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martes, diciembre 2, 2025
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¿Teología de la estampita o Iglesia Profética?

Entre la Fe devocional y la urgencia de un testimonio que incomode.

La Iglesia católica vive una tensión que define su rostro público: ¿somos creyentes de estampita —refugiados en una religiosidad intimista y dulzona— o estamos dispuestos a ser una Iglesia testimonial, comprometida y profética, capaz de incomodar y hasta perder privilegios por anunciar la verdad? La pregunta no es retórica: de su respuesta depende el catolicismo del siglo XXI.


Radiografía de una religiosidad anestesiada

En toda nuestra geografía aparecen estampitas, medallas, novenas, escapularios, altares caseros. Son valiosos cuando remiten al Misterio y abren el corazón a Dios. Pero, cuando se convierten en refugio infantilizante, generan una fe anestesiada, cómoda, incapaz de hacerse carne en la vida pública.

La estampita puede volverse talismán: un “seguro religioso” contra desgracias, en lugar de recordatorio del Evangelio que exige conversión. Allí nace una “teología de la estampita”: cristianismo de bolsillo, que acompaña pero no interpela; que se reza, pero no transforma.

El riesgo del catolicismo intimista

Cuando la fe se repliega al ámbito privado, se vuelve adorno cultural. Es el catolicismo de fiestas patronales que nunca cuestionan la injusticia, la procesión multitudinaria que convive con la corrupción, la misa llena que no se traduce en compromiso social.

  • ¿Qué significa ser cristiano hoy en un mundo que naturaliza la desigualdad obscena?
  • ¿Cómo anunciar el Evangelio donde se legaliza la muerte de inocentes y se canoniza el consumo?
  • ¿Por qué repetimos devociones sin abrazar la contradicción de la cruz?

Profetas domesticados

La Biblia es implacable: el pueblo de Dios se pierde cuando silencia a sus profetas. Nos gustan los santos dulces y las frases recortadas para redes, pero olvidamos que los verdaderos santos fueron incómodos: Teresa de Calcuta frente al descarte humano, Óscar Romero ante la violencia, Francisco de Asís ante la riqueza clerical.

Una Iglesia que reparte estampitas pero calla ante la injusticia no es la Esposa de Cristo: es institución domesticada, bien portada, incapaz de levantar la voz cuando el Evangelio se negocia.

Devoción sí; superstición, no

La piedad popular es pulmón espiritual: rosarios, novenas, peregrinaciones, santuarios. La devoción auténtica:

  1. Conduce a Cristo (más Palabra, más Eucaristía, más caridad).
  2. Integra en la Iglesia (vida sacramental y comunión real).
  3. Desemboca en misión (obras concretas por el bien común).

Cuando faltan estos tres ejes, la devoción se degrada en autoayuda con agua bendita.

Placebo espiritual y sacristías llenas

Abundan consumos religiosos que apaciguan culpas —un triduo por aquí, una promesa por allá— pero no tocan bolsillo, tiempo ni agenda. Se “terceriza” la caridad en Cáritas y la misión en “los de pastoral social”. Resultado: sacristías llenas y periferias vacías.

Jóvenes ven incongruencias: “mucho incienso, poca justicia”.

La liturgia, corazón de la Iglesia, no es espectáculo para entendidos: es fuego que empuja a la calle. Si la comunión no nos vuelve pan partido, la misa dominical tranquiliza, pero no envía.

Iglesia testimonial: el salto necesario

La fe no se mide por cuántas estampitas guardamos, sino por la capacidad de encarnar el Evangelio. Ser testimonial significa:

  • Anunciar con la vida en familia, trabajo, política, medios y redes.
  • Denunciar al poderoso que oprime, al corrupto que roba, a la indiferencia que legitima el mal.
  • Perder privilegios antes que vender baratijas espirituales.

Los obstáculos que evitamos nombrar

  • Clericalismo: laico infantilizado, cura agotado, comunidad pasiva.
  • Polarización: bandos que se gritan; Cristo queda rehén de consignas.
  • Espiritualidad de laboratorio: rubros litúrgicos sin pobres a la vista.
  • Impunidad: opacidades económicas, abusos no reparados.
  • Mundanidad digital: confundir likes con conversión.

La purificación duele: pedir perdón, reparar, ordenar la casa, renunciar a comodidades. Sin este “dolor pascual”, no renace la credibilidad.

Examen general para comunidades (12 preguntas)

  1. ¿Qué porcentaje del presupuesto llega a los pobres y cómo se audita públicamente?
  2. ¿Cuántas horas de escucha gratuita ofrecemos por semana?
  3. ¿Hay protocolos vivos contra abusos y acompañamiento real a víctimas?
  4. ¿Cómo formamos catequistas en Biblia, doctrina social, afectividad y mundo digital?
  5. ¿Qué alianzas tenemos con escuela, universidad, organizaciones sociales y Estado sin perder identidad?
  6. ¿Nuestra comunidad es hogar de todas las edades y situaciones familiares?
  7. ¿Qué damos a los jóvenes: mentorías, trabajo, voluntariado serio?
  8. ¿Cómo tratamos al que piensa distinto? ¿Hay espacios de diálogo real?
  9. ¿Qué métricas de conversión usamos más allá de sacramentos conferidos?
  10. ¿Nuestra comunicación digital anuncia y escucha o solo “avisa”?
  11. ¿La liturgia facilita el encuentro con Dios (silencio, belleza, predicación) o es trámite apurado?
  12. ¿Pastores accesibles y agendas construidas con el pueblo o con “los de siempre”?

Medir para servir mejor (sin ideologizar)

La gracia no se cuantifica, pero la responsabilidad sí. Tres tableros simples:

  • Litúrgico-espiritual: misa dominical, adoración, retiros, lectio, confesiones con acompañamiento.
  • Comunitario-misional: voluntariados, familias acompañadas, presencia en barrios, cárceles y hospitales.
  • Integridad y transparencia: protocolos activados, auditorías publicadas, consejos económicos abiertos.

Diez decisiones corajudas

  1. Recentrar en la Eucaristía: homilías sustanciosas, música que eleve, silencio que hable.
  2. Una misión por cada misa: enfermos visitados, colecta concreta, voluntariado semanal.
  3. Formar formadores: Biblia, doctrina social por casos, ética cívica, comunicación responsable.
  4. Dar juego real a jóvenes: responsabilidad, mentorías, oración fuerte y servicio real.
  5. Economía al sol: presupuestos y compras publicados; prioridad a los pobres.
  6. Tolerancia cero a abusos: escucha, reparación, cooperación con la justicia, prevención habitual.
  7. Pastoral de periferias: cárcel, calle, hospital, escuela pública; ministerios laicales estables.
  8. Casas que curan: acogida para madres solas, ancianos, adictos en salida, con redes profesionales.
  9. Predicación profética: denunciar sin gritar, consolar sin maquillar; misma vara para pecados propios y ajenos.
  10. Gobernanza sin castas: consejos reales, rotación, evaluación anual con el pueblo.

Ni progresismo sin cruz ni tradicionalismo sin pobres

La Iglesia no es un flanco de la batalla cultural: es el Cuerpo de Cristo. La hermenéutica católica es tensión fecunda entre verdad y misericordia, tradición viva y misión en salida. Todo lo que no desemboca en amor concreto al más débil traiciona el Evangelio.

El poder de un pequeño resto

Dios reescribe la historia con minorías fieles. Basta un puñado de laicos, consagrados y pastores que elijan santidad adulta: oración diaria, austeridad libre, trabajo serio, caridad sin fotos, valentía para nombrar el mal y ternura para curar al herido. La profecía es contagiosa.

Llamado final: de rodillas y de pie

De rodillas ante el Santísimo para pedir perdón por maquillar la fe con talismanes. De pie ante las injusticias que crucifican a Cristo hoy: aborto, trata, corrupción, hambre, violencia, narco, abusos, mentira, ecocidio. No nacimos para agradar al algoritmo: nacimos para adorar a Dios y amar al prójimo con obras que hablen tanto como las palabras.

Si la devoción no se vuelve carne y profecía, es maquillaje religioso. Si la profecía no nace de adoración, es activismo ruidoso. El camino es ambos: altar y calle.

Plan de 90 días (recuadro práctico)

  • Semanas 1–2: Examen con las 12 preguntas y publicación de un compromiso mínimo y medible.
  • Semanas 3–4: Reorganizar agenda parroquial para dos horas diarias de escucha y visitas; calendario visible.
  • Mes 2: Misión barrial con metas y responsables; cada grupo adopta una obra de misericordia estable.
  • Mes 3: Auditoría económica simple publicada; lanzamiento del Fondo del Buen Samaritano.
  • Siempre: Adoración semanal, lectio comunitaria, formación en doctrina social y evaluación mensual abierta.

Conclusión: La hora es ahora. O estampita o testimonio. O amuleto o profecía. Cristo no llamó a coleccionar recuerdos sagrados, sino a seguirlo hasta que el mundo cambie.

©Catolic.ar

El cardenal Suenens, Pablo VI y la encrucijada carismática: ¿puede un soplo del Espíritu nacer de un fuego ajeno?

La Renovación Carismática Católica (RCC), nacida en 1967 en la Universidad de Duquesne (EE.UU.) a partir de un retiro con fuerte impronta pentecostal protestante, irrumpió en la Iglesia como un “Pentecostés de nuestros días”. Su expansión fue fulgurante.

