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sábado, agosto 9, 2025

La Resurrección, el estallido de Dios que rompe la historia: vivir como si la muerte no tuviera la última palabra

La palabra “Resurrección” no es un dogma fosilizado ni una fórmula doctrinal para repetir sin pensar. Es un grito. Es fuego. Es el eco original del Verbo que, desde las entrañas del tiempo, clama que la muerte ha sido vencida. Para el alma católica, la Resurrección no es un evento lejano, sino una realidad ardiente que interpela cada instante de la existencia. No se trata de creer que algo ocurrió en Jerusalén hace dos mil años: se trata de vivir como si lo imposible se hubiera vuelto norma.

Imaginá el instante. El amanecer roto por el temblor del cosmos. El silencio sepulcral de una tumba sellada. La tristeza ciega de los discípulos. Y de pronto, la irrupción del Infinito. No fue un simple retorno a la vida biológica: fue la transfiguración gloriosa de la carne. El cuerpo de Jesús, atravesado por los clavos y la lanza, resucita con llagas de luz. La piedra no se movió por manos humanas: la desplazó el soplo del Espíritu. Fue el estallido de la eternidad en el corazón del mundo.

Y ese estallido lo cambió todo.

La Resurrección es el “Fiat Lux” renovado, el acto con que Dios restablece la creación desde su entraña rota. La muerte deja de ser el final para convertirse en umbral. El sepulcro no es tumba, sino matriz de la vida nueva. La esperanza ya no es un consuelo: es certeza. La fe ya no es refugio: es dinamita. Quien cree en la Resurrección, vive distinto. Ama distinto. Lucha distinto.

Cada Eucaristía es una prolongación de ese amanecer. Cada gesto de misericordia, un relámpago de esa luz. Cada perdón ofrecido, una victoria sobre la sombra. Cada dolor abrazado con fe, una alianza con el Resucitado. Porque vivir la Resurrección no es repetir un credo: es permitir que el Espíritu nos resucite por dentro, nos despierte del letargo, nos arranque del sudario de la mediocridad.

La Resurrección nos exige. Nos arrastra. Nos quema. Nos invita a alzar la mirada más allá del pragmatismo sin alma, del cinismo cultural, del escepticismo contagioso. Nos llama a volver a arder. A vivir con la convicción escandalosa de que el Amor ha vencido a la muerte. Que la historia tiene sentido. Que la última palabra no es el cementerio, sino la gloria.

Y esa gloria es para hoy. Es para ahora.

¿Querés pruebas? No busques en el laboratorio. Buscá en los santos. En los que dan la vida por otros. En los que perdonan lo imperdonable. En los que vencen la desesperación con oración. En los que abrazan la enfermedad, la pobreza, la traición, sin perder la paz. En los mártires cotidianos. En las mujeres que eligen la vida. En los jóvenes que eligen a Cristo cuando el mundo les ofrece mil atajos vacíos. Ahí está la Resurrección.

Y también está en el consuelo. Porque si Cristo vive, nuestros muertos no están perdidos. El tiempo no borra el amor verdadero. La muerte no mutila la comunión de los santos. La Resurrección transforma el duelo en espera. Nos enseña que aquellos que amamos y ya no vemos nos aguardan en la luz. Que cada despedida, en Cristo, es un “hasta pronto” escrito con lágrimas, pero también con fe.

La Pascua es eso: la certeza de que la cruz no fue derrota. Que la sangre no fue en vano. Que el dolor asumido puede ser transfigurado. Que los clavos se convierten en estigmas gloriosos. Que la historia humana, por oscura que parezca, ha sido ya redimida. Que la muerte no gobierna más.

¿Lo creemos? ¿O nos hemos acostumbrado a una fe sin gloria, sin estremecimiento, sin escándalo? ¿Anunciamos realmente que Cristo está vivo, o repetimos frases que ya no conmueven ni a nosotros?

La Iglesia está viva cuando sus hijos viven como resucitados. Cuando dejan de lamentarse y empiezan a construir. Cuando encienden hogueras de esperanza en las noches de este mundo. Cuando cada cristiano se vuelve una antorcha que arde con el fuego del sepulcro vacío.

La Resurrección no es una doctrina. Es una llamada. Es una emboscada de Dios en tu rutina. Es un amor que no se resigna a verte dormido. Es un mandato: “Salí del sepulcro. Viví”.

En un mundo cansado, descreído, suicida de esperanza, la Resurrección es un acto de resistencia. Es contracultura. Es rebelión santa. Es anunciar que Dios ha intervenido, que el caos no triunfará, que la historia tiene dirección y final. Y que ese final es un banquete, no una fosa.

La Pascua no es un símbolo. Es un terremoto. Quien la vive, ya no puede ser el mismo. Ni en lo íntimo, ni en lo público, ni en lo social. Ser testigo del Resucitado es abrazar una misión: encender luz donde reina la tiniebla. Gritar con la vida que Cristo vive. Y si eso escandaliza al mundo, bendito sea el escándalo.

©Catolic

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