Esta no es una reflexión de Semana Santa. Es un grito del alma, un espejo ante el cual toda la Iglesia —y en especial el laicado— debe atreverse a mirarse. Cada personaje de la Pasión de Cristo sigue caminando entre nosotros. No están en Jerusalén, están en nuestros templos, en nuestras estructuras, en nuestras comunidades. Viven en nuestras decisiones y omisiones. Esta es una invitación a un examen de conciencia eclesial, profundo, incómodo, pero necesario. Porque seguimos negándolo, seguimos vendiéndolo, seguimos crucificándolo.
por Néstor Ojeda
Pedro sigue prometiendo fidelidad a toda prueba y negando con sus actos, por miedo al juicio del mundo. ¿Cuántas veces nuestros líderes, o nosotros mismos, proclamamos amor a Jesús en la Eucaristía y al salir del templo lo traicionamos con cobardía? ¡Cuántos silencios cómplices ante la injusticia, la corrupción, el abuso, la mentira! Pedro no es solo una figura del pasado: es el reflejo de una Iglesia que teme comprometerse del todo. Que se duerme cuando el Señor le pide que vele.
Judas vive en quienes convierten la Iglesia en una moneda de cambio, en un lugar de poder, en una plataforma de egos. Vive en quienes traicionan la misión por un puñado de plata, o por una posición, o por miedo a perder el favor de los poderosos. El beso de Judas hoy se da con comunicados, con pactos de silencio, con cinismo eclesial. Cada vez que preferimos el cálculo político a la verdad del Evangelio, lo vendemos otra vez. Y siempre con una justificación piadosa en los labios.
El Sanedrín se disfraza de burocracia, de estructuras eclesiásticas que no escuchan al pueblo de Dios. Se sienta en tronos desde donde se dictan juicios sin misericordia. Son los que no reconocen al Mesías porque no entra por la puerta que ellos custodian. Lo condenan por amenaza. Lo entregan por conveniencia. Y lo hacen todo “en nombre de Dios”. ¿Cuántos hoy siguen creyendo tener el monopolio de la verdad, y usan ese supuesto derecho para excluir, para callar, para oprimir? El Sanedrín sigue vivo cuando se prioriza la institución por sobre el Evangelio.
Pilato se lava las manos. Es el clericalismo que dice “no es mi jurisdicción o no me corresponde”, el laico que calla porque “no es mi problema”. Es el “yo no sabía” de quienes no quieren ver. Es el miedo a quedar mal, el deseo de quedar bien con todos, aunque se crucifique la verdad. Pilato no mató a Jesús con clavos, sino con indiferencia. Y esa indiferencia sigue viva en nuestros pasillos, en nuestras oficinas, en nuestras parroquias. Pilato pregunta “¿Qué es la verdad?”, pero no espera la respuesta. Se acomoda.
Herodes es la banalidad. Es el que espera que la fe le divierta, le sorprenda, le sirva. Es la Iglesia convertida en espectáculo, en marketing vacío, en frases motivacionales que ocultan la cruz. Herodes viste bien, habla con gracia, pero no cree en nada. Solo quiere entretenerse. Herodes representa al cristianismo de salón, de likes, de apariencia. De las homilías que no incomodan, de las verdades diluídas. De las celebraciones sin contenido, de la piedad sin conversión.
Barrabás es el violento liberado por clamor popular. Es el escándalo que gana espacios mientras los justos son silenciados. Es la inversión de valores: el criminal liberado, el inocente ajusticiado. Hoy también gritamos “libera a Barrabás” cada vez que premiamos al corrupto simpático y cancelamos al profeta incómodo. Cada vez que elegimos el éxito antes que la santidad. Cada vez que preferimos al que se impone por la fuerza antes que al que se ofrece en silencio.
Los dos ladrones crucificados junto a Jesús están también en nosotros. Uno lo insulta hasta el último suspiro. El otro, Dimas, reconoce su culpa, defiende al inocente y se entrega con humildad: “Acuérdate de mí”. En esa escena, se resume nuestra libertad. Podemos ser cualquiera de los dos. No es tarde. Pero es urgente. Porque la cruz no espera. Y desde ella, Cristo no condena, pero sí interpela: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. ¿Podrá decirnos eso también a nosotros?
Y los discípulos… huyeron. Se escondieron. Lo dejaron solo. Como tantos laicos que, por miedo o por cansancio, se han alejado. Como tantos sacerdotes que no supieron acompañar. Como tantos que aún creen, pero ya no esperan. ¿Dónde están los que decían amar? ¿Dónde los que prometieron permanecer? El miedo los encerró. Solo el fuego del Espíritu los volvió a sacar. Y ese fuego, hoy, lo necesitamos más que nunca.
Esta es la Iglesia: la que aún niega, aún vende, aún crucifica a Cristo. Pero también es la Iglesia de Dimas, que se arrepiente. Es la Iglesia del centurión que reconoce: “Verdaderamente éste era el Hijo de Dios”. Es la Iglesia de María y del pequeño grupo que permanece al pie de la cruz. Es la Iglesia de José de Arimatea, que se atreve a pedir el cuerpo del Señor cuando todos callaban. Es la Iglesia del Espíritu, que puede resucitar lo que parece muerto.
Hoy, esa Iglesia somos nosotros. Y no hay excusas. No basta con ver la cruz, ni siquiera con llorarla. Hay que cargarla. Hay que bajarlo de ella. Hay que ungir ese cuerpo herido y prepararlo para la resurrección. Hay que construir comunidades que no teman mancharse las manos por amor.
Los laicos no podemos ser testigos mudos. No podemos repetir la historia. No podemos volver a escondernos tras las puertas cerradas. Cristo fue entregado una vez, pero sigue siendo negado cada vez que callamos ante la injusticia, cada vez que abandonamos a los hermanos, cada vez que el poder vale más que la verdad. El futuro de la Iglesia no puede depender de los que detentan cargos, sino de los que viven el Evangelio con radicalidad.
La Pasión no es pasado. La Pasión es hoy. Y Cristo, hoy, sigue esperando que alguien lo reconozca como Rey, incluso en medio del dolor. Que alguien lo confiese con firmeza. Que alguien, como Dimas, le diga: “Acuérdate de mí”.
Porque solo desde esa humildad, desde esa verdad, vendrá el Reino. Y ese Reino comienza cuando dejamos de mirar la cruz como un símbolo y la asumimos como un camino.
Nota escrita con mirada laical, desde el corazón de la Iglesia que sufre, ama y espera. Con palabras que quieren ser voz de tantos que ya no tienen o nunca tuvieron voz, pero no han perdido la fe.
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