Apenas dos años después, el Vaticano ya tenía sobre la mesa informes, advertencias y promesas. Detrás de la historia oficial de entusiasmo y apertura, hubo también reservas, tensiones y advertencias serias. Entre los protagonistas centrales: el cardenal belga Léon Joseph Suenens y el papa Pablo VI.

La pregunta es inevitable y profundamente profética: ¿acaso la Iglesia abrió demasiado la puerta a un movimiento nacido fuera de su tradición, corriendo el riesgo de sincretismos y desvíos doctrinales? ¿O fue el Espíritu Santo quien quiso purificar un fuego encendido en otra orilla para avivar la fe de millones?


El contexto de un catolicismo en crisis (1960-1970)

El Concilio Vaticano II había sacudido los cimientos de la Iglesia. Liturgia reformada, ecumenismo, nuevos lenguajes teológicos, apertura al mundo moderno. Al mismo tiempo, los seminarios comenzaban a vaciarse, la vida religiosa entraba en crisis, el secularismo avanzaba y el entusiasmo conciliar se mezclaba con confusión.

En Estados Unidos, mientras tanto, el movimiento pentecostal protestante llevaba décadas expandiéndose, con una fuerza arrolladora en sectores populares y universitarios. Experiencias de oración con “efusión del Espíritu”, glosolalia (don de lenguas), sanaciones y alabanzas espontáneas, habían encendido a miles de creyentes.

En ese terreno híbrido, algunos estudiantes católicos en Duquesne vivieron una experiencia intensa de “bautismo en el Espíritu”. Desde allí, la chispa se extendió como reguero de pólvora.


Pablo VI: entre prudencia y discernimiento

El Papa Montini era un hombre profundamente sensible al Espíritu, pero también un guardián vigilante de la ortodoxia. Durante su pontificado, se mostró abierto a todo lo que pudiera revitalizar la fe, pero temía que la Iglesia se diluyera en modas pasajeras.

En audiencias privadas, Pablo VI recibió informes diversos: desde obispos que hablaban de un renacer misionero hasta teólogos que denunciaban desviaciones de corte sectario. Su pregunta constante era: ¿cómo garantizar que lo que llega del mundo pentecostal no se convierta en caballo de Troya en la Iglesia Católica?

El Papa veía en la Renovación Carismática tanto una esperanza pastoral (comunidades vivas, laicos comprometidos, fervor de oración) como una amenaza doctrinal (emocionalismo, subjetivismo, riesgo de ruptura con la liturgia y el magisterio).


Suenens: el cardenal que llevó la Renovación a Roma

El arzobispo de Malinas-Bruselas, cardenal Léon Joseph Suenens, era uno de los moderadores del Concilio Vaticano II y figura clave en la apertura eclesial posconciliar. Vio en la Renovación Carismática una oportunidad providencial.

Fue él quien, en 1974, presentó oficialmente la RCC al Vaticano como un movimiento eclesial válido. Se convirtió en su protector y “garante católico”. Bajo su patrocinio, los encuentros internacionales de Roma tomaron impulso y la Renovación se consolidó como fenómeno mundial.

Pero Suenens no fue ingenuo. En cartas privadas a Pablo VI y en intervenciones posteriores, dejó constancia de sus advertencias:

  1. No confundir carismas con emociones: alertó que el entusiasmo podía derivar en manipulaciones psicológicas o experiencias superficiales disfrazadas de Espíritu Santo.
  2. Evitar el protestantismo infiltrado: temía que el origen pentecostal llevara a relativizar sacramentos, jerarquía y magisterio.
  3. Subordinar siempre a la Iglesia: insistía en que la Renovación debía permanecer en obediencia a los obispos y no convertirse en “iglesia paralela”.
  4. Discernimiento de lenguas y profecías: pidió mecanismos de control para evitar falsos profetas y delirios místicos.

Los documentos y gestos de Pablo VI

En 1975, con motivo del Año Santo, Pablo VI convocó el Congreso Internacional de la Renovación Carismática en Roma. Allí, en la Basílica de San Pedro, pronunció palabras que se volvieron emblema:

“¿Cómo no ver en este ‘renovarse espiritual’ una oportunidad para la Iglesia y para el mundo?”

Sin embargo, el mismo Papa, en conversaciones privadas, seguía subrayando la necesidad de prudencia. No emitió un documento magisterial formal sobre la RCC, quizás como signo de esa tensión entre esperanza y cautela. Optó más bien por dejarla crecer bajo observación, confiando en la guía de pastores como Suenens.


Las advertencias de Suenens al movimiento

A medida que la RCC se expandía en Europa, África y América Latina, Suenens comenzó a ver riesgos internos. Publicó libros y cartas pastorales donde pedía equilibrio:

  • Denunció tendencias de milagros fáciles y de predicadores estrellas que manipulaban multitudes.
  • Llamó a centrarse en la Eucaristía y en la Virgen María, para evitar una espiritualidad puramente emocional.
  • Insistió en que la Renovación debía servir a la Iglesia y no a sí misma, evitando sectarismos.

Es decir, el mismo cardenal que impulsó su reconocimiento fue también quien marcó límites claros. Fue “padre y corrector” a la vez.


El impacto en la Iglesia universal

Lo cierto es que, gracias a la protección de Suenens y la prudencia vigilante de Pablo VI, la RCC logró en pocos años:

  • Reunir millones de laicos en grupos de oración.
  • Renovar la experiencia de los sacramentos, sobre todo la confesión y la Eucaristía.
  • Impulsar nuevas comunidades y vocaciones misioneras.
  • Tender puentes ecuménicos con protestantes.

Pero también arrastró luces y sombras: divisiones en parroquias, choque con liturgistas, acusaciones de excesivo emocionalismo y cierta marginalización del pensamiento teológico.


Una pregunta profética para hoy

Cincuenta años después, la pregunta resuena con más fuerza: ¿fue la Renovación Carismática un auténtico soplo del Espíritu Santo o un injerto peligroso que debilitó la identidad católica?

En la Iglesia argentina, la RCC creció vigorosa en barrios populares y parroquias humildes. Muchos testimonian conversiones auténticas y vocaciones nacidas en sus grupos. Pero también abundan señales de una espiritualidad milagrera, poco centrada en la Cruz y la doctrina, más cercana al show que a la adoración.

La advertencia de Suenens sigue vigente: el carisma sin magisterio se vuelve un fuego que incendia en lugar de iluminar. Y la prudencia de Pablo VI se revela profética: abrazar lo nuevo, pero sin entregar el corazón de la Iglesia al soplo de vientos extraños.


Discernir el Espíritu en medio de la confusión

Hoy, cuando tantas espiritualidades “new age” y emocionalismos religiosos buscan ganar espacio en la Iglesia, la lección es clara:

  • El Espíritu Santo no divide ni improvisa, conduce siempre a Cristo y a la Iglesia.
  • Los carismas no reemplazan la doctrina ni los sacramentos, los fortalecen.
  • Un movimiento nacido fuera del catolicismo puede ser purificado, pero nunca debe imponerse sin discernimiento.

La historia de Pablo VI y Suenens frente a la Renovación Carismática es una parábola para nuestro tiempo: abrirnos al Espíritu, sí; pero sin ingenuidad, sin renunciar al depósito de la fe, sin confundir entusiasmo con verdad.


Conclusión: ¿viento del Espíritu o espejismo?

La Renovación Carismática Católica, con sus frutos y desviaciones, obliga a una mirada profética: Dios puede servirse incluso de experiencias nacidas fuera de la Iglesia para sacudirnos, pero nunca debemos confundir el instrumento con la fuente.

Suenens, el gran valedor del movimiento, nos dejó el legado de su advertencia: “Sin obediencia a la Iglesia, todo carisma se convierte en herejía”. Y Pablo VI, con su prudencia vigilante, nos recuerda que no todo fuego que arde viene del Espíritu, aunque parezca encender corazones.

La pregunta queda abierta para la Iglesia argentina y universal: ¿sabremos discernir en qué parte del viento sopla el Espíritu y en qué parte solo hay ruido de tempestades?

©Catolic.ar

Evangelizar con una brújula ajena: ¿La Iglesia argentina ha perdido el rumbo?

La escena, en la Argentina de hoy, se repite con una monotonía dolorosa: parroquias con bancos vacíos, confesionarios sin penitentes y una juventud que, a lo sumo, recuerda a la Iglesia por los escándalos mediáticos y mucha gente que emigró hacia distintos cultos evangélicos en la variopinta ofertas de recepción y acogimiento que ofrece el protestantismo.

El clamor por una “nueva evangelización” ya no es un eslogan de seminario, sino un grito de supervivencia. En este desierto de la Fe, en esta tierra de “gente buena pero alejada”, la Iglesia parece desesperada por encontrar una herramienta, una fórmula mágica, un “remedio infalible” que revierta la diáspora. Y en esa búsqueda, se ha asido con entusiasmo a un método foráneo de probada eficacia en otros lares: el Curso Alpha.

Desde la oficina de Alpha Argentina, se presenta con la pulcritud de un startup misionero: un método de evangelización que se adapta a cualquier contexto, que no es “ni un movimiento ni una espiritualidad”, y que se enfoca en el Kerigma, el primer anuncio de Jesucristo. Su propuesta es tan simple como seductora: cena, una charla y un debate en un ambiente distendido y sin juicios.

