Resurrección
Prendemos la tele y allí está, en el noticiero que muestra luces de patrulleros, casquillos de balas y llantos de familiares.
Miramos videos y el algoritmo también nos sugiere su presencia que acecha detrás de los bombardeos que hunden edificios y personas bajo los escombros.
Salimos a la calle y una voz nos confirma la razón por la cual hace días notamos que el anciano vecino no trae más su perrito hasta la esquina.
Nos acostumbramos a ella porque sabemos que es natural e inevitable cuando nos parece lejana –de otros- y, sin embargo, la vivimos como un acto de injusticia cuando nos toca de cerca, con algún familiar o amigo muy querido, porque pareciera que todos tenemos dentro un anhelo universal por el cual deseamos que los que amamos no mueran nunca.
Sin embargo, con mayor o menor grado de previsibilidad, en algún momento llega y nos despoja, nos arrebata y nos quita, dejándonos un hueco vacío más o menos a la altura del estómago, que duele. Y aunque afuera sea verano o primavera, adentro está nublado de tristeza y llueven lágrimas de sal.
Si estás pasando o pasaste por ese sentimiento de pérdida injusta, tengo algo para decirte que no es nada nuevo, pero tal vez te haga bien recordarlo. Es una noticia que ya lleva más de dos mil años, pero no sé por qué razón olvidamos tan fácilmente.
Quisiera escribirla con letras blancas de imprenta sobre una placa roja para que leas que: la muerte no es el final, ni tiene la última palabra.
Me preguntarás de dónde saco esas cosas. Mirá, la verdad es que me lo contaron cuando era chico y me sonaba muy real en aquella época. Después, de grande, me fui olvidando, hasta que sentí la necesidad de investigar un poco más.
La historia es así. Parece que entre el 8 y el 9 de abril del año 30 sucedió en Jerusalén –una ciudad de la provincia romana de Judá, gobernada por Poncio Pilatos- un hecho extraordinario que no había sucedido nunca antes y nunca más después sucedió, es decir, un hecho único e irrepetible en la historia.
El protagonista sería un judío muy particular, al que algunos querían hacer rey, pero él no quería saber nada de eso. Cuestión, que este señor se las traía. Si bien había aprendido el oficio de carpintero con su padre, se lo podía ver enseñando en la sinagoga junto a los maestros y, por supuesto, no les cayó nada bien al establishment religioso de la época.
Resulta que hablaba de un dios amoroso al que llamaba Padre, transformaba el agua en vino, multiplicaba panes y peces para alimentar a la multitud que lo escuchaba en el monte, curaba leprosos y ciegos, comía con recaudadores de impuestos, tenía amigos que eran pescadores, hablaba con extranjeros, defendía prostitutas y encima decía que era hijo de Dios, por eso más que nada se le complicó la cosa.
Él les decía que su reino no era de este mundo, que había que dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, pero en el fondo les molestaba a los religiosos de su tiempo, así que buscaron la forma de matarlo hasta que lo lograron.
Se llamaba Jesús. Dicen que murió crucificado junto a dos ladrones el viernes 7 de abril del año 30, después de recibir azotes, cargar el madero de su cruz y ser coronado burlonamente con una corona de espinas.
Hasta ahí, más allá de lo cruento de la escena, si has leído un poco de historia, seguramente no te sorprenderá que otro inocente, otra víctima, entre tantas, haya sido injustamente condenada por los poderosos vencedores del momento.
Lo más llamativo es que ni una queja salió de su boca. Por el contrario, a uno de los ladrones que reconoció su inocencia, le prometió que estaría con él en el Paraíso ese mismo día. Es que lo verdaderamente extraordinario, es que al tercer día este hombre – dios resucitó.
Sí, eso: re – su – ci – tó. ¿Y qué significa eso? Significa que recuperó su cuerpo y volvió a vivir para no morir nunca más. ¿Qué cómo lo sé? Porque se le apareció a las mujeres y a sus discípulos que por aquellos días tenían mucho miedo después que vieron el sepulcro vacío con las sábanas en el suelo, porque pensaron que se habían robado el cuerpo.
Se les apareció en la casa donde estaban escondidos y tristes después de lo que había sido su muerte y él les mostró sus heridas. Es más, se les apareció también en la playa de Galilea donde comieron pescado asado que él mismo les preparó a sus amigos mientras tiraban las redes en el lago.
Estuvo con ellos unos cuarenta días, dicen, luego de lo cual subió al cielo “para prepararnos un lugar”. Sí, porque con su vida, su muerte y resurrección nos abrió las puertas del cielo a todos y por esa razón no deberíamos estar más tristes.
Esta es la gran noticia, la buena noticia: que la muerte ha sido vencida, que Su Corazón traspasado arde de Misericordia hacia todos los pecadores y su Amor Infinito nos espera acá en la Eucaristía y también más allá del tiempo.
Así que, en la medida que puedas, tratá de mirar tu pérdida a la luz de la Resurrección, porque no estás solo o sola y la ausencia de hoy –para tu ser querido y para vos- es sólo una forma distinta de estar entre sus brazos. Dale, poné tu Esperanza en Jesús: el único que ha vencido a la muerte y “hace nuevas todas las cosas”.
Nota final
La frase “Yo lo resucitaré” aparece en el Evangelio de Juan, específicamente en el capítulo 6, versículos 39 y 40.
En estos versículos, Jesús habla sobre la voluntad del Padre y la promesa de vida eterna para aquellos que creen en él.
La frase completa es: “Y esta es la voluntad del que me envió: Que todo aquel que ve al Hijo, y cree en él, tenga vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero.”.
En Juan 6:39-40, Jesús está explicando la importancia de creer en él para obtener la vida eterna y que él mismo los resucitará al final de los tiempos.
Esta promesa se reitera en el contexto de la discusión sobre el pan de vida, donde Jesús afirma que su carne es verdadera comida y su sangre verdadera bebida, y que quien come de ella tiene vida eterna y será resucitado.
En resumen, la frase “Yo lo resucitaré” en el Evangelio de Juan, específicamente en el capítulo 6, es una promesa de Jesús a aquellos que creen en él, asegurando que los resucitará al final de los tiempos para darles vida eterna. . .
Por Lucía del Alma
Lucía del Alba es una voz profética y contemplativa de este tiempo. Mujer creyente, comprometida con la verdad, la justicia y la belleza del Evangelio, escribe desde el corazón de la Iglesia, pero con libertad de espíritu. Su mirada desafía, sana y despierta. Colabora con catolic.ar en columnas, ensayos y testimonios con una sensibilidad poética y una profundidad espiritual poco comunes.
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