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sábado, agosto 9, 2025

Dos Iglesias en debate: los obispos argentinos frente a Milei

“No se puede servir a Dios y al dinero” (Mt 6,24). Esa advertencia de Jesús resuena con particular fuerza en la Argentina de hoy, donde el gobierno de Javier Milei ha erigido el lucro como principio rector del orden social, y ha empujado a millones de argentinos a una pobreza cada vez más cruda y despersonalizante. Pero esta nota no trata sólo de política. Trata de la Iglesia. O mejor dicho: de las Iglesias. Porque hay, al menos, dos.

Una que habla, actúa, denuncia, acompaña y pone el cuerpo. Y otra que calla, titubea o incluso legitima, ya sea por comodidad, temor o cálculo pastoral. Ambas coexisten bajo el mismo techo episcopal, pero responden a lógicas distintas. Esta nota explora esa fractura, y plantea una pregunta inquietante: ¿cuál es la Iglesia que responde hoy al Evangelio?


Una Iglesia que habla y se juega

Desde el inicio del gobierno libertario, hubo voces episcopales que eligieron no callar. La más visible fue la del arzobispo de Buenos Aires, Jorge Ignacio García Cuerva, quien el 25 de mayo, durante el Tedeum en la Catedral Metropolitana, pronunció una homilía valiente que escoció en Casa Rosada. Con el presidente Milei en la primera fila, García Cuerva habló de los descartados del sistema, del hambre en los barrios, de los niños que no acceden a un plato de comida, de la urgencia de la fraternidad. Y concluyó con una frase demoledora: “No nos salvamos solos”.

No fue un caso aislado. El obispo de San Justo, Eduardo García, ha insistido en que el hambre no puede relativizarse. Mons. Oscar Ojea, presidente de la Conferencia Episcopal, pidió en múltiples ocasiones que el ajuste no recaiga sobre los pobres. El obispo de Quilmes, Carlos Tissera, y su antecesor, el recordado obispo Jorge Novak, son referentes de una línea profética que aún inspira.

También desde parroquias, movimientos, capillas y organizaciones sociales de raigambre cristiana se sostiene un acompañamiento constante en comedores, centros comunitarios, merenderos y espacios de escucha. Allí la Iglesia se vuelve carne, presencia, consuelo y denuncia.


Una Iglesia que calla o titubea

Pero hay otra Iglesia. O mejor dicho, otra actitud dentro de la misma estructura. Numerosos obispos, en particular del interior del país, han optado por el silencio. No se han pronunciado con claridad ante los recortes de alimentos, la eliminación de programas sociales, la paralización de la obra pública, la precarización laboral ni la represión. Tampoco ante los dichos agraviantes de Milei hacia el papa León XIV, a quien llamó en su momento “representante del maligno”.

Esa omisión, en contextos como el actual, no es neutral. Es cómplice. Porque el Evangelio exige tomar partido, y el pueblo necesita saber quiénes están de su lado cuando la dignidad humana es arrasada por intereses económicos.

Muchos prelados parecen preferir una Iglesia de tono diplomático, prudente, ordenada, sin rupturas. Pero el precio de esa cautela institucional puede ser la pérdida del alma profética. En nombre de una pretendida unidad, se renuncia a la verdad. Y sin verdad no hay caridad.


Liturgias oficiales, silencios funcionales

Resulta sintomático que, en actos litúrgicos compartidos con autoridades políticas, se prefiera hablar en abstracto. Se exhorta a “superar divisiones”, a “trabajar juntos por el bien común”, a “cultivar la esperanza”. Todo suena bien. Pero falta la interpelación concreta: ¿quién genera las divisiones?, ¿quién explota, reprime, posterga, pisotea?

El lenguaje pulido es úctil para sobrevivir institucionalmente, pero estéril para transformar la realidad. El Evangelio no fue diplomático con Herodes, ni con Pilato, ni con los mercaderes del templo. Jesús habló claro, con nombres y gestos. Lo crucificaron por eso.


Entre la profecía y el cálculo

Hoy, algunos obispos parecen debatirse entre la profecía y el cálculo. Saben que una palabra crítica puede costarles el apoyo de los medios, el enojo de ciertos sectores políticos, o el estigma de “militantes”. Pero callar también tiene consecuencias: deteriora la credibilidad, aleja a los pobres, enfría el fervor.

En tiempos de Milei, la Iglesia tiene una oportunidad histórica de volver a ser voz de los sin voz. Pero para eso debe elegir. No se puede estar con los crucificados y con los que clavan los clavos. Hay que optar.


Lo que esperan los laicos y el pueblo de Dios

La base católica argentina no es ingenua. Sabe distinguir entre gestos vacíos y compromisos reales. Valora a los curas villeros, a las religiosas que sostienen comedores, a los laicos que militan la caridad como opción de vida. Pero también percibe la distancia de algunos obispos, su desconexión con la realidad, su temor a incomodar.

Muchos fieles, especialmente jóvenes, esperan una Iglesia valiente, coherente, cercana. No perfectista ni ideológica, sino evangélica. Que diga la verdad aunque duela. Que no bendiga la pobreza con eufemismos, ni el ajuste con excusas. Que tenga olor a oveja, y no perfume de salón.


El desafío de León XIV y el espíritu de Francisco

El papa León XIV, en su corta pero intensa predicación, ha ratificado la línea de su predecesor Francisco en temas sociales. Ha hablado de una economía con alma, ha denunciado el abuso financiero global, y ha recordado que la fe sin justicia es un simulacro. Su figura, menos conocida aún, es mirada con atención tanto desde Roma como desde Buenos Aires.

En este escenario, los obispos argentinos tienen la posibilidad de hacer historia. De situarse del lado del Reino, no del poder. De encarnar la parresía evangélica. De ser pastores, no gerentes. De escuchar el grito del pueblo antes que la agenda del protocolo.


El Evangelio como medida

No se trata de estar a favor o en contra de un presidente. Se trata de ser fieles al Evangelio. Y el Evangelio es claro: lo que hagan con el más pequeño, con ese lo hacen. Lo que dejen de hacer, también.

Si la Iglesia no se anima a denunciar el sufrimiento que genera este modelo político-económico, perderá su razón de ser. Podrá conservar sus edificios, sus rituales, sus cargos. Pero no tendrá alma.

Y sin alma, la Iglesia no es Iglesia. Es sólo una institución más, decorativa, silente, funcional. Todo lo contrario a lo que Jesús quiso.


©Catolic.ar

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