Ha sido alabado por obispos como Mons. Eduardo Eliseo Martín de Rosario, quien lo considera “un instrumento muy necesario para la tarea evangelizadora” que enfatiza el  Kerigma.

Incluso, ha merecido un mensaje de aliento del mismísimo Papa Francisco. Pareciera, a simple vista, la respuesta providencial a la crisis. La solución tan anhelada, que la Iglesia, por sí sola, no era capaz de encontrar.  

Y sin embargo, cuando un gigante de dos mil años de historia, dueño de una teología, un magisterio y una tradición de santidad inigualables, necesita importar un método de evangelización de una confesión protestante, las alarmas deberían sonar.

¿Es este un acto de humilde discernimiento ecuménico, o es una peligrosa claudicación pastoral ante el vacío existencial? ¿Es el Curso Alpha la solución o un síntoma de una enfermedad mucho más profunda: una pérdida de confianza de la Iglesia en su propia fuerza, en sus propios tesoros y en su capacidad para hablarle al mundo con voz propia?

Este no es un debate menor sobre un curso más. Es la confrontación de dos paradigmas. La de la Iglesia que se siente rica y tiene algo que dar, y la de la Iglesia que se percibe pobre y debe, por necesidad, mendigar herramientas prestadas.

El Ecumenismo Pragmático: ¿La Fe se Negocia en Nombre del ‘Llevarse Bien’?

La crítica más incisiva al Curso Alpha no proviene de un purismo teológico, sino del pragmatismo que, irónicamente, se le endilga. Se presenta como un “método de evangelización” con un contenido mínimo, que solo enseña lo que las “principales denominaciones cristianas” tienen en común.

En un mundo que busca la paz y el encuentro, esta estrategia parece laudable. Pero, ¿qué se sacrifica en el altar de la unidad superficial? La “evangelización” se define como un “hablar sobre el cristianismo y Jesús, no sobre ganar conversos”.

Se acoge a todos sin distinción de credo, lo que es loable, pero ¿el objetivo es una conversión real o una experiencia agradable?

Un obispo católico ha afirmado que el curso no contiene nada contrario a la doctrina católica , pero, y he aquí la pregunta interpelante, ¿es suficiente no ser “contrario”?  

Un análisis más minucioso revela profundas deficiencias. Una de las críticas más severas acusa al programa de ser una “pobre catequesis”. Si bien se promociona una “versión católica” del curso, ésta, según detractores, es en realidad la misma serie con “una presentación incompleta y falsa de la Fe”.

Los sacramentos, que son el corazón de la vida eclesial, son presentados de forma deficiente; el bautismo, por ejemplo, es tratado “desde la versión protestante” y se ignora el perdón del pecado original. Un programa que no se atreve a nombrar los siete sacramentos, que son el alma de la Iglesia de Cristo, y menos aún nombrar a la Virgen María, no puede ser una “herramienta” de evangelización católica.

A lo sumo, es una puerta de entrada a un cristianismo de “sentimientos” y “experiencias”, pero no al Cuerpo Místico de Cristo en toda su plenitud.

Además, el origen del Curso Alpha es la anglicana Holy Trinity Brompton de Londres es indisociable de sus fuertes tendencias carismáticas, que han sido señaladas por la crítica.

En su versión original se promueve el don de lenguas y se enseña que Dios habla a través de profecías, sueños y visiones, además de impulsar la sanación por la fe al estilo de las iglesias carismáticas.

Este sincretismo, que ignora la prudencia doctrinal y el discernimiento propio de la Iglesia Católica, debería inquietar a cualquier pastor o fiel que tome en serio el magisterio.

Sabemos que hay parroquias que no alientan estas cuestiones, originadas en el Pentacostalismo.

No es un detalle menor que el curso se promueva en la Universidad Católica Argentina (UCA) y que se invite a participar a líderes carismáticos y promotores de movimientos de adoración que, si bien son parte de la Iglesia, no representan la totalidad de su inmensa riqueza doctrinal y litúrgica. Esta “mezcolanza programática” no es un error, es un pilar fundamental del método.  

La estrategia de Alpha se basa en una premisa insidiosa: si las iglesias tradicionales no atraen a la gente, es porque son aburridas, demasiado rígidas o carecen de creatividad.

El “éxito” se mide por la cantidad de asistentes, por el número de cursos, y no por el grado de conversión y profundización real en la fe. Como ha señalado una voz crítica al pragmatismo pastoral, el peligro es “sacrificar la verdad por lo que funciona”.

En nombre de un “crecimiento” superficial, se renuncia a la predicación profunda, al estudio bíblico riguroso, a la oración personal y al ayuno, sustituyéndolos por “actividades y dinámicas”.

Un pastor recuperado de esta mentalidad admite que el pragmatismo es “agotador” y que se enfoca demasiado en el hombre y en las tendencias, en lugar de en la Palabra de Dios.

El método Alpha se presenta como una dinámica social más que como una experiencia de encuentro con la Verdad, porque, en esencia, es un “evento” más que un camino de discipulado.  

¿Es la Iglesia Argentina Incapaz de Generar sus Propias Respuestas?

Y llegamos al meollo de la cuestión. Con 2000 años de historia, un Magisterio vivo y el ejemplo de millones de mártires y santos, ¿es la Iglesia Católica tan impotente que necesita adoptar el método de una escisión de su propio cuerpo para sobrevivir?

¿No tiene la Iglesia argentina, en particular, la creatividad y la vitalidad para generar sus propias respuestas a la crisis de la fe? El simple hecho de hacer esta pregunta ya interrumpe la lógica dominante.

La respuesta es un rotundo y contundente NO.

La Iglesia, por su propia naturaleza, es inagotable en su capacidad de engendrar nuevos carismas y nuevas formas de evangelización. A lo largo de los siglos, ha dado a luz a movimientos, órdenes y apostolados que han respondido a los desafíos de su tiempo con una santidad y una creatividad sin parangón. Y en la propia historia reciente, en Hispanoamérica, han surgido iniciativas laicales y eclesiales de una eficacia admirable.

Pensemos en el Movimiento de Cursillos de Cristiandad (MCC), un movimiento laical con origen en España, que se ha expandido globalmente y ha recibido el reconocimiento canónico de la Santa Sede. San Juan Pablo II lo definió como “un instrumento suscitado por Dios para el anuncio del Evangelio en nuestro tiempo”. Los Cursillos tienen su propio método “kerygmático” y han creado “multitud de núcleos de cristianos” , que viven lo fundamental de la fe y se esfuerzan por llevar el Evangelio a sus ambientes.

Hay una versión juvenil como el Movimiento de Jornadas. . .

A diferencia de Alpha, que es una herramienta sin una comunidad que lo sostenga, Cursillos está orientado a la creación de una comunidad de “hermanos” que se acompaña de por vida.  

Pensemos también en la Acción Católica Argentina (ACA), una institución laical con una presencia histórica en el país. La ACA se define con una “misión de vivir, obrar y anunciar el Evangelio en la normalidad de nuestra vida diaria”.

No es un “curso” de iniciación, sino un camino de formación, misión y promoción humana que se inserta en las opciones pastorales de cada diócesis. La ACA demuestra que la Iglesia tiene la capacidad de formar a laicos para que asuman su vocación de santificar el mundo, sin necesidad de recurrir a modelos de otras tradiciones.

Aún más, la propia Iglesia argentina está demostrando que tiene la capacidad de generar nuevas iniciativas para evangelizar. Pensemos en proyectos como VOCARE Argentina, que busca formar a jóvenes católicos para que integren su vocación profesional con su Fe.

Sin poder profundizar, hay otras experiencias como el Proyecto Emaús,retiro espiritual de fin de semana, de origen católico y guiado por laicos  que se inspira en el pasaje bíblico donde Jesús se encuentra con los discípulos en el camino a Emaús, buscando ayudar a las personas a redescubrir su Fe y a vivir una relación más profunda y personal con Dios.

Se caracteriza por ser un espacio de confidencialidad, perdón, reconciliación y acompañamiento, donde los participantes experimentan una transformación personal y un encuentro con Cristo a través de los testimonios de otros creyentes, que se inspira en el pasaje bíblico donde Jesús se encuentra con los discípulos en el camino a Emaús, buscando ayudar a las personas a redescubrir su fe y a vivir una relación más profunda y personal con Dios. 

También hay congregaciones religiosas, como los Jesuitas, que promueven distintos tipos de retiros, adaptaciones del retiro original, que fuera inspiración de su fundador, San Ignacio de Loyola.

Pero existen otras iniciativas, con experiencias llevadas a cabo en distintas diócesis, de distinto origen católico y hasta regionales, como el Movimiento de Paradas para matrimonios.

Estos programas, en lugar de diluir el contenido, lo profundizan, ayudando a los laicos a santificarse en su vida cotidiana, tal como lo pide el Catecismo.

Estos ejemplos no son la excepción, sino la regla. La Iglesia, a lo largo de su historia, siempre ha encontrado en su propia riqueza los medios para responder a los desafíos. ¿Por qué entonces parece tan atractiva la idea de “importar” una solución?

