La Iglesia argentina inició en algunas diócesis, la etapa de implementación del Sínodo sobre la sinodalidad con entusiasmo protocolar, pero el riesgo de quedarse en las generalidades es enorme. ¿Estamos frente a un cambio profundo o solo ante un “checklist” vaticano?
Entre el entusiasmo y la sospecha
En algunos lugares, también se dio un paso esperado en el camino sinodal.
En una diócesis del litoral argentino,delegados de todas las parroquias participaron de una reunión virtual que inauguró la fase de implementación y recepción del Sínodo.
Un equipo diocesano cuidadosamente presentado, capítulos del Documento Final del Sínodo explicados uno por uno, y la voz del obispo subrayando que “la sinodalidad no es opcional”.
Sobre el papel, todo resultó impecable. Una oración inicial, una reflexión bíblica evocando a los discípulos de Emaús, y un repaso del proceso iniciado en 2021. Sin embargo, la pregunta inevitable es si este tipo de encuentros no corren el riesgo de volverse más un acto de cumplimiento de agenda que una verdadera sacudida espiritual.
El Papa Francisco ha dicho que “la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia en el tercer milenio”. Pero ¿qué significa eso en la práctica, para las parroquias pequeñas, para las comunidades en crisis, para los jóvenes que abandonan, para los sacerdotes desbordados?
El Documento Final: mapa o espejismo
El Documento Final del Sínodo, presentado como brújula de esta etapa, se articula en cinco grandes capítulos.
Su lectura es inspiradora en abstracto:
- Conversión espiritual y pastoral. Un llamado a recordar que todos los bautizados son discípulos misioneros, corresponsables en la misión de la Iglesia.
- Nuevas relaciones. La invitación a vivir la pluralidad de carismas, vocaciones y ministerios como riqueza, no como amenaza.
- La conversión de los procesos. El discernimiento comunitario como clave para tomar decisiones, superando el clericalismo y valorando los consejos pastorales.
- La conversión de los vínculos. El intercambio de dones entre Iglesias locales, la comunión con el obispo de Roma, la apertura al mundo digital.
- Formar discípulos misioneros. Educación en medios digitales, protección de menores, ecología integral, acompañamiento de víctimas, justicia y paz.
Todo suena bien. Nadie podría oponerse. Pero la gran pregunta es: ¿cómo se traduce eso en la vida real de nuestras diócesis?
- ¿Qué significa “discernimiento comunitario” en parroquias donde ni siquiera funciona el consejo pastoral, o donde las decisiones siguen dependiendo del párroco y de un puñado de personas?
- ¿Qué implica “formar discípulos misioneros” cuando en muchos seminarios todavía se forman sacerdotes aislados de la cultura digital, con un lenguaje anacrónico y una pastoral de sacristía?
- ¿De qué sirve hablar de “ecología integral” si no somos capaces de acompañar a las familias que se hunden en la pobreza, o de mirar a los ojos a los jóvenes que migran porque no encuentran futuro en su tierra?
Un mapa puede señalar caminos, pero no garantiza que alguien los recorra.
El Documento Final corre el riesgo de convertirse en un espejismo: todos lo aplauden, nadie lo encarna.
El riesgo de la burocratización
Una de las tentaciones más grandes de la Iglesia contemporánea es la burocratización de lo espiritual.
Los encuentros sinodales pueden terminar siendo ejercicios de gestión: se arma un equipo, se reparten capítulos, se convoca a delegados, se leen frases inspiradoras, se cierra con la exhortación del obispo.
Pero al final, ¿qué cambia?
En esta reunión inicial se habló de “generar apropiación del documento” y de “revisar si las estructuras y procesos son sinodales”. Suena bien, pero ¿qué significa concretamente? ¿Habrá cambios en la forma en que se eligen los consejos parroquiales? ¿Se publicarán balances económicos transparentes de las parroquias y diócesis? ¿Se habilitarán canales reales para que los laicos denuncien abusos o propongan reformas sin temor a represalias?
Si no se responden esas preguntas, la sinodalidad quedará reducida a un decorado: palabras lindas, powerpoints bien diseñados, y cero impacto en la vida cotidiana de los fieles.
La voz del Pueblo de Dios ausente
El proceso sinodal comenzó en 2021 con consultas en parroquias, movimientos y comunidades. Se recogieron aportes, se hicieron síntesis, se enviaron documentos a Roma. Pero ¿qué pasó con esas voces?
