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sábado, agosto 9, 2025

Cuando el sacerdote se confiesa: qué es lo que más necesita y por qué es una señal para toda la Iglesia

No todos lo saben, pero los sacerdotes también se confiesan. No por obligación, sino porque también son pecadores, heridos, frágiles. Porque detrás del alzacuello, del hábito o la casulla, hay un corazón humano que lucha, que cae, que sufre. Pero cuando un sacerdote se convierte en penitente, el peso de la cruz se redobla: se enfrenta no sólo a sus propios pecados, sino también al fantasma del juicio, del qué dirán, del ideal de perfección que lo encierra y a veces lo asfixia.

En estos días, Religión en Libertad publicó una breve pero significativa investigación: ¿Qué es lo que más ayuda a un sacerdote cuando se confiesa? La pregunta puede parecer simple, pero la respuesta es un grito silencioso: lo que más ayuda no es un consejo, ni una penitencia inteligente, ni una lección moral. Lo que más ayuda es sentirse acogido, escuchado, comprendido, perdonado.

Un clamor unánime: “no me juzgues, escúchame como hermano”

Los testimonios reunidos coinciden con fuerza. Lo que el sacerdote más necesita cuando se confiesa es una acogida verdaderamente misericordiosa. Alguien que no se escandalice, que no simplifique, que no recite fórmulas. “Que el confesor no tenga prisa. Que no me dé una solución automática. Que no me trate como a un caso problemático, sino como a un hermano herido”, dice uno.

Detrás de esa súplica hay algo más profundo: la necesidad urgente de una Iglesia que también abrace a sus pastores cuando caen. Porque muchas veces, quienes predican el perdón tienen más dificultades para recibirlo. Porque la cultura clericalista que aún sobrevive —y en algunos lugares florece— impone al sacerdote una imagen de perfección que lo aísla, lo deshumaniza y, en casos extremos, lo destruye.

Confesarse como sacerdote no es solo un acto sacramental: es una forma de desnudarse ante otro ser humano. Y es ahí donde ocurre el milagro —o la herida—. Porque si el confesor no es capaz de escuchar con compasión, la confesión puede dejar más lastimaduras que alivio.

La fragilidad del que guía

Nos cuesta aceptar que el sacerdote no es una figura de mármol. Pero la historia de la Iglesia está tejida de pastores que tropezaron, que lucharon con la carne, con la soberbia, con el poder, con la tristeza, con la fe misma. El mismo Pedro, primer Papa, negó a Cristo tres veces. San Agustín vivió una vida turbulenta antes de entregarse a la Verdad. Y aún así —o por eso mismo— fueron grandes.

Uno de los relatos más conmovedores citados por Religión en Libertad refiere a un confesor anciano, que al escuchar al sacerdote le dijo con ternura: “Gracias por venir. No estás solo.” Nada más. Ninguna gran penitencia. Ninguna charla larga. Solo humanidad. Solo Evangelio puro. Porque cuando la confesión se convierte en un tribunal, el alma se cierra; pero cuando se convierte en un abrazo, florece.

La pastoral del consuelo

Este testimonio encierra una urgencia: debemos repensar nuestra manera de tratar a los sacerdotes, sobre todo cuando están en crisis. ¿Cuántos abandonaron el ministerio no por falta de fe, sino por no encontrar un lugar donde puedan llorar sin ser cuestionados, donde puedan confesar sin temor, donde puedan ser débiles sin que se les exija fortaleza impostada?

No se trata de justificar el pecado, ni de dulcificar la verdad. Se trata de recordar que la misericordia es el nombre más profundo de Dios, y que todo pastor herido tiene derecho a encontrar en su Iglesia una madre que cura, no un dedo que acusa.

El Papa Francisco ha insistido hasta el cansancio en la necesidad de una Iglesia “hospital de campaña”, especialmente con quienes están en primera línea: los curas de parroquia, los que celebran misa, los que bautizan, los que entierran, los que visitan enfermos, los que se quedan solos. Si ellos no pueden descansar en el perdón, ¿quién podrá hacerlo?

¿Una Iglesia que consuela o que exige?

El artículo nos deja una pregunta abierta, profética, incandescente: ¿somos una comunidad que consuela a sus pastores, o una estructura que solo les exige rendimiento? ¿Estamos dispuestos a acompañarlos también cuando fallan, o preferimos sustituirlos por el siguiente seminarista obediente y silencioso?

Jesús no escondió la caída de Pedro, ni la traición de Judas. No maquilló la debilidad de sus apóstoles. Les lavó los pies, sabiendo que uno lo negaría y otro lo vendería. Esa es la lógica de Dios: amar incluso cuando duele. Y si no sabemos hacer eso con nuestros sacerdotes, algo estamos haciendo mal.

Hoy, más que nunca, la Iglesia necesita sacerdotes que se animen a confesarse con verdad, y confesores que sepan escuchar con corazón de padre. No basta con administrar el sacramento: hay que vivirlo como espacio de sanación real. No basta con hablar de misericordia: hay que encarnarla, sobre todo con los que más solos están.

Y nosotros, los fieles, ¿estamos rezando por nuestros sacerdotes? ¿Estamos sosteniéndolos en silencio, o señalándolos cuando caen? ¿Sabemos acompañar a los que nos acompañan?

Porque una Iglesia que no sabe perdonar a sus pastores, está a un paso de olvidarse de perdonar a sus hijos.

Nota basada en Religión en Libertad. Curada y adaptada por catolic.ar con criterio editorial propio.

©Catolic.ar

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