La razón es sencilla y perturbadora: la tentación del camino fácil. La fidelidad a los métodos propios, a la catequesis profunda y a la predicación valiente del Evangelio, requiere paciencia, esfuerzo y el riesgo de no llenar un salón.

El atajo del pragmatismo promete resultados rápidos y visibles, pero a un costo muy alto: la renuncia a la propia identidad.

Conclusiones: Entre la Pasividad y la Fidelidad

La adopción masiva del Curso Alpha en la Iglesia argentina es, en última instancia, un síntoma de una pasividad pastoral. Un obispo de la Iglesia de Inglaterra ha dicho: “La Iglesia, un objetivo sin un plan, es solo un deseo”.

Pero el verdadero problema no es la falta de planes, sino la falta de confianza en los propios planes. La Iglesia, que ha gestado a santos como San Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Ávila y San Francisco de Asís, y a movimientos como los Cursillos, no necesita ir a buscar una herramienta a la trinchera protestante.  

La Iglesia Argentina tiene en su seno la riqueza teológica, la guía del Magisterio y los modelos de evangelización que necesita. La figura del Papa Francisco, con su llamada a ir a las “periferias existenciales” y a tener “olor a oveja”, no es una excusa para abrazar cualquier método foráneo, sino un llamado a una evangelización profunda, relacional y, sobre todo, auténticamente católica.

El verdadero reto no es encontrar un método “divertido” o “fácil”, sino formar a laicos y pastores que, con la sabiduría del Evangelio, sepan interpelar a este mundo poscristiano y secularizado.

El desafío es que la Iglesia vuelva a ser “el misterio sacramental de comunión del Pueblo de Dios en la historia” y que recupere la convicción de que su única y verdadera misión es el anuncio del Evangelio en toda su radicalidad, sin miedo, sin atajos y sin diluir la verdad para hacerla más digerible.

En su propia historia, la Iglesia argentina tiene las luces para iluminar su camino, sin necesidad de pedir prestado. La cuestión es si está dispuesta a mirarlas. Porque, como enseña la Fe, el camino de la Verdad es angosto, pero es el único que conduce a la Vida Eterna.

©Catolic

Nínawa Daher: la periodista que incomodó con la verdad, sirvió en silencio y hoy interpela a una Iglesia llamada a reconocer a sus santos de a pie

Cuando el periodismo se vuelve vocación y la vocación trasciende la pantalla

Fue abogada brillante, periodista de raza, hija agradecida de la comunidad árabe en la Argentina y mujer de fe que no tercerizó su compromiso. Nínawa Daher (1979–2011) dejó una marca que todavía hoy desarma los atajos del cinismo: profesional rigurosa, corazón inquieto, sensibilidad social concreta.

Murió a los 31 años en un accidente automovilístico, cuando su carrera estaba en ascenso, y su legado se multiplicó en obras y testimonios. En los últimos años, su nombre empezó a aparecer en conversaciones que desbordan la nostalgia: ¿hay en su vida materia para abrir una causa de santidad?

La pregunta no es oportunismo: surge del modo en que vivió, trabajó y sirvió; y también de una “fama de santidad” que, incipiente pero real, se abre paso entre periodistas, voluntarios, sacerdotes y familias alcanzadas por su ejemplo.


Vida y formación: excelencia académica, raíces y servicio temprano

Nacida en Buenos Aires el 3 de octubre de 1979, hija de Ghandour y Alicia, Nínawa creció en una familia de raíces libanesas que cultivó identidad, trabajo y fe. Egresó del secundario con el mejor promedio y se recibió de abogada en la Universidad de Buenos Aires con diploma de honor (8,78). Políglota —inglés, árabe y francés—, antes de la TV ya había asomado su vocación pública: coordinó áreas juveniles, impulsó espacios de participación y, con apenas 24 años, fue candidata a legisladora porteña.

Esa energía temprana no era figura de afiche; estaba sostenida por una ética aprendida en casa y afinada en el estudio.

Su identidad árabe-argentina no fue un detalle folclórico; la comprometió. Presidió la Juventud de la Federación de Entidades Argentino-Árabes de Buenos Aires, cofundó ámbitos de integración cultural y, desde 2002, condujo en Canal 7 Desde el aljibe, un ciclo que contaba historias y valores de su colectividad.

Ese puente —raíces que no encierran sino que abren— marcaría su modo de mirar el mundo: sin exotismos, sin prejuicios, buscando comprender para explicar mejor.


Periodista de internacionales: método, coraje y una brújula ética

En 2007 se sumó a C5N desde el inicio del canal y se consolidó en internacionales. Cubrió la gira presidencial a África en 2007 y a países árabes en 2010; luego condujo Resumen de medianoche. No era un “rostro”: era una cabeza que preparaba, una voz que preguntaba sin chicheos, un estilo sobrio que hoy extraña la TV.

Quienes trabajaron con ella subrayan dos rasgos que no abundan: preparación obsesiva y respeto por el espectador. En un ecosistema que suele premiar el grito, Nínawa sostenía la primacía del dato. Su timbre sereno no escondía complacencias: incomodaba con la verdad cuando hacía falta.

Fuera de cámara cultivó otra pertenencia: un grupo de periodistas católicos —“Gente de Prensa en Camino”— que rezaba, pensaba la profesión a la luz del Evangelio y buscaba “comunicar con verdad, vivir con esperanza”. Allí su fe no fue eslogan: se tradujo en coherencia profesional y obras concretas. En 2011, el Premio Santa Clara de Asís la reconoció —post mortem— por difundir educación, valores de familia y una sana recreación: no es un trofeo frívolo, es un termómetro eclesial sobre el impacto de su trabajo.


Accidente y conmoción: el dolor que pide sentido

La noche del 9 de enero de 2011, rumbo a Aeroparque, el auto en el que viajaba —conducido por su novio— rozó otro vehículo, perdió el control y chocó. Ella murió en el acto. El impacto público fue inmediato: colegas, dirigentes, autoridades y cientos de anónimos expresaron dolor y gratitud.

El Gobierno de la Ciudad colocó una estrella amarilla en el lugar del siniestro; homenajes y placas se multiplicaron en escuelas, parroquias y espacios públicos. Pero lo más importante no fue el bronce: fue la decisión familiar de transformar el duelo en servicio.


Fundación Nínawa Daher: la caridad que queda cuando se apagan las luces

Poco después de su partida, su familia creó la Fundación Nínawa Daher para honrar su pasión solidaria y su idea del periodismo como responsabilidad social. La fundación sostiene proyectos de accesibilidad, arte inclusivo (por ejemplo, el programa “Arte para Ciegos” en museos), becas, deporte y acciones de promoción humana, con fuerte anclaje en valores y espiritualidad.

Cada aniversario no es un acto melancólico sino un parte de misión: nuevas iniciativas, alianzas, mejoras de accesibilidad en espacios públicos, y una pedagogía de la esperanza que baja a tierra.

En ese trayecto, la figura de Nínawa empezó a ser nombrada no solo como “periodista ejemplar” sino como “testigo de fe” en ambientes diversos. Sacerdotes, comunicadores, voluntarios y familias comenzaron a contar favores, impulsos de conversión y decisiones de servicio inspiradas en su memoria. ¿Anécdotas sueltas? Algunas sí. ¿Una corriente constante? Empieza a parecerlo, al menos en círculos donde su vida dejó huella. Y aquí asoma la pregunta de fondo.


¿Puede promoverse su causa de santidad? Criterios, prudencia y señales

La Iglesia no canoniza “famosos” ni “buenas personas” sin más. Pide signos objetivos: fama de santidad espontánea y extendida; investigación diocesana sobre la heroicidad de virtudes (fe, esperanza, caridad, prudencia, justicia, fortaleza, templanza vividas de modo excepcional); y milagros atribuidos a su intercesión (salvo martirio u “ofrecimiento de la vida”).

El camino ordinario tiene cuatro etapas: Siervo de Dios, Venerable, Beato, Santo; se inicia cinco años después de la muerte y arranca en la diócesis. Todo esto se examina con lupa canónica, histórica y médica.

Aplicado al caso de Nínawa, hay elementos a favor y desafíos:

A favor

  1. Fama de santidad incipiente: su memoria moviliza oración, agradecimientos y obras. Hay artículos, homilías, misas y acciones que la señalan como testimonio cristiano, no solo como figura pública. Esa fama no puede ser fabricada y debe consolidarse en el tiempo. i
  2. Virtudes en vida pública: honestidad intelectual, servicio social, integración cultural, defensa de la dignidad. La recepción del Santa Clara de Asís y su trabajo en medios generalistas con una ética reconocida sostienen un “modo cristiano de comunicar” inusual en la TV.
  3. Frutos post mortem: la continuidad de su obra en la fundación y su proyección plural (accesibilidad, educación, cultura) hablan de una fecundidad espiritual —un criterio clásico en la tradición de la Iglesia— que trasciende la admiración.

Desafíos

  1. No es causa por martirio: su muerte fue un siniestro vial, no por odio a la fe. Esto pide probar virtudes heroicas y, para beatificación, un milagro verificado.
  2. Documentación rigurosa: hay que reunir escritos, emisiones, testimonios bajo juramento, informes sobre su vida espiritual (dirección, sacramentos, obras de caridad), y discernir la vida ordinaria vivida de modo extraordinario, lejos de idealizaciones.
  3. Fama no procurada: la Iglesia exige que la reputación de santidad sea espontánea y no “construida” por estrategias de marketing piadoso. Es clave el equilibrio entre promover su memoria y dejar que el Pueblo de Dios hable.

