sino como morada del Espíritu.

Y entonces, cuando la tormenta vuelva —porque volverá—
ya no estarás solo, ni atrapado, ni al borde del abismo.
Estarás anclado en Dios. Desde adentro. Con todo tu ser.


✝️ “Ofrezcan sus cuerpos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios: este es el verdadero culto espiritual.”

(Romanos 12,1)

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