Muchos fieles sienten que su palabra se diluyó en informes interminables.
En varias diócesis se repitió el esquema: hablaron sacerdotes, religiosas, algunos laicos del equipo central… pero no se escuchó a los que más deberían estar en el centro: los pobres, los jóvenes que se alejan, las familias quebradas, las víctimas de abusos, los sacerdotes agotados que luchan en soledad.
El Sínodo será una oportunidad perdida si la Iglesia no abre espacio para que esas voces incómodas se conviertan en protagonistas.
Las heridas silenciadas
Si de verdad se quiere caminar en clave sinodal, hay que animarse a tocar las llagas. Y las llagas de la Iglesia argentina —y de muchas diócesis son evidentes:
- Crisis de vocaciones. Los seminarios se vacían, y en muchos lugares, hay muy pocos sacerdotes para atender varias comunidades.
- Alejamiento juvenil. Los jóvenes, especialmente después de la pandemia, ya no encuentran en la Iglesia un espacio significativo.
- Desconfianza social. Los escándalos de abusos han generado heridas profundas. Las palabras de “acompañar a las víctimas” no alcanzan si no se implementan protocolos claros, con transparencia y justicia real.
- Parroquias en declive. Muchas comunidades sobreviven en modo automático: sacramentos, misas, alguna colecta. Pero falta creatividad, ardor misionero, presencia en el mundo digital.
- Clericalismo persistente. Aunque se hable de corresponsabilidad, todavía en demasiados lugares las voces de los laicos valen menos, lo que sería lo habitual.
Ninguna de estas heridas aparecen mencionadas explícitamente.
Y allí está el riesgo: si no se nombra el dolor, no hay posibilidad de sanación.
El desafío cultural
La Argentina vive un momento de profunda transformación cultural:
- La secularización avanza: cada vez más gente se declara “sin religión”.
- La crisis económica golpea: familias enteras viven en pobreza estructural.
- Las redes sociales se convirtieron en la nueva plaza pública, con códigos y lenguajes que la Iglesia apenas empieza a entender.
- Los jóvenes buscan espiritualidad, pero no necesariamente dentro de la institución eclesial.
En ese contexto, hablar de “nuevos canales para anunciar la Buena Noticia” no puede quedarse en un slogan. ¿Cuáles serán esos canales? ¿Videos en TikTok? ¿Presencia en universidades? ¿Centros de escucha en barrios marginados? ¿Espacios de diálogo interreligioso?
Algunos Obispos invitan a no “quedarnos anclados en el pasado” y a “buscar formas nuevas de anunciar el Evangelio”. Bien dicho.
Pero si esas palabras no se traducen en proyectos concretos, quedarán en el aire como frases de ocasión.
Un llamado profético
La sinodalidad será auténtica solo si nos atrevemos a caminar por caminos incómodos.
- Transparencia radical. Publicar los balances diocesanos, rendir cuentas de los bienes de la Iglesia.
- Consejos pastorales reales. No meras formalidades, sino órganos de discernimiento con voz y voto, donde los laicos puedan disentir y cuestionar.
- Acompañamiento a víctimas. No basta con “protocolos”; se necesitan estructuras de justicia, reparación y acogida.
- Presencia digital audaz. Evangelizar en redes sociales con creatividad, cercanía y lenguaje actualizado, no con comunicados acartonados.
- Misión en las periferias. No solo “gestionar parroquias”, sino salir a buscar a los que están lejos: presos, migrantes, familias quebradas, jóvenes descreídos.
- Reforma del clero. Un seminario que prepare pastores con olor a pueblo, no burócratas eclesiales.
Esto es lo que haría la diferencia entre un proceso sinodal real y un simple cumplimiento de calendario vaticano.
Conclusión: no conformarse con el decorado
La Iglesia no necesita más reuniones con frases inspiradoras. Necesita comunidades que ardan, pastores que se animen a arriesgar, laicos que hablen con valentía, obispos que escuchen con humildad y camine en el barro.
La sinodalidad es la gran oportunidad de nuestro tiempo. Pero también es una tentación: la de convertirla en un decorado institucional.
El verdadero desafío es si tendremos el coraje de vivirla hasta el fondo, o si nos quedaremos con el eco de las palabras.
Porque, como decía uno de los discípulos de Emaús, “¿no ardía acaso nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino?”.
La pregunta es si hoy, en nuestras parroquias y diócesis, los corazones arden de verdad… o si apenas bostezan frente a un nuevo documento.
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