¿Hay indicios de que algo ya empezó? En 2025, artículos de opinión y notas en medios generalistas mencionan “pasos iniciales” o “incipiente causa” en el ambiente eclesial, y páginas especializadas en causas de santos recogen su historia y actualizaciones. No equivale a un proceso formal —que exige decreto diocesano—, pero sí muestra ecos de discernimiento y una fama en crecimiento.


Lo que cuentan quienes la conocieron: el secreto no era la cámara

El recuerdo que se repite no es el de un set luminoso, sino el de una mujer que rezaba y servía sin alardes. La madre de Nínawa suele definirla como “obsesionada por la ética”, y los homenajes que recibió —desde la Plaza de los Periodistas hasta distinciones culturales y comunitarias— hablan de una coherencia que no concede. También hay testimonios de colegas sobre su pudor profesional: no sacaba rédito de su fe; la vivía. Ese dato, en tiempos de exhibicionismo espiritual, pesa.

En clave eclesial, su pertenencia a grupos de periodistas católicos y su compromiso con instituciones como el Patronato de la Infancia exhiben un catolicismo concreto: misa, oración, servicio. No postureo. Para una eventual causa esto importa: la santidad no es una emoción, es un estilo de vida sostenido en opciones cotidianas.


La actualidad de su legado: comunicar con verdad, vivir con esperanza

En un ecosistema mediático saturado de ruido, la figura de Nínawa desafía a periodistas y audiencias: criterio, contexto, compasión. En sus coberturas internacionales no caricaturizaba al mundo árabe ni a los cristianos de Oriente; sabía que la identidad bien vivida construye puentes. En la Argentina, esa mirada puede sanar discursos que hoy incendian por clics y fracturan por negocio.

La fundación, por su parte, ofrece una pista para salir de la “solidaridad-slogan”: proyectos con método, evaluación y anclaje espiritual. Accesibilidad, arte para ciegos, becas… no es caridad que entretiene culpas; es justicia con ternura. Ahí late una santidad laical moderna y posible: amar a Dios sirviendo bien y con profesionalismo.


¿Cómo se promueve, paso a paso, una causa hoy?

  1. Actor de la causa: puede ser la diócesis, la congregación o —con autorización— una fundación. Debe existir capacidad moral y jurídica para sostener el proceso.
  2. Postulador: nombrado por el actor, conduce la recogida de pruebas y la elaboración de la positio. Puede haber vicepostuladores.
  3. Apertura diocesana: el obispo de la jurisdicción donde murió (Buenos Aires) investiga vida, virtudes y fama. Se colectan escritos, archivos audiovisuales, testimonios.
  4. Fase romana: el Dicasterio estudia la positio; si se reconocen virtudes heroicas, el Papa declara “Venerable”. Para beatificar, se requiere un milagro probado; para canonizar, otro posterior.

Qué se necesita hoy, concretamente, si se quisiera avanzar con Nínawa

  • Recolectar testimonios bajo forma canónica (no solo notas periodísticas): colegas, sacerdotes, amigos, beneficiarios de su ayuda.
  • Resguardar y ordenar su producción: guiones, emisiones, artículos, correspondencia, diarios, notas espirituales.
  • Dossier de obras: impacto verificable de la fundación y frutos espirituales asociados a su memoria.
  • Registro de presuntas gracias: favores obtenidos “por su intercesión” con datos médicos y eclesiales; discernir con prudencia.
  • Evitar el triunfalismo: acompañar con oración y discreción; dejar que la fama crezca o no sin artificios.

Objeciones honestas (y respuestas serias)

“Fue una profesional destacada, pero eso no es santidad”. Cierto: el estándar eclesial no canoniza curriculum. Pero pide virtudes heroicas en vida ordinaria. Aquí la clave es probar —con hechos y testigos— una caridad operativa, una templanza en la exposición pública, una justicia en lo opinable y una fe que modeló decisiones. Eso se investiga; no se declama.

“Hay emoción reciente y medios que inflan”. La Iglesia desconfía de burbujas de devoción. Por eso exige fama espontánea y estable. Quince años después, si la memoria sigue generando bien concreto —y sin estridencias—, la objeción pierde fuerza. El tiempo es cribador.

“Sin milagro no hay beatificación”. Es verdad para la vía de virtudes. Por eso la importancia de registrar presuntas gracias y someterlas a peritajes. Nadie fuerza a Dios, pero sí se custodian bien los signos.


Una síntesis para el discernimiento eclesial

Hechos verificables:

  • Abogada UBA con diploma de honor; periodista en Canal 7 y C5N; cobertura de giras presidenciales; conducción en noticiero. Reconocimientos: Santa Clara de Asís (post mortem), distinciones y homenajes públicos. Accidente: 9/1/2011 en Buenos Aires.
  • Fundación activa con programas de accesibilidad, arte para ciegos, educación y solidaridad; crecimiento sostenido y presencia pública.

Signos cualitativos:

  • Coherencia ética en medios laicos, servicio social previo a la fama, articulación fe–profesión, memoria que inspira oración y obras.

Estado del clima eclesial:

  • Menciones recientes en prensa y redes de un “inicio de pasos” o de una conversación eclesial en torno a su figura; presencia en sitios dedicados a las causas de los santos en Argentina. (Esto no equivale a proceso formal abierto, pero indica interés y “fama en camino”).

Conclusión: una interpelación para comunicadores y para la Iglesia en salida

Nínawa no fue perfecta —nadie lo es—. Pero en un ambiente donde la tentación de “ser” antes que servir es permanente, eligió la honestidad como marca; y en un tiempo de cinismo que todo lo trivializa, puso su fe a trabajar sin pancartas.

Si la Iglesia quiere hablarle al siglo XXI sobre santidad laical, rostros como el de Nínawa —profesional exigente, mujer de oración, solidaridad con método— ayudan a narrar ese Evangelio encarnado. No porque haya iluminado una pantalla, sino porque encendió conciencias.

¿Se puede promover su causa? Sí, si hay pueblo de Dios que la sostenga con oración, testimonios y prudencia; si la diócesis discierne signos reales y no espejismos, y si las “gracias” se registran con seriedad. Nada de campañas: santidad, no marketing.

De nuestra parte —periodistas, creyentes, ciudadanos— queda el trabajo simple y profundo: imitar lo que de Cristo vimos en ella: mirar con respeto, decir la verdad sin herir la dignidad, y convertir el dolor en servicio. El resto, si Dios quiere, vendrá por añadidura.


Fuentes consultadas clave

  • Biografía y trayectoria de Nínawa Daher; cargos comunitarios; carrera en Canal 7 y C5N; premios y homenajes.
  • Crónica del accidente, contexto y homenajes públicos; cobertura periodística.
  • Fundación Nínawa Daher: misión, programas y acciones recientes (accesibilidad, arte para ciegos, educación).
  • Artículos de opinión y menciones sobre una incipiente conversación eclesial en torno a su figura.
  • Marco canónico: etapas de una causa, fama de santidad, rol del Dicasterio, requisitos de milagros.

Epílogo — Oración breve (para uso personal)

Señor Jesús, que elegiste a los humildes para mostrar tu luz, te damos gracias por el testimonio de Nínawa. Enséñanos a comunicar con verdad, a servir con alegría y a vivir nuestra fe en lo cotidiano. Si es tu voluntad, concede a tu Iglesia los signos necesarios para reconocer en ella un camino de santidad. Amén.

©Catolic

El cristiano que no incomoda ya está domesticado

El que nunca incomoda. . .

Si el mundo te aplaude siempre, quizá dejaste de anunciar la Verdad. Una reflexión profética sobre la urgencia de incomodar por amor al Evangelio.

Hay algo inquietante en la comodidad. En esa tibieza espiritual que se disfraza de prudencia, en esa aceptación social que se vende como caridad, pero que en realidad es miedo a perder la simpatía del mundo. Jesús no fue domesticado. Los apóstoles no fueron domesticados. Los santos que admiramos no fueron domesticados. Entonces, ¿por qué tantos cristianos hoy parecen vivir para no incomodar a nadie?


El Evangelio que hiere antes de sanar

Cristo no vino a hacer relaciones públicas. Vino a salvar. Y para salvar, primero tuvo que herir las falsas seguridades, sacudir estructuras, poner en crisis vidas enteras. Su amor era tan real que no podía quedarse en silencios diplomáticos.

Cuando Jesús dijo: “Ay de ustedes, cuando todos hablen bien de ustedes” (Lc 6,26), no estaba exagerando. Advertía que un discípulo que solo cosecha aplausos ha dejado de parecerse al Maestro.

Un cristiano que nunca incomoda, probablemente esté administrando un Evangelio reducido, recortado, apto para todo público pero impotente para transformar corazones.


El peligro de ser “correctos”

Hoy, la corrección política ha entrado incluso en la Iglesia. Predicadores que omiten lo incómodo para no ofender, catequistas que reducen la fe a valores universales y difusos, medios católicos que hablan de todo menos del pecado y la conversión.

