Introducción
En el imaginario popular, no son pocos los que sostienen –con respeto o con ironía– que “el cura es el representante de Dios en la tierra”. Pero ¿es realmente así? ¿Qué significa esa expresión desde la fe católica? ¿Qué verdades contiene y qué riesgos encierra si se la toma literalmente o sin discernimiento?
Por Néstor Ojeda
Comunicador católico
En tiempos donde se reclaman autenticidad, coherencia y cercanía en los ministros de la Iglesia, es necesario aclarar con verdad, humildad y profundidad el rol del sacerdote en el pueblo de Dios, evitando tanto el clericalismo como la indiferencia.
Jesús, el único y verdadero mediador
Para la fe cristiana, Dios se ha revelado plenamente en su Hijo Jesucristo. Él es el único mediador entre Dios y los hombres, el camino, la verdad y la vida. Todo lo que la Iglesia enseña y celebra tiene su fuente y su sentido en Cristo, no en los hombres.
“Hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo hombre” (1 Timoteo 2,5).
Esto quiere decir que ningún ser humano –por sí mismo– puede arrogarse el título de “representante exclusivo” de Dios. Ni el Papa, ni los obispos, ni los sacerdotes. Todos están al servicio de Cristo y del Evangelio.
El sacerdote, servidor en nombre de Cristo
Cuando la Iglesia ordena a un hombre como sacerdote, no le otorga poder personal ni privilegios mundanos, sino una misión de servicio: predicar el Evangelio, celebrar los sacramentos y acompañar al pueblo en su camino hacia Dios.
Por el sacramento del Orden, el sacerdote actúa “in persona Christi” (en persona de Cristo), especialmente en la Eucaristía y en la Reconciliación. No porque sea mejor que los demás, sino porque Cristo se hace presente a través de él, en virtud de su consagración y misión.
“El sacerdote no se representa a sí mismo ni a los fieles. Representa a Cristo mismo” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1548).
Pero esta representación no es total ni automática. El sacerdote no es infalible ni impecable, y su testimonio personal puede reforzar o contradecir la gracia que actúa por su ministerio.
De líderes a servidores: el desafío del siglo XXI
La historia ha demostrado que la imagen de un sacerdote como “representante de Dios” ha sido a veces usada para imponer, manipular o dominar. Es el fenómeno del clericalismo, condenado por el Papa Francisco como una de las enfermedades más graves de la Iglesia.
Jesús mismo dijo:
“El que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos” (Marcos 9,35).
Por eso, el sacerdote auténtico no se presenta como dueño de la verdad, sino como testigo, hermano y pastor. No reemplaza la conciencia de los fieles, sino que los ayuda a formar una conciencia madura y libre.
Todos somos Iglesia: el sacerdocio común de los fieles
Una de las grandes riquezas del Concilio Vaticano II fue recuperar la idea de que todo bautizado participa de la misión de Cristo sacerdote, profeta y rey. Hay un sacerdocio ministerial (el de los curas) y uno común (el de todos los fieles), que se complementan y enriquecen mutuamente.
Eso significa que la presencia de Dios en el mundo no depende solo de los curas. Cada cristiano está llamado a reflejar a Dios en su familia, en su trabajo, en la cultura y en la vida pública.
“La Iglesia no es una élite de puros, sino un pueblo de pecadores salvados por la misericordia” (Papa Francisco).
Conclusión: ni ídolos ni funcionarios, sino pastores con olor a oveja
La frase “el cura es el representante de Dios en la tierra” debe ser comprendida con delicadeza y profundidad. Sí, el sacerdote representa a Cristo en algunos actos litúrgicos y pastorales. Pero no lo representa en todo, ni de modo exclusivo o automático. Y mucho menos debe usarse esa idea para justificar autoritarismos, abusos o distancias elitistas.
Hoy, más que nunca, el mundo necesita curas que no se crean representantes de Dios por estatus, sino testigos de Dios por amor, con los pies en la tierra, el Evangelio en el corazón y la vida de su pueblo en el alma.
©Catolic.ar