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domingo, noviembre 30, 2025

El Gran Silencio: por qué la Iglesia no falla, pero llega tarde al alma del mundo

La Iglesia no falla. . .

El drama de una evangelización que se perdió entre muros, la crisis de credibilidad que apagó el fuego del testimonio y la única salida profética capaz de volver a encender la fe en un mundo muerto de sed.


La herida abierta: un Evangelio que dejó de conmover

Algo profundo se quebró.

En medio de la inmensa maquinaria pastoral de la Iglesia —catequesis, movimientos, misiones, retiros, jornadas—, el Evangelio parece haber dejado de conmover el corazón del mundo. No porque haya perdido su fuerza, sino porque muchas veces se lo ha envuelto en un tono gris, previsible, carente de fuego.

El drama no es que la Iglesia “falle” en su esfuerzo, sino que a menudo lo haga sin la audacia profética que el Evangelio exige. Lo que debía ser Buena Noticia se ha convertido en costumbre. La fe se encierra en nichos, se reduce a trámites sacramentales, o se transforma en una lista de prohibiciones.

Pero el mundo no huye de Cristo. Huimos del antitestimonio. De las incoherencias, del doble discurso, del mensaje sin vida.

El gran silencio no es exterior: es el silencio interno de una fe que perdió su voz porque perdió su ardor.


Tres muros que apagan el fuego

Si la fe no enciende el mundo, es porque hemos levantado muros que contienen al Espíritu. Son murallas que asfixian la vida misionera y reducen la Iglesia a una pastoral de mantenimiento. Nombrarlas es el primer paso para derribarlas.

El muro de la credibilidad rota

El primer muro es ético. El escándalo de los abusos —sexuales, de poder o de conciencia—, y su encubrimiento, han herido la confianza del pueblo. No se trata solo de moral: se trata de Verdad.
El Evangelio queda silenciado cuando el mensajero miente, abusa o encubre.
Mientras no se ponga en el centro a las víctimas y se erradique la cultura del clericalismo, todo esfuerzo evangelizador será un cántaro roto.

A esto se suma una fe sin incidencia profética. Muchos cristianos viven una esquizofrenia espiritual: misa el domingo, indiferencia el lunes. Se ora en el templo y se tolera la injusticia, la corrupción o la crueldad ideológica. Esa incoherencia hace que la fe parezca una anestesia moral, no un fuego transformador.
Una fe que no denuncia el mal ni combate la mentira es una fe domesticada.

El muro de la irrelevancia del mensaje

El segundo muro es kerygmático. El centro del anuncio se perdió.
El Evangelio se ha vuelto, en muchos lugares, un paquete de normas más que un encuentro con una Persona. Las catequesis preparan para un sacramento, no para una vida nueva. Pero el hombre contemporáneo no pregunta “qué debo hacer”, sino “quién soy y por qué sufro”. Y la Iglesia, muchas veces, responde con un folleto, no con el Rostro de Cristo.

A esto se añade una triste estética de la Fe: homilías sin alma, liturgias rutinarias, comunidades apagadas. Cuando la belleza desaparece, el mensaje deja de atraer.
La Fe solo se propaga por atracción, no por obligación.
Y si el mundo no se siente atraído, es porque ya no ve alegría ni libertad en quienes predican el Evangelio.

El muro del clericalismo

El tercer muro es estructural. El clericalismo ha reducido al laico a ayudante obediente, cuando debería ser protagonista de la misión en los ámbitos reales de la vida: la cultura, la educación, la política, los medios, la empresa.

Las estructuras eclesiales, pensadas para administrar, muchas veces no impulsan a salir, sino a conservar.

Como adviertía el Papa Francisco, necesitamos una conversión pastoral: que las parroquias y diócesis dejen de ser oficinas religiosas para convertirse en hospitales de campaña, espacios abiertos, compasivos y en salida.