El resultado: creyentes dóciles al sistema, sumisos a la opinión pública, incapaces de discernir que el Evangelio es por naturaleza contracultural.

La domesticación comienza cuando dejamos de llamar pecado al pecado, por temor a ser tildados de intolerantes. Continúa cuando evitamos denunciar el mal, por miedo a perder seguidores. Y se consolida cuando confundimos la misión con el marketing.


La incomodidad como acto de amor

Incomodar no es atacar. No es gritar más fuerte ni imponerse por la fuerza. Es decir lo que nadie quiere escuchar, con la convicción de que es lo que necesita escuchar. Es elegir la verdad antes que la aprobación, el bien del otro antes que la propia imagen.

Los santos incomodaron. Francisco de Asís incomodó a una Iglesia instalada en el poder. Catalina de Siena incomodó a papas y cardenales. Óscar Romero incomodó a dictadores y élites. No buscaban el conflicto por deporte: amaban demasiado como para callar.


Cuando la Iglesia teme al conflicto

En muchas diócesis, parroquias y movimientos, se confunde unidad con uniformidad. Se evita cualquier tema que pueda generar división, y así se va domesticando la palabra profética. El resultado es una Iglesia “amigable” pero inofensiva, presente en actos culturales pero ausente en las batallas espirituales.

Una Iglesia que no incomoda deja de ser sal y luz. Se convierte en una ONG de buenas intenciones, que acompaña pero no salva, que abraza pero no convierte.


El cristiano domesticado

¿Cómo reconocer a un cristiano domesticado?

  1. Evita cualquier tema polémico, incluso cuando está en juego la verdad del Evangelio.
  2. Confunde paz con ausencia de conflicto, aunque eso implique tolerar la mentira.
  3. Busca más likes que conversiones.
  4. Se adapta al discurso del mundo para no ser excluido.
  5. Habla mucho de amor, pero poco de cruz.

El cristiano domesticado no es un hereje declarado. Simplemente, dejó de ser testigo. Su vida no provoca preguntas. Su fe no genera reacciones. Su anuncio es inocuo.


La urgencia de recuperar la franqueza

El Papa Francisco lo llama parresía: franqueza, valentía para hablar claro. Sin parresía, el cristiano se convierte en un funcionario religioso, un gestor de lo ya establecido. Con parresía, en cambio, se arriesga, se expone, sabe que puede perder todo menos la fidelidad al Señor.

Necesitamos predicadores que hablen del cielo y del infierno. Catequistas que digan a los niños que Jesús es el único camino. Periodistas católicos que denuncien la injusticia aunque eso les cierre puertas. Padres que enseñen a sus hijos a ir contra la corriente.


El aplauso del cielo

Si el mundo te aplaude siempre, preocúpate. Porque quizás dejaste de incomodarlo con la verdad. Y si el cielo guarda silencio, examínate: tal vez ya no vives para agradar a Dios, sino para agradarte a ti mismo.

La medida del cristiano no está en los seguidores que tiene, sino en la fidelidad con que sigue a Cristo. Y seguir a Cristo es cargar una cruz, no un logo. Es ganarse enemigos por amor a la verdad, no seguidores por neutralidad.


Llamado final

Que cada uno se pregunte: ¿A quién no estoy incomodando por miedo? ¿Qué verdad estoy callando para conservar la paz aparente? ¿Qué concesión al mundo estoy justificando como “prudencia”?

Porque el cristiano que no incomoda ya está domesticado. Y un cristiano domesticado es inútil para la misión.


Oración final: Dame, Señor, la santa osadía

Señor Jesús, Tú que incomodaste a fariseos y a publicanos, a ricos y a pobres, rompe en mí toda cobardía.

Hazme hablar cuando el mundo calla, y callar cuando el mundo grita mentiras.

Líbrame de la tentación de agradar, de la comodidad que mata la misión.

Dame la santa osadía de decir la verdad con amor, de incomodar por tu Nombre, de perderlo todo antes que perderte a Ti.

Y que al final de mis días, no me reciba el aplauso del mundo, sino el abrazo del Cielo.

Amén.

Soy un laico con pretensiones, y eso es una buena noticia

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No me miren raro. Sé que la frase suena provocadora, casi herética.

“Laico con pretensiones” a menudo se ha usado para señalar a aquel que, desde el púlpito o los pasillos parroquiales, se atreve a cuestionar, a proponer, o a simplemente pensar “fuera de la caja” clerical.

Es el tipo que el cura mira con recelo porque, en vez de quedarse callado, sugiere cambios en la catequesis, critica la homilía o, peor aún, se mete en temas que, tradicionalmente, han sido coto de la “jerarquía”. Y sí, debo confesarlo: soy uno de esos.

Soy un laico con pretensiones, y mi convicción es que esta pretensión, bien entendida, es un signo de los tiempos, un motor de renovación y, en definitiva, un regalo para la Iglesia.

El desafío de un nuevo lenguaje para una nueva primavera

Para comprender esta provocación, es crucial desandar el camino que nos trajo hasta aquí. Durante demasiado tiempo, la vocación laical se ha entendido de manera reductiva.

Hemos sido, en el mejor de los casos, los “brazos armados” de los pastores: los que organizan las patronales, los que limpian la iglesia, los que reparten la comunión cuando no hay suficientes sacerdotes. Hemos sido, en esencia, actores de reparto en la gran obra de la Iglesia.

Pero el Concilio Vaticano II, y de manera especial el magisterio del Papa Francisco, han echado abajo este viejo paradigma. Hoy, se nos convoca a un rol mucho más protagónico y, me atrevo a decir, mucho más peligroso.

Peligroso porque nos obliga a salir de la zona de confort de ser meros ejecutores y nos desafía a ser profetas. Peligroso porque nos pide no solo obedecer, sino discernir. Peligroso porque nos exige no solo creer, sino pensar.

Este nuevo lenguaje eclesial, que nos habla de sinodalidad, de una “Iglesia en salida” y de una “reforma que es un cambio de época”, no es un mero adorno.

Estos términos son el reflejo de profundas corrientes tectónicas que están redefiniendo el paisaje de la Iglesia global. Ya no se trata de una Iglesia centrada en sí misma, sino de una comunidad en diálogo constante con el mundo, con sus desafíos y sus heridas.

Y en este diálogo, la voz del laico no puede ser un eco, sino un coro pleno.

El laico “con pretensiones” es el que ha captado el mensaje. Es el que entiende que su vocación no se agota en la puerta de la iglesia, sino que se despliega en su familia, en su trabajo, en su comunidad, en la política y en la cultura.

Es el que sabe que su fe no es un refugio privado, sino una fuerza transformadora que debe encarnarse en las realidades del mundo. Esta pretensión no es un capricho individualista, sino una respuesta honesta al llamado del bautismo.

De la obediencia pasiva al compromiso profético

Si analizamos la historia reciente,podemos ver cómo las decisiones del Vaticano y de las conferencias episcopales tienen un impacto real y palpable en la vida cotidiana de los fieles.

Los documentos sobre la familia, las políticas de protección a menores, las posturas sobre temas sociales y económicos no son meras piezas de teología abstracta; son el marco que define cómo vivimos y cómo damos testimonio de nuestra fe.

En este contexto, la pretensión del laico es una necesidad. ¿Cómo podemos ser una Iglesia “profética” si el laico, que es quien está en el frente de batalla de la sociedad, no tiene voz?

¿Cómo podemos ser “sinodales” si el diálogo se limita a un puñado de expertos y pastores? La sinodalidad no es una asamblea de obispos, sino un camino que recorremos juntos, escuchándonos y discerniendo en comunidad.

El laico con pretensiones es el que se anima a alzar la voz, no para quejarse, sino para proponer.

Es el que, con humildad y conocimiento de causa, puede señalar que una determinada decisión pastoral no está funcionando en la realidad de su barrio, que una catequesis no está conectando con los jóvenes o que la forma en que se aborda un problema social en la parroquia es, en el mejor de los casos, ineficaz.

Esta actitud no es de rebeldía, sino de profunda responsabilidad. Es el amor a la Iglesia lo que mueve esta pretensión. Es el deseo ardiente de que la Iglesia sea realmente un faro de luz y esperanza en un mundo convulso, y no una institución anquilosada en sus propias estructuras.

Desafíos y esperanzas: el laico como fermento y sal

Por supuesto, esta “pretensión” no está exenta de riesgos. El principal, y más obvio, es el de la soberbia. La tentación de creerse más que el pastor, de imponer la propia agenda, de confundir la opinión personal con la voz del Espíritu Santo.

La vocación laical, como toda vocación, requiere humildad, formación constante y un profundo espíritu de comunión.

El laico “con pretensiones” no es un francotirador solitario. Es alguien que busca espacios de diálogo, que se forma, que lee el magisterio, que se nutre de la tradición y que, sobre todo, reza.

Es la persona que, lejos de querer ser el centro de atención, busca humildemente servir y colaborar para que la misión de la Iglesia se cumpla de la mejor manera posible.

La invitación que nos hizo el Papa Francisco a una Iglesia “en salida” es una invitación a los laicos. Somos nosotros los que estamos en la calle, en los hospitales, en las escuelas, en los medios de comunicación y en la política.

Somos nosotros los que podemos ser “sal y fermento” en esas realidades. Pero para serlo, necesitamos una fe madura, no infantil. Una fe que no se contente con repetir fórmulas, sino que se atreva a pensar y a proponer.

Mirando hacia el futuro, la esperanza es inmensa. Hay una generación de laicos católicos que, sin complejos, está dispuesta a asumir su rol protagónico. Laicos que no buscan el aplauso del obispo o el reconocimiento del párroco, sino que buscan humildemente dar testimonio de su fe en un mundo sediento de esperanza.

El laico “con pretensiones” es el que se ha hecho cargo de su vocación. Es el que ha entendido que la Iglesia no es un edificio, sino un pueblo en camino.

Y en este camino, todos somos protagonistas.

La próxima vez que escuches a alguien decir “es un laico con pretensiones”, tómalo como una buena noticia. Porque en esas pretensiones, humildes pero audaces, reside la promesa de una Iglesia más viva, más sinodal y más profética para el siglo XXI.

©Catolic

El Eco de un Pastor: El Cardenal Estanislao Karlic, un Legado que Permanece

Hoy, 8 de agosto de 2025, el cielo de la Iglesia en Argentina y en el mundo se ilumina con la llegada a la Casa del Padre de uno de sus hijos más nobles y queridos: el Cardenal Estanislao Estéban Karlic.

A los 99 años, en la serena quietud del Hogar sacerdotal Jesús Buen Pastor en Paraná, este hombre de fe profunda y vida sencilla culmina su camino terrenal. Su partida no es un punto final, sino el eco de una existencia dedicada al servicio, un testimonio de humildad que resonará por generaciones.

La noticia, confirmada por el arzobispado de Paraná, llena de pesar a una comunidad que lo vio como padre y pastor. Sin embargo, en la tristeza de la despedida, emerge la luz de una vida que fue un faro de esperanza.

Su reciente hospitalización, de la que se recuperó con notable fortaleza, fue el preludio de un encuentro definitivo, un camino final que recorrió con la misma dignidad que caracterizó cada uno de sus pasos.

Una Llamada Profética de un Nuevo Pontífice

Pocos meses antes de su adiós, el Cardenal Karlic fue protagonista de un gesto que subraya la estima y el respeto que inspiraba. El flamante Papa, León XIV, no dudó en tomar el teléfono para brindarle su cercanía y sus oraciones tras su operación.

En esa llamada, cargada de una profunda humanidad, el Santo Padre agradeció, en español, el servicio de un hombre que, a pesar de su debilidad física, se mantuvo alerta y consciente, impresionado por el recuerdo de una antigua amistad.

Este vínculo, forjado en Roma cuando el actual pontífice era prior general de la Orden de San Agustín, revela la profunda comunión que unía a Karlic con los pastores de la Iglesia universal, trascendiendo títulos y geografías.

Un Constructor de Puentes, un Pastor de Corazones

Estanislao Karlic nació en Oliva, Córdoba, el 7 de febrero de 1926. Hijo de Juan y Emilia, su padre, un maestro mayor de obra, le transmitió sin saberlo una vocación que iría más allá de las construcciones terrenales.

Karlic sería un arquitecto de la fe, un constructor de puentes entre el cielo y la tierra. Formado en el Seminario Mayor de Córdoba y en la prestigiosa Universidad Pontificia Gregoriana de Roma, su inteligencia se forjó en las fuentes de la fe, pero su corazón se mantuvo siempre anclado en la realidad de su pueblo.

Su ministerio episcopal, iniciado como obispo auxiliar de Córdoba junto al Cardenal Raúl Primatesta, fue un apostolado de cercanía. Seis años después, en 1983, llegó a Paraná como arzobispo coadjutor y administrador apostólico, para luego asumir plenamente el gobierno de la diócesis en 1986. Durante diecisiete años, Karlic fue un pastor incansable, comprometido con su gente y con los desafíos de su tiempo.

Su liderazgo trascendió su diócesis. Su voz serena y su sabiduría fueron fundamentales en la Comisión para la redacción del nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, demostrando su rigurosidad teológica.

Como Presidente de la Conferencia Episcopal Argentina durante dos periodos consecutivos (1996-2002), se convirtió en un referente moral y espiritual para el país en tiempos de profundas crisis. No era un estratega político, sino un pastor con mirada profética, que buscaba discernir los signos de los tiempos a la luz del Evangelio, promoviendo el diálogo y la justicia social como pilares de la convivencia.

El Purpurado de la Humildad

El Papa Benedicto XVI lo elevó al Colegio Cardenalicio en 2007. Este honor, lejos de alejarlo de su pueblo, subrayó su sencillez.

El título de Cardenal de la Santísima Virgen María de los Dolores en la Plaza Buenos Aires no fue para él una distinción de poder, sino un recordatorio constante del servicio y el dolor redentor de la fe. Su purpurado fue un manto de humildad, un testimonio de que la verdadera grandeza se encuentra en el servicio y la discreción.

El Cardenal Karlic, con su sonrisa amable y su mirada penetrante, fue un maestro de la sencillez. Su vida fue un eco de las palabras de San Agustín, un recordatorio de que en la fragilidad humana habita la fuerza de Dios. Nos enseñó que la santidad no es un privilegio de unos pocos, sino la vocación de todos, vivida con fidelidad en las pequeñas cosas del día a día.

Hoy, la Iglesia encomienda su alma a nuestra Madre del Rosario. Su partida deja un vacío, pero también un legado inmenso.

El Cardenal Karlic no solo fue un obispo, un cardenal, un líder. Fue un pastor con olor a oveja, un profeta que supo escuchar a su tiempo y un testigo vivo de que la fe es la fuerza más poderosa para transformar el mundo.

Que su ejemplo nos inspire a vivir con la misma humildad y dedicación, construyendo una Iglesia más cercana, más humana y más profética.

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La santidad sacerdotal: ¿Poder sacramental o calidad de persona?

El sacerdocio

En el corazón de la Iglesia, una pregunta resuena con fuerza, interpelándonos a todos, pastores y laicos: ¿qué hace a un presbítero santo? ¿Es el poder que le ha sido conferido para consagrar la Eucaristía y perdonar los pecados, o es su calidad humana, su testimonio de vida y su cercanía con el pueblo de Dios? La respuesta, como todo en la vida de fe, es mucho más profunda que una simple disyuntiva, y nos invita a una mirada profética, una que discierne los signos de los tiempos y nos muestra el camino hacia un futuro de esperanza.


El Catecismo de la Iglesia Católica, en el número 1591, nos recuerda que “El sacramento del Orden confiere el carácter indeleble que hace al sacerdote apto para ejercer el poder de Cristo, Cabeza y Pastor, en nombre y por mandato de la Iglesia”. Este es el fundamento de la función sacerdotal. Sin embargo, la historia de la Iglesia está plagada de ejemplos que nos muestran que el poder sacramental por sí solo no garantiza la santidad. Hemos visto sacerdotes que, a pesar de tener el poder de consagrar y confesar, han caído en graves pecados, alejándose del rebaño y causando un profundo dolor. Por otro lado, hemos conocido sacerdotes que, sin haber alcanzado la canonización, han sido verdaderos faros de luz para sus comunidades, viviendo una vida de entrega, humildad y servicio.


La santidad no es una cuestión de poder, sino de amor. El poder sacramental es un don, un instrumento que Cristo le da a sus sacerdotes para que puedan servir a la Iglesia. Pero el uso de ese instrumento depende de la persona, de su calidad humana, de su corazón. Un presbítero santo es aquel que se deja modelar por Cristo, que se vacía de sí mismo para que Cristo pueda actuar a través de él. Es aquel que vive la caridad, la humildad, la obediencia, la pobreza, la castidad y la oración. Es aquel que se preocupa por su comunidad, que escucha a sus fieles, que los acompaña en sus alegrías y en sus penas, que los ayuda a crecer en la fe.


La santidad sacerdotal no es una tarea solitaria, sino que es fruto de la sinodalidad. La santidad de un presbítero es el resultado de su relación con Dios, con la Iglesia y con el pueblo de Dios. Es una santidad que se construye en el diálogo, en el discernimiento comunitario, en el servicio mutuo. La santidad de un presbítero se nutre de la fe de sus fieles, de sus oraciones, de su apoyo y de su corrección fraterna. La santidad sacerdotal no es un poder que se ejerce sobre la comunidad, sino un servicio que se ofrece a la comunidad.


En el actual contexto de la Iglesia, la santidad sacerdotal se vuelve un tema de vital importancia. El papa Francisco ha insistido en la necesidad de una Iglesia en salida, una Iglesia que se acerca a las periferias, una Iglesia que es hospital de campaña. Para lograr esta misión, necesitamos presbíteros santos, presbíteros que no se encierren en sus parroquias, sino que salgan a las calles, que se arremanguen la sotana y que se ensucien las manos con la vida de la gente. Necesitamos presbíteros que sean pastores con olor a oveja, presbíteros que vivan la alegría del Evangelio, presbíteros que sean testigos de la misericordia de Dios.


La crisis de la Iglesia, y en particular la crisis de vocaciones, nos obliga a reflexionar sobre la santidad sacerdotal. No se trata de bajar el nivel de exigencia, sino de volver a las raíces, a la esencia del sacerdocio. El sacerdocio no es un trabajo, sino una vocación, un llamado de Dios a servir. Y el servicio sacerdotal no puede ser un acto mecánico, sino un acto de amor, un acto de entrega total. La crisis de la Iglesia es una oportunidad para que volvamos a valorar la santidad sacerdotal, para que la busquemos, la cultivemos y la celebremos.


En este camino de discernimiento, no debemos olvidar el testimonio de los santos presbíteros que han marcado la historia de la Iglesia. Sacerdotes como San Juan Pablo II, San Juan Bosco, San Francisco de Sales, San Maximiliano Kolbe, y tantos otros que, a través de su vida, nos han mostrado que la santidad no es una meta inalcanzable, sino un camino que se recorre día a día, con la ayuda de la gracia de Dios y el apoyo de la Iglesia.


La pregunta inicial, ¿qué hace a un presbítero santo, el poder sacramental o su calidad de persona?, nos lleva a una conclusión clara: la santidad sacerdotal es la perfecta unión del poder sacramental y la calidad de persona. El poder sacramental es el don, la calidad de persona es la respuesta. El poder sacramental es el instrumento, la calidad de persona es el uso. La santidad sacerdotal no es una cuestión de “o esto o lo otro”, sino de “esto y lo otro”. Y en esta unión, en esta perfecta armonía, reside la verdadera belleza y el verdadero poder del sacerdocio.

Del Jubileo a las Periferias: La Conversación Pendiente de la Iglesia

La plaza de San Pedro vibró con una energía inusual. No era la muchedumbre habitual de una audiencia general, sino una mezcla diversa de influencers, youtubers, gamers y blogueros que, en lugar de micrófonos de prensa, sostenían sus celulares listos para grabar.

La evangelización digital

El Jubileo de los Comunicadores, Misioneros Digitales e Influencers Católicos fue un hito, un evento que la Iglesia, en su milenaria historia, no había visto antes. Pero, más allá de la selfie con el Papa, más allá de los testimonios virales, la pregunta que quedó flotando en el aire fue: ¿Se cumplieron los objetivos de esta convocatoria? ¿Qué significa este encuentro para el futuro de la evangelización?

La misma pregunta resuena tras el Jubileo de los Jóvenes, un evento que, si bien mantuvo la tradición de la peregrinación y el encuentro físico, también fue una demostración de la profunda hibridación entre lo presencial y lo digital.

Los jóvenes, protagonistas de este jubileo, no solo rezaron y cantaron en las calles de Roma, sino que compartieron sus experiencias en tiempo real, conectando con sus pares en todo el mundo a través de las redes sociales.

Estos dos jubileos no fueron meros eventos protocolares; fueron un espejo en el que la Iglesia pudo mirarse a sí misma, un laboratorio en el que se pusieron a prueba dos modelos de evangelización que, a primera vista, parecen opuestos: la evangelización digital y la evangelización por presencia, la misma que el Papa Francisco ha proclamado insistentemente como la de “salir a las periferias existenciales”.

La gran pregunta que emerge es si estas dos realidades son mutuamente excluyentes o si, en realidad, son dos caras de la misma moneda.

La Iglesia en el Laberinto Digital: Oportunidades y Riesgos

La Iglesia, a lo largo de su historia, ha sabido utilizar las herramientas de comunicación de cada época. Desde las cartas de San Pablo hasta la imprenta de Gutenberg, pasando por la radio y la televisión, cada innovación ha sido un canal para la difusión del Evangelio.

La era digital no es la excepción. Las redes sociales, los blogs, los podcasts y los videos se han convertido en púlpitos virtuales desde los que se puede llegar a millones de personas, trascendiendo fronteras y barreras culturales.

Los misioneros digitales, los influencers católicos, han demostrado una capacidad admirable para generar contenido de calidad, para llevar la fe a un lenguaje fresco y accesible, para conectar con un público que, de otra manera, quizás nunca se acercaría a una parroquia.

Crearon comunidades virtuales, grupos de oración online y espacios de reflexión que, en muchos casos, son verdaderos refugios espirituales. El jubileo fue un reconocimiento de la Iglesia a este nuevo “continente” de la evangelización, un continente vasto y lleno de oportunidades.

Sin embargo, el mundo digital también presenta riesgos considerables. La superficialidad de la comunicación instantánea, el peligro de caer en la banalidad o en la autoconsagración, y la tentación de convertir la fe en un producto de consumo son amenazas reales.

La conexión digital, por muy masiva que sea, ¿puede reemplazar el encuentro personal, el abrazo, la escucha atenta, la Eucaristía compartida? La Iglesia ha sido siempre la Iglesia del encuentro, del tú a tú, del rostro a rostro.

La Periferia, la Misión Irrenunciable de la Iglesia

Mientras tanto, en el corazón del magisterio del Papa Francisco, sigue resonando con fuerza la llamada a “salir a las periferias”. No se trata solo de las periferias geográficas, sino también de las existenciales: los jóvenes sin esperanza, los ancianos olvidados, los migrantes, los enfermos, los que viven al margen de la sociedad.

La evangelización por presencia, como la entiendía el Papa Francisco, es la de la compasión, la de la cercanía, la del testimonio vivo. Es la de ensuciarse las manos, la de “oler a oveja”, la de caminar al lado de los que sufren.

Esta llamada, lejos de ser un retroceso, es una afirmación de la esencia misma del Evangelio. La encarnación de Dios en Jesucristo es el mayor testimonio de la evangelización por presencia.

El cristianismo no es una idea abstracta, sino un encuentro con una persona, un encuentro que transforma la vida. Y ese encuentro, si bien puede ser catalizado por un mensaje digital, necesita de la comunidad, del acompañamiento personal, de la experiencia de la vida compartida para arraigarse y dar fruto.

¿Qué dice la gente, los medios y las redes?

Las reacciones ante estos jubileos han sido variadas y reveladoras. En los medios tradicionales, la cobertura se centró en la novedad del evento, en la “conversión” de la Iglesia a las nuevas tecnologías.

Se habló de una Iglesia que busca modernizarse, que se abre al diálogo con el mundo de hoy. Esta visión, a menudo, simplifica la complejidad del fenómeno, presentando la evangelización digital como la “solución” a la crisis de fe.

Las redes sociales, por su parte, se llenaron de comentarios. Por un lado, la alegría y el entusiasmo de los comunicadores católicos y sus seguidores, que sintieron un reconocimiento largamente esperado por parte de la jerarquía.

Por otro lado, no faltaron las voces críticas, que cuestionaron la efectividad de esta evangelización “light” y la compararon con el compromiso de los misioneros que dan su vida en los lugares más remotos. Esta polarización, lejos de ser un obstáculo, puede ser un indicio de la importancia de la conversación que se está dando.

La gente, el pueblo de Dios, observa con atención. Muchos se sienten interpelados por el mensaje de los influencers, encuentran en ellos una voz que les habla de su fe en un lenguaje que entienden.

Pero también, muchos anhelan una Iglesia cercana, una parroquia viva, un sacerdote que les escuche. La gente quiere la presencia, no solo el “me gusta”.

Un Futuro que no es Esto o lo Otro

La mirada profética, la que busca discernir los signos de los tiempos, nos invita a ir más allá de la dicotomía entre lo digital y lo presencial. La pregunta no es si tiene sentido la evangelización digital o si hay que apostar a la evangelización por presencia.

La pregunta correcta es: ¿cómo pueden estos dos modelos complementarse y potenciarse mutuamente?

La evangelización digital puede ser el gran pórtico de entrada, la voz que invita, la chispa que enciende el interés. Un video bien hecho, un post reflexivo, puede ser la primera semilla que se planta en un corazón.

Pero esa semilla, para crecer y dar fruto, necesita de la tierra fértil de la comunidad, del agua viva de los sacramentos y del sol del encuentro personal.

Los comunicadores digitales, lejos de ser una vanguardia aislada, deben ser un puente hacia la comunidad. Su misión no termina en la pantalla, sino que comienza allí.

Deben ser capaces de acompañar a sus seguidores de lo virtual a lo real, de la pantalla a la mesa de la Eucaristía, de un comentario en un post a una conversación sincera.

El gran desafío es, entonces, crear una ecología de la comunicación que integre ambos mundos. Un modelo en el que la tecnología sea una herramienta al servicio del encuentro, no un fin en sí mismo.

Una Iglesia que usa las redes para llegar a las periferias existenciales, para dar a conocer las historias de los que sufren, para movilizar la caridad y la solidaridad.

Una Iglesia que entiende que el “like” es solo el comienzo y que el verdadero “follow” es el seguimiento de Cristo en la vida real.

Los jubileos han terminado, pero la conversación apenas comienza.

La Iglesia del futuro será una Iglesia “en salida”, como la quiere el Papa, una Iglesia que camina con los pies en la tierra y la mirada puesta en el cielo, pero también una Iglesia que navega con pericia en el océano digital, sin perder nunca de vista su puerto seguro: el encuentro personal con Cristo y con los hermanos.

La respuesta a la gran pregunta está en la síntesis, en la audacia de conjugar la inmediatez de lo digital con la profundidad de la presencia. Es ahí, en esa encrucijada, donde se encuentra el camino hacia el futuro de la evangelización.


¿Qué opinás vos? ¿Creés que la evangelización digital es el camino a seguir, o la presencia en las periferias sigue siendo la prioridad?

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