El fuego que puede volver: tres revoluciones necesarias

La crisis no es terminal. La historia de la Iglesia es la historia de sus resurrecciones. Pero solo habrá resurrección si hay conversión profunda: personal, comunitaria y cultural.

La revolución del testimonio personal

Toda renovación comienza en el corazón.

No con documentos, sino con conversión.
El creyente debe reencontrarse con Jesucristo vivo, no como herencia, sino como decisión. Solo quien arde puede encender a otros.

Eso exige honestidad radical: reconocer los pecados, reparar el daño, transparentar las estructuras. Una Iglesia humilde y pobre será más creíble que una Iglesia poderosa y defensiva.

El mundo no pide perfección: pide coherencia. Una alegría que no sea ingenua, una libertad que no sea libertinaje, una caridad que sea concreta.

Cuando el cristiano vive con coherencia, el mundo se detiene y pregunta: “¿De dónde viene eso?”
Ahí empieza la evangelización.

La revolución de la comunidad misionera

Una parroquia viva no es la que administra bien, sino la que sale.
Salir significa ir al encuentro de los heridos, los que no pisan un templo desde hace años, los que buscan sin saber qué buscan.
El primer gesto de toda comunidad debe ser acoger, escuchar, acompañar.

Formar para la misión implica preparar laicos capaces de hablar del Evangelio en todos los idiomas de la cultura contemporánea: la bioética, la política, los medios digitales, el arte.
El objetivo no es tener “buenos católicos”, sino apóstoles comprometidos.

Las comunidades pequeñas —de barrio, de trabajo, de familia— son el corazón donde la fe se reaviva. Allí donde hay amor fraterno, el Evangelio vuelve a hacerse creíble.
Y el centro de todo debe ser la misericordia: los templos abiertos, la Eucaristía como alimento para los débiles, no premio para los perfectos.

La revolución cultural y digital

El gran campo de misión hoy es la cultura.
Internet, los medios, las redes sociales, son los nuevos areópagos donde se decide el sentido de la vida.

Allí, la Iglesia no puede estar ausente. Debe estar con profundidad, rigor y belleza, mostrando una fe razonable y luminosa.

Un periodismo profético,puede ser hoy la voz que despierte conciencias. No desde el panfleto, sino desde la verdad dicha con amor y valentía.

La Iglesia necesita comunicadores que denuncien el mal sin perder la ternura, que anuncien la esperanza sin ingenuidad, que hablen con el fuego del Espíritu y la inteligencia de la Fe.

También hay que recuperar la belleza. Una liturgia cuidada, un arte sacro vivo, una narrativa luminosa. La fe convence cuando emociona.

Y hay que dialogar con la ciencia sin miedo: la Fe no teme la verdad, porque la Verdad tiene rostro de Cristo.


La hora de la audacia

El problema no son los métodos, sino el fuego.

Cuando la Fe se convierte en costumbre, se apaga. Cuando el cristiano se vuelve cumplidor, deja de ser testigo.
Pero el Espíritu sigue llamando a una generación nueva: creyentes valientes, laicos proféticos, comunicadores libres, sacerdotes y consagrados que no teman ensuciarse las manos.

El mundo no está muerto de catequesis. Está muerto de sed.
Y solo los santos —los vivos, los de carne y fuego— pueden mostrarle de nuevo el sabor de la vida verdadera.

El gran silencio se romperá el día en que la Iglesia se atreva a ser, otra vez, signo de contradicción, hospital de campaña en el barro, lámpara encendida en la noche del mundo.
El tiempo de la comodidad terminó.

Es la hora de la audacia, de la coherencia y del fuego.


Epílogo profético

No se trata de mirar hacia afuera, sino hacia adentro.
La pregunta ya no es qué hace mal la Iglesia, sino qué muro de comodidad o incoherencia estás dispuesto a derribar vos para que el Evangelio vuelva a encender la historia.
Porque el silencio de la fe se rompe solo de una forma: cuando alguien arde.

©